Describir al dolor con palabras forma parte de una narrativa aislada, de un testimonio que intenta acercarnos a una realidad que sólo existe en el papel. Los padecimientos de quienes sobrevivieron al holocausto apenas quedan en la memoria. Se reproducen únicamente cuando son invocados por la investigación social. Ahí las largas filas para la provisión de alimentos, la imposibilidad de salir más allá de lo delimitado, las restricciones policiales a lo sanitario y la intervención militar a la desobediencia. Al mismo tiempo, junto a lo que se muestra como un “orden”, también coexiste el caos. Personas que son golpeadas por lo que son más que por lo que hacen –o no hacen–, sobrevivientes que comienzan a sentir hambre y muertos que yacen en las veredas a la vista de todos. Una imagen en blanco y negro que nos traslada definitivamente al ghetto de Varsovia.

75 años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, la alcaldesa de Guayaquil esgrimió un lema que se convertiría en una sentencia para su propia ciudad: “nadie entra y nadie sale”. Aunque la prerrogativa de dictar el estado de excepción le compete exclusivamente al presidente de la República, el pánico por la propagación del coronavirus impulsó a la burgomaestre a radicalizar esta medida a la medida de la ciudad más grande y poblada del Ecuador. Pronto Guayaquil quedaría aislada por cielo, mar y tierra. En efecto, el 18 de marzo el vuelo 6453 de la compañía Iberia fue impedido de aterrizar. Sobre la pista estaban apostados varios policías municipales, materializando aquel lema devenido en sentencia. A pesar que esta acción pudo poner en riesgo la vida de los tripulantes y la seguridad de un vuelo internacional, aquella medida iba a significar el comienzo de una pesadilla.

Más allá de la anhelada libre movilidad humana y del mundo cosmopolita que las políticas migratorias y visados aún niegan, la globalización ha significado también la imposibilidad de restringir el comercio. Con ello, los vuelos internacionales subordinados a la fórmula de las ganancias que reportan las empresas. En este sentido, la relación entre Ecuador y Europa, el continente que ahora es el foco de la infección por encima de China y Asia. Los países donde el Covid-19 mostró los precarios sistemas de salud son, precisamente, aquellos donde reside la mayor cantidad de ecuatorianos: Italia y España. De ahí que, así como algunas enfermedades llegaron con los barcos de la colonización española, el coronavirus habría de llegar en los aviones que transportaban a nuestros migrantes a casa.

Pero volver al Ecuador no iba a ser igual. Hace mucho tiempo que el país había adoptado una política de economía de libre mercado. De este modo, la no-intervención del Estado para la libertad de empresas y bancos, así como su reducción a un aparato burocrático militar y policial, desplazando la idea de un Estado Social que maximiza la inversión pública en salud y educación, porque para los economistas del mercado esto es un problema definido como “gasto”.

Ecuador no se representa sólo como la Mitad del Mundo. Desde el gobierno de Lenín Moreno fue el punto de partida para desmantelar la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), priorizando la relación con los Estados Unidos de Norteamérica bajo la administración de Donald Trump, así como con la Organización de Estados Americanos (OEA) a través de su secretario general, Luis Almagro. Entre tanto, el gobierno de Moreno generó también un acercamiento con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y sus traumáticas recetas, lo que produjo la legítima protesta social el pasado mes de octubre. No obstante, el carácter neoliberal del gobierno no fue afectado. En su lugar, cualquier resquicio a Socialismo del Siglo XXI sería demonizado. Así, en coincidencia con la apertura de procesos penales contra los líderes de la protesta pública, los médicos cubanos habrían de ser despedidos.

En este Ecuador se profundizó aún más las brechas sociales (trabajo informal, subempleo, desempleo), pero cuyo foco es más palpable en su ciudad más desigual. Con una cifra que supera los 2’698077 habitantes al interior de los límites urbanos (INEC, 2020), Guayaquil se caracteriza por tener las mayores contradicciones sociales del país. Y aunque paradójicamente es gobernada durante más de veinte años por la derecha ecuatoriana (Partido Social Cristiano – Madera de Guerrero), en esta ciudad conjugan los extensos asentamientos humanos –carentes de acceso a servicios básicos– junto a apoteósicas mansiones construidas en ciudadelas amuralladas, dentro de un imaginario que la proyecta a nivel nacional como una urbe moderna de grandes edificios y de casas con techos de cartón.

Luego de Brasil y de los Estados Unidos, Ecuador reporta la tasa de contagio de coronavirus más elevada de América Latina que, tomando en cuenta su densidad y pequeña extensión territorial, lo podría convertir en el país con el mayor número de infectados por cien mil habitantes. Si el coronavirus se agudiza en poblaciones con débiles sistemas de salud –no “sistemas” en realidad–, Guayaquil sería el peor lugar para el origen y propagación de la epidemia en Ecuador. Una mezcla entre agua y aceite que expone la relación entre la vida y la muerte en el escenario de una verdadera catástrofe. Sin embargo, la ciudad más grande del Ecuador fue aislada. El exponencial incremento de casos –en una ratio que se acerca al 80% del promedio nacional– la convirtió en una zona de seguridad nacional, una denominación que le permite a las Fuerzas Armadas asumir el control del espacio público, restringir por horarios el acceso a supermercados, imponer toques de queda e intervenir a ciudadanos que lo incumplan. Una realidad que se acerca a las imágenes en blanco y negro del pasado.

Aquellas imágenes se recrudecen cuando dentro del aislamiento el “sistema” de salud no logra dar respuestas. En Guayaquil las farmacias no tienen más mascarillas que vender; los laboratorios –en gran medida privados– no se dan abasto para realizar los test a quienes se sienten infectados; y, los hospitales permanecen abarrotados de pacientes que esperan en los pasillos, mientras otros reclaman por respiradores para sobrevivir. De otro lado, los “muertos con suerte” permanecen por días con familiares que exigen a las autoridades sean retirados para brindarles al menos sepultura; al tiempo que los “sin suerte” se muestran como cadáveres apostados sobre las aceras, exigentes al menos de ser rotulados como NN.

La catástrofe de Guayaquil ha llevado al gobierno a hablar de cremaciones masivas y de fosas comunes. Una realidad que reconoce la insostenible situación de la pandemia en la ciudad más moderna del Ecuador, donde el estado de sitio y la intervención militar eclipsa al deficiente sistema de salud. Así, quien haya dicho que en la modernidad no hay lugar para el infierno se equivoca. Hoy el puerto principal de la Mitad del Mundo reproduce a color lo que debía quedar en blanco y negro. En su presente se vive la muerte y se presencia inescapablemente el dolor, porque por ahora sus tres millones de habitantes están obligados a permanecer en el ghetto de Guayaquil.

Jorge Vicente Paladines es profesor de la Universidad Central del Ecuador.