Desde Barcelona

UNO Están el balcón de Julieta, el balcón al que sale el Papa a hacer cu-cú, el balcón de "Don't Cry for Me, Argentina" y --favorito de Rodríguez-- ese otro en la primera línea de Rascacielos de J. G. Ballard: "Más tarde, sentándose en su balcón a comerse al perro, el Dr. Robert Laing reflexionó sobre los poco usuales sucesos en este inmenso edificio de departamentos durante los últimos tres meses".

DOS Y sí: poco usuales eventos durante los últimos tres meses marca Covid-19. A partir de entonces, por un lado la balcanización de Europa y por otro la balconización de la Tierra. La vida en los balcones. Rodríguez --quien no tiene perro a pasear o comer, pero sí carrito de la compra bautizado Guau-- sale al suyo (que es alquilado, claro). Y no es exactamente un balcón: es una ventana hasta el suelo que se cree balcón. Y él no dura mucho tiempo ahí; porque el coronavirus ha convertido a ese espacio en algo donde vale todo. Los balcones son --desenchufados pero electrocutantes; aún más exposición de la intimidad y publicidad de la privacidad-- una nueva forma de red social. Una (mala) suerte de panacea-placebo que ha puesto en evidencia lo hasta ahora inadmisible: a buena parte de la humanidad no le gusta el sitio donde vive y en el que, hasta no hace mucho, poco más hacía que dormirse y despertarse. Así que se sale al balcón porque es lo más parecido a salir de allí. Se sale a aplaudir por lo que/quien sea y a cacerolear y a desafinar y a toquetear un instrumento. A robarse desalmadas selfies/caídas graciosas creyéndose Buster Keaton. A poner en escena obras de teatro y a organizar concursos de "Macarena" y de "Resistiré". A (desde azotea de penthouse) despotricar empresarialmente por lo del cese de toda actividad "no esencial" sin previa consulta del gobierno con la patronal. A --habiendo bajado la venta de papel higiénico-- consumir los nuevos "productos estrella": aumento de un 77% en la compra de cerveza y 62,7% de vino y spirits surtidos. A proclamar que la clase política ha probado no ser "artículo de primera necesidad" y menos aún "actividad esencial". A arrojarse spoilers sobre la nueva