El año pasado Matías Martínez fue protagonista de una retrospectiva y de un estreno: A la vasta criatura apodó Golem. Ahora, el actor, dramaturgo y director propone una apuesta íntima y acorde con lo que él entiende como un rasgo personal: provocar. Durante los sábados de marzo y abril a las 21.30, Espacio Bravo (Catamarca 3624) dará escena a Los bordes torpes del ano: Suite escénica para teatro de cámara, con las actuaciones de Martín Fumiato, Federico Fernández Salafia, Guillermo Peñalves y Graciana Tucat, a partir de la dramaturgia y dirección de Matías Martínez.

Es desde la influencia y deriva que en el dramaturgo suscitan los escritores Carlos Correas y Osvaldo Lamborghini que surge Los bordes torpes del ano, pero también a partir de “algo que comencé a trabajar en Golem, con la mezcla de dos formas de construcción diferentes, vinculadas con el teatro dramático y postdramático”, refiere Martínez a Rosario/12. “En mi forma de trabajo hay cierta constante, y casi una obligación: hacer cosas nuevas, con el desafío puesto en construir algo que a mi criterio no hice. Al menos en este tipo de espectáculos, surgidos desde alguna instancia de investigación, vinculados con la búsqueda y desde un lugar más personal. A la vez, aparece algo que se vincula con la provocación, un aspecto que a lo largo de mi carrera ha ido mutando. En un momento pasaba por algo más físico y de enfrentamiento directo con el público, con los actores metiéndose en el espacio de los espectadores, agarrándolos, movilizándolos. Pero considero que a eso lo he ido estetizando. Ahora la movilización pasa por otros parámetros, vinculados con la construcción estética y el trabajo sobre el lenguaje oral. Pero siempre se ha mantenido esa idea. Algo que ya está en el título de esta obra, y que pertenece a una frase de Lamborghini, en uno de los relatos de Sebregondi se excede. En este sentido, tampoco es casualidad que para este trabajo tome a estos dos escritores considerados malditos”, explica Martínez.

—¿Qué hay en ellos que te motiva?

—Creo que se vincula con el universo que plantean. Los temas que tocan giran más o menos en torno a universos que a mí me llaman mucho la atención, vinculados con lazos humanos perversos, con los lugares más bajos y periféricos de la cultura, con las zonas oscuras vinculadas a la sexualidad y a la muerte. Hay algo de estos dos tópicos culturales que está todo el tiempo rondando, con diversas formas y matices. Y hay un elemento que creo es el disparador de este espectáculo, que es la homosexualidad masculina. Principalmente, el interés está en cómo Correas toma la idea de la homosexualidad –esto es algo que en la obra se dice– desde una idea más genetiana, como un elemento del mal vinculado al mundo burgués, como una especie de arma antiburguesa, tomada desde el lugar de la desintegración. No se trata de una homosexualidad institucionalizada.

—Dado el desafío, ¿de qué manera pensaste la puesta en escena?

—En principio situamos el acontecimiento en un lugar que le pertenece a un relato de Correas, que es el Anchor. Dentro del Anchor, que era un boliche, un cabaret de hombres, es donde yo reformulo un texto de Roberto Arlt, “El humillado”, y los personajes de alguna manera están trabajados a partir de los tres personajes de ese texto: Erdosain, El capitán y Elsa, mujer de Erdosain. A partir de ahí, hubo un trabajo de reformulación de esa escena, donde los personajes masculinos se empiezan a feminizar, hasta que en algún momento esa feminización y transformación es total. Me tomo también de otras textualidades que son una reivindicación de Lamborghini, como “Un caso tortuoso”. El espectáculo se va deformando a medida que avanza, y esta deformación tal vez esté vinculada con la transformación de los hombres, así como la construcción teatral vinculada con lo dramático, con personajes y situaciones reconocibles, muta a un lugar mucho más postdramático, donde se empiezan a romper los límites de lo dramático teatral.

—¿Cómo trabajaste ese devenir con los actores?

—Fue algo que se fue dando en los procesos de ensayo y paulatinamente, casi como cuando uno se empieza a desvestir delante de alguien con vergüenza; sin embargo, a lo largo de ese encuentro la situación empieza a ser mucho más holgada, y a medida que van cayendo las ropas comienza a ser más simple. Hubo algo de eso. Porque vamos a algunos lugares que son realmente interesantes, y el actor tiene que ir a ese lugar. No es fácil desnudarse frente al público. La actuación siempre es algo íntimo, pero con una desnudez literal es como si de alguna manera hubiera un doble juego sobre esa privacidad frente a lo público. Y eso sucede en todos los actores. También es interesante que haya una actriz, porque hay un contrapunto entre los tres hombres que se van feminizando y la mujer, que está rondando la periferia de ellos. Hay una tensión que se va generando y que organiza un universo dramático en sí mismo, sin necesidad de tener una narración de índole oral o una construcción más vinculada con una escena de diálogo. A la manera de Virgilio, los actores y la actriz van llevando al espectador a un descenso paulatino. Hay una catábasis hacia esa provocación, y creo que termina en un punto muy álgido. Ahí es donde finaliza el espectáculo y empieza otra cosa, que ya tiene que ver con el trabajo del público por fuera del teatro.