El contenido de Netflix es glocal. Es decir, exporta historias locales para audiencias globales. No obstante, a nivel regional, sobresalen hilos conductores. Entre las más célebres series “latinas” prima un cuarteto de oro: mafias, drogas, crimen organizado, corrupción y violencias. El Marginal; Narcos; Escobar, el patrón del mal; El Chapo y Hermandad son algunas de las producciones que repiten una fórmula exitosa for export. Argentina, huérfana de grandes carteles de narcotráfico o bandidos pintorescos, ha encontrado en las “barras bravas” del fútbol su mejor sustituto. Sobre ellas se han depositado todos esos condimentos tan condenables por la ciudadanía pero tan demandados por las y los consumidores.

Claro que no es nueva esta operación por las que las barras son leídas como versiones vernáculas de las mafias y el crimen organizado. Desde la década del veinte del siglo pasado, cuando la prensa inventó tal denominación –el primer registro es del diario Última Hora en 1920– hasta hoy, las barras han sido lo mismo: “salvajes”, “animales”, “mafias” y “delincuentes” cuyo único objetivo sería el de lucrar económicamente con los mercados espurios que merodean al fútbol. En ese sentido, la serie Puerta 7 –creada por Martin Zimmerman, dirigida por Adrián Caetano, producida por Polka y distribuida por Netflix– tan sólo es la más reciente, sensacionalista y aburrida versión de una larga cadena de narrativas más preocupada por condenar que comprender.

¿Qué nos propone esta serie? El pánico moral de siempre, pero actualizado. Una versión 2.1 de todos los lugares comunes sobre el “universo barra” con detalles narrativos y estéticos difíciles de encontrar en los barras realmente existentes. Y no lo decimos por el trapo “Yo viajo en trenes”; el angelado rostro de Esteban Lamothe intentando pasar por hombre rudo y esforzándose por no pronunciar las eses de su guión; ni por los palos de ¡hockey! para amedrentar. Lo decimos, fundamentalmente, por lo que la serie invita a interpretar.

El “realismo” de Puerta 7 parece justificarse en analogías. “Ferroviarios” es el Club Atlético Independiente; el presidente “Guillermo” es Javier Cantero; el líder de la barra Héctor “Lomito” Baldani es “Bebote” Álvarez; y “Diana” es la abogada Florencia Arietto, ex asesora de Patricia Bullrich, ex jefa de seguridad de Independiente (2011-2013) y confiesa co-partícipe del guión de la serie. Y allí hay un primer punto polémico: entre estos personajes hay una división tan dicotómica de “héroes” y “villanos” que la asemeja más a una propaganda política que a una ficción documental. Es que “Diana” –interpretada por Dolores Fonzi– se presenta como una heroína solitaria –y solidaria pues preside una ONG que “rescata niños de la calle, para que no estén drogándose”– dispuesta a enfrentar todo un sistema de varones malvados, corruptos y violentos. No hay matices, ambigüedades o grises. Sólo el bien contra el mal.

Y a ese “mal” no le caben más estereotipos: ¿Cuántos jefes de barras viven en un country o tienen choferes? En la vida real no todos son Rafa Di Zeo; el tesorero del club redunda en frases grondonistas; en ningún momento se ve alguna práctica de violencia física de “hinchas comunes” ni tampoco parece problematizarse el perfil represivo-obsesivo de “Cardozo”, el personaje interpretado por Daniel Aráoz, quien inclusive llega a golpear una mujer en nombre de la justicia. Los políticos, aliados inseparables de los barras, brillan por su ausencia. Se repite un clásico: blindar a los “hinchas comunes”, omitir el accionar policial, invisibilizar “la política” y culpabilizar a los barras.

Que la heroína sea una mujer que coquetea con el poder no la torna una serie inclusiva en materia de géneros, porque sigue reproduciendo las representaciones clásicas. Casi no se ven mujeres en la tribuna durante los partidos, tampoco habitando las instalaciones del club. Y en los demás escenarios se las ubica en lugares tradicionales, con roles de acompañantes de los varones fuertes y poderosos: desde la esposa de “Lomito”, una ama de casa seductora y complaciente, y su ingenua hija adolescente, hasta la humilde novia de “Marito”, quien incluso tras haber sido violada se mantiene en silencio y sin herramientas, desprotegida.

