“Las heridas de guerra también se curan”, dice Lucía, la típica chica de los 80, principios de los 90, con algo de Cyndi Lauper y Thelma y Louise, después de arrojarle a su pareja un cenicero en una de esas peleas que eran “el pan y el vino de nuestra relación una vez que pasamos la etapa de las almas gemelas que se encontraron sin buscarse”, recuerda el narrador las idas y vueltas que tuvo desde que se conocieron hasta que se desconocieron. Matías, “un hijo póstumo” que sale a la luz después de la muerte de su padre, se fue a vivir a un pueblito del sur de Brasil, cerca de la playa, donde termina fabricando muñecos sencillos de madera. A Ricky Mansard, una vieja gloria que entró a la televisión en los años 60 por los libros y su amistad con escritores y pintores, no solo ya no lo reconocen por la calle, sino que no lo miran. El muchacho de los veranos con inquietudes artísticas, que resolvía problemas prácticos, como arreglar un calefón o pintar, tiene una relación con una escritora madura, que sistemáticamente se niega a que él participe de su taller literario. Enrique y Jorge se casaron en el verano del 2011, ocho meses después de la sanción del matrimonio igualitario. Más de una década después, cuando muere Jorge, Enrique siente que es más gay, más miembro de la comunidad que antes, como si la viudez hubiera subrayado su gaycidad. Los personajes de los cuentos de Verano interminable (Emecé) de Claudio Zeiger son impulsivos y vitalistas cuando son jóvenes; pero el tiempo oxida las expectativas y los transforma en criaturas más escépticas y vulnerables que preservan una pátina de melancolía.

Zeiger no publicaba desde 2014, cuando apareció Los inmortales, relatos que tenían como eje la cuestión del padre y las filiaciones. El padre del escritor empezó entonces el período más complejo del mal de Alzheimer y la cantidad de energía que ponía en el cuidado lo agotaba para la escritura. Aunque doliera, sabía que por un tiempo no podría escribir nada. Ni una línea que valiera la pena ante los extravíos de los recuerdos del padre. En un momento el escritor y editor de los suplementos Radar y Radar Libros se planteó escribir cuentos porque podría entrar y salir fácilmente. Cuando su padre murió en marzo de 2018, continuó escribiendo más cuentos. “No puedo con mi genio de novelista: los cuentos los escribí en el orden en que aparecen en el libro. No son cuentos de épocas distintas, salvo ‘El hijo póstumo’, que no había entrado en Los inmortales porque me parecía que no tenía que ir y lo reescribí”, cuenta Zeiger en la entrevista con Página/12.

--¿Por qué te interesa lo póstumo?

--El hijo póstumo es una figura jurídica que me parecía fascinante para pensar el tema de las filiaciones. En cierta forma es el mismo destino del libro y la literatura como algo póstumo. Yo no lo pienso en términos de la trascendencia, pero evidentemente cuando escribís y publicás algo tuyo queda por fuera de tu voluntad; aunque quisieras quemarlos, hoy ya sería imposible sacar de circulación tus primeros libros, como hacía (Adolfo) Bioy Casares. Ese tipo de operaciones son impensables. Te podés descatalogar a vos mismo, pero eso no significa que lo que escribiste póstumamente no circule. Llego hasta ahí, aunque supongo que psicoanalíticamente es un festival. Fijate qué cosa curiosa porque es como un cuento aparte del resto. Si bien comparte esa cosa del verano y del pueblo de pescadores en Brasil, está un poco desligado del imaginario del resto de los cuentos. El libro se iba a llamar El hijo póstumo; pero con mi editora Mercedes Güiraldes preferimos ir por el eje que fuimos: Verano interminable, para tener una puerta de acceso mucho más abierta para el libro que “El hijo póstumo”.

--¿Por qué los personajes de los cuentos de “Verano interminable” son un tanto melancólicos y escépticos?

--Yo luché mucho contra la melancolía; la idea era hacer algo contrario a Los inmortales y a esa nostalgia por la calle Corrientes. Me propuse escribir cuentos ligeros y contemporáneos. ¿Qué digo con ligeros? Cuentos en los que puedas deslizarte rápido; que el lector no tenga ningún tipo de complejidad extra. Y contemporáneos, en el sentido de que abarcan algo que no es una estricta actualidad, aunque hay bastante también de eso: los años 90, el cambio de siglo... Pero la verdad es que los personajes son melancos y supongo que no se puede luchar contra eso.

--El personaje Ricky Mansard tuvo su momento de gloria en el pasado, pero está decaído; el barrio de Recoleta está venido a menos. Lo venido a menos, lo que perdió su brillo, quizá produce un efecto de melancolía de manera inevitable, ¿no?

--Quizá sea más un efecto que algo buscado. Puede ser… El cuento “Verano interminable”, donde aparece un chico joven con una escritora madura, es un homenaje o un guiño a “Memoria de paso” de Fogwill, como él lo habrá tomado a su vez de Orlando, de Virginia Woolf. En esa cadena yo pensaba en un narrador que está siempre igual, que no le pasa el tiempo por encima. Que me digas que ves una pátina de melancolía me llama la atención, pero al mismo tiempo es evidente que uno no puede luchar contra su marca de origen. Tengo esa marca, qué le voy a hacer. Me quiero hacer el loco moderno y no me sale (risas). Creo que logré el objetivo de mantener esa consigna de ser ligero y contemporáneo. Pero eso no quita que el trasfondo sea melancólico. La literatura argentina tiene una pátina de melancolía, pero no en el mal sentido. Esa marca quizá tenga que ver con la edad y con algo más profundo: con la edad de la literatura argentina.

--Esa parte de la literatura argentina que tiene una pátina de melancolía, ¿ha sido medular en tus lecturas?

--Sí, totalmente. La literatura argentina y la literatura norteamericana considero que son como las dos líneas que siempre seguí; con especial énfasis la literatura argentina cuando empecé a pensarme como escritor. A mi editora Mercedes Güiraldes le pareció que había un tono Truman Capote y yo le dije que debe ser que estoy por tomar barbitúricos en cualquier momento (risas). Para pensarme como cuentista yo recurro a Fogwill. ¿Cómo escribir cuentos a partir de los cuentos de Fogwill? Yo pensaba en un libro que pudiera contener distintos tonos, registros y voces. Eso me parece que era una preocupación muy de Fogwill como cuentista. Yo tengo una diferencia porque él buscaba mucho el efecto y yo a la hora del efecto me retraigo. No me gusta el efecto, quizá en algún cuento lo hay; pero no pienso el texto en función del efecto final o el efecto lingüístico. En esos libros de Fogwill donde lo primero que se te viene a la lectura es una variedad de registros y de tonos buscados, tonos argentinos y tonos de las clases sociales, sin ser oral, es algo que me interesó mucho para trabajar una paleta abierta.

--En esa paleta abierta, un personaje como Ricky Mansard, ¿a qué registros correspondería?

--Está inspirado en personajes que llegaban a la televisión, pero con un bagaje de cultura. Yo pensé en Augusto Bonardo, un personaje muy lejano que tengo el recuerdo de haberlo visto de chico en televisión; era un tipo muy fino, muy culto. Era ese momento de la cultura en la televisión, como el suplemento de La Opinión en la televisión. Ese momento en que Silvina Bullrich iba a la televisión a hablar con Antonio Carrizo; está inspirado en eso. El dato contemporáneo es cuando se armó el debate de las vedettes colaboracionistas en la época de la dictadura. Pero también está la idea de trabajar con una vieja gloria en ese cruce entre la Recoleta y la televisión. De hecho tanto me gustó el personaje que lo seguí hasta su triste final. En realidad, nadie sabe bien qué pasó porque la policía se negó a revelar el estado de cómo encontraron el cuerpo. Quizá la pregunta que todavía no sé contestarme es por qué Ricky y no otro personaje es el hilo conductor.

--En el cuento crímenes de Recoleta aparece el eco lejano de la muerte de dos mujeres en ese barrio, “abandonadas en una jaula de oro”. Pero también hay una especie de teoría sobre ese barrio, ¿no?

--Sí, tengo cierta teoría sobre la Recoleta, que es el locus donde se concentró para mí la posverdad; por supuesto que es el relato de alguien que se está poniendo paranoico, pero esa paranoia no es ajena a las señales de lo que empieza a pasar con (Alberto) Nisman en adelante y hay un lawfare ahí dando vueltas. La idea era centrar un núcleo real dentro de un libro que va perdiendo la noción de realidad. Cuando aparece el señor (Jaime) Stiuso, ese que anda dando vueltas por ahí, lo que quería era concentrar un tratamiento conspiranoico, una versión posible de lo real, de lo que vivimos estos años.

--Lo del tratamiento conspiranoico, ¿podría remitir a la ficción paranoica como un nuevo género policial a la que aludía Ricardo Piglia?

--Piglia es una figura faro para mí, no tanto en el cuento, pero sí en la forma breve y los relatos intercalados. La idea de la novela negra y el policial como el género que te revela la realidad está agotado. Yo creo que es una novela de espionaje, que lamentablemente no cultivamos porque somos progresistas y la novela de espionaje no es progresista ni en su tradición ni en su desarrollo. Lo mejor que tenemos en ese sentido es un (John) Le Carré y Graham Greene, hasta ahí llegamos. Son buenos conservadores, muy lúcidos; pero no tenemos una tradición de izquierda en la literatura de espionaje, aunque había un escritor de izquierda como Eric Ambler, que Piglia lo estudia. Para entender este período de posverdad y de conspiraciones, son mucho más útiles las herramientas de la novela de espionaje, donde la enseñanza es que un espía siempre es un doble agente y esa es la base del asunto. La novela negra está encerrada en un dilema moral: gente indignada por los crímenes del Estado. La novela negra ya no tiene mucho más para decir, fuera de ese tipo de lucha individual o contra el Estado o contra la policía. La novela de espionaje en su cinismo, en su versión más descarnada, sirve más para analizar estos años. Todo complot hoy tiene anclaje en el mundo material, pero es un espacio también mental o virtual.

--En el cuento “El futuro de la literatura gay”, el futuro parece desembocar en un suicidio. ¿Qué implica esa “confusión de pastillas”?

--Hay un confuso suicidio al final, que lo tomo como algo más simbólico. El cuento transcurre en 2023, o sea que es un futurismo acotado. Ese cuento es más un balance del pasado inmediato que del futuro. El cuento relata cierto momento de la comunidad gay: “gracias por el matrimonio igualitario, pero ahora queremos el cambio”. Eso lo viví en fiestas, en reuniones, no me lo han contado, y decidí en el cuento desquitarme sobre ese matiz de clase que determinó el rumbo de estos años: “la representación de la negrada”, como dice el personaje en el cuento. Ese cuento no lo escribí desde una posición provocadora ni resentida, pero sí porque hay que hacer un balance con humor sobre cómo una parte de la comunidad gay votó al macrismo. Enrique le plantea a Jorge que saltaron el charco y compraron ese discurso liberal de buena fe porque querían participar de la fiesta nueva que venía. Como volver al “uno a uno”, creo que eso pasó. Pero hay que decirlo con humor desde la ficción, no bajando línea a nadie. No se puede creer que una identidad sexual va a disolver tu trama cultural, tu identidad social, tu clase. Manuel Puig hubiera dicho el “error gay” pensar que una identidad se construye solamente por la diferencia sexual. Acá fue tan fuerte la cuestión del matrimonio igualitario que cuando amalgamó al mismo tiempo dejó libradas las fuerzas para que cada uno después hiciera con eso lo que quisiera y yo creo que hubo de todo. Así como hubo gente que mantuvo su adhesión y su progresismo más de izquierda, esta conversión, cierto encandilamiento con el cambio, sin duda sucedió.

--En el cuento “Verano interminable” hay una mirada muy irónica sobre los talleres literarios. ¿Qué opinión tenés como escritor sobre los talleres?

--No creo en los talleres literarios. ¿Por qué él no puede ingresar al taller literario de Claudia Villanueva? Es una cuestión que yo no pienso revelar. Quizá la ironía cae más sobre los talleres literarios que sobre Claudia Villanueva. Me interesaba que la tallerista sea una mujer para romper esa idea del “gran escritor” con sus discípulos. Yo soy más partidario de los talleres literarios no como un lugar adonde llevar los textos para que todos se encarnicen y se arrojen los perros, sino más bien un taller de orientación de lecturas; aprender a leer con paciencia, leer para escribir. El concepto de taller literario es un modelo que ya caducó. El taller literario es viable si se reorienta respecto de la figura tutelar del escritor que transmite. ¿Qué transmite el escritor? Su recorrido de lecturas. Hay que aprender a leer en serio para abrir el mapa de las lecturas que yo llamo orientadoras.

La potencia del pasado

Claudio Zeiger (Buenos Aires, 1964) reeditó Nombre de guerra, su primera novela publicada en 1999 en Vian Ediciones, a veinte años de su publicación en la colección Biblioteca Soy del diario Página/12. En esa novela Andrés, un joven que vive con su hermano y su madre en Avellaneda, vive distintas experiencias como taxi boy junto a su amigo Pablo. “La Biblioteca Soy tiene un recorte muy pensado y muy político, que mezcla ficción y no ficción, como Fiesta, baños y exilios, que es un libro tutelar, o En breve cárcel de Sylvia Molloy”, dice el autor de las novelas Tres deseos (2002), Adiós a la calle (2006) y Redacciones perdidas (2014); los relatos de Los inmortales (2014) y el ensayo El paraíso argentino (2011).

--¿Qué hay del Claudio Zeiger de “Nombre de guerra” en “Verano interminable”?

 

--Cuando se reeditó Nombre de guerra tuve que volver a leerlo y salí contento de la experiencia porque respeté el “hasta acá llego”; no es pretencioso, la historia es pequeña, pero el corazón es grande. El libro tiene una potencia y quizá esa potencia se derramó sobre los cuentos. Pasaron veinte años y por lo tanto hay un vitalismo que es decadente: los chicos de Nombre de guerra cruzaron de Santa Fe y llegaron hasta Las Heras o Libertador entonces se contagiaron de cierta decadencia ambiente y se casaron y enviudaron (como en “El futuro de la literatura gay”). Yo creo que hay vasos comunicantes que los pienso en términos de escritura, de literatura; hay una potencia que se pasó de un lugar a otro, pero en el nuevo lugar el tiempo pasa y avisa; entonces ese trabajo con lo decadente, con el fulgor que se apaga, es una de las metáforas del verano. Veo con optimismo una potencia de escritura que se mantuvo, pero con un fuerte aviso de que hay que ser conscientes de que uno no puede volver a repetirse. Cuando escribía Nombre de guerra, me obsesionaba El juguete rabioso. Mi pregunta entonces era: si Silvio Astier viviera en los 90, ¿qué sería? Un taxi boy porque no había trabajo, el país estaba hecho mierda y solo tenía su cuerpo. Lo que parece fascinante de El juguete rabioso es la rabia, pero es una rabia no resentida. Un texto puede persistir en el tiempo como un agua quieta, tranquila, un estanque, al cual visitás de vez en cuando para encontrarte con una potencia que quedó ahí encerrada y que dos por tres se dispara al futuro.