Hay tres puntos que sí nos parecen interesantes por los cuales deberíamos ver Puerta 7. La serie retoma uno de los temas de agenda de los últimos años en política deportiva: el debate en torno al gerenciamiento y la implementación de las Sociedades Anónimas Deportivas (SAD). El asunto es sugerido por algunos dirigentes cuando emerge como alternativa viable para “sacar el club adelante” frente a las dificultades económicas. Incluso se mencionan las especulaciones financieras en torno a la compra y venta de jugadores. Una realidad que en nuestro país tuvo su antecedente a partir de “las ideas revolucionarias” de Mauricio Macri mientras era presidente de Boca Juniors. En 1996, Boca aprobó en asamblea la creación de un fondo común de inversión (BoJuF) pero con la participación del negocio de sus propios dirigentes como accionistas. Es que el éxito deportivo, que “Ferroviarios” salga campeón del torneo, hacer negocios y “lucrar con el club” son variables que se repiten entre las preocupaciones de la dirigencia deportiva.

Es nuevamente la heroína “Diana” quien advertirá de los peligros si se implementa el nuevo modelo jurídico: la posibilidad del cambio de los colores tras la modificación del estatuto y el vaciamiento del club hasta transformarse en “una fábrica abandonada”. Defender la identidad asociacionista desde su compromiso social la impulsa a abrirse paso en un mundo históricamente pensado de, para y por varones. En lugar de terminar apartada por lo fracasos de su gestión en la vida real, Arrieto, como una de las guionistas de la serie, elige una revancha en la ficción como candidata sucesora del oficialismo para la presidencia de “Ferroviarios”. Y esta es la analogía del final: ¿“Diana” se convertirá en Lucía Barbuto, la primera mujer que llega a ser presidenta de un club de primera división en Argentina?

Otro punto a destacar es que Puerta 7 muestra –al igual que los trabajos académicos dedicados al tema– que, en los últimos años, las peleas protagonizadas por estos grupos se dan, en su mayoría, entre facciones internas o contra vecinos del barrio no necesariamente ligados a otros clubes; fuera de los estadios de fútbol; en momentos ajenos a los días de partido; y con un creciente uso de armas de fuego. Un combo que tiene como consecuencia el incremento de la letalidad. Lo que no dice la serie es que ese aumento de peleas intrabarras está directamente relacionado con la prohibición del público visitante ¿Por qué? Sencillo: cuando el “enemigo” dejó de estar en frente, se lo encontró en los costados.

Finalmente, la serie insinúa algo que sería más interesante profundizar. Nos referimos a los porqué de estar en una barra. Cualquier persona que frecuentó, investigó o conoció de cerca a estos grupos, sabe que aquel viejo cliché de “sólo están por dinero” es inconducente. Dependiendo el club al que adhieren, las barras tienen entre 50 o 3 mil miembros. Los lucros económicos se quedan en la punta de la pirámide. Ni en una empresa, ni en una sociedad ni en una barra hay teoría del derrame. Entonces, ¿por qué forman parte de estos colectivos la mayoría de sus integrantes? Aunque los medios no (te) lo digan, las barras también son amistades, herencia familiar, pertenencias barriales, economías solidarias, diversión, consumos, música, arte, espacios de politización, posibilidades de ascenso social, viajes, contención o, simplemente, un lugar desde donde disfrutar la intensa pasión que sienten por un club de fútbol.

En suma, Puerta 7 es floja porque promete más de lo que ofrece. Sin embargo, no deja de ser una buena excusa para discutir fenómenos –barras, violencias, mercados ilícitos, deporte y política, formatos de clubes, géneros en disputa, narcotráfico– que urgen en nuestra cotidianeidad. Porque, como dice el sociólogo Eduardo Grüner, “la realidad siempre tiene estructura de ficción”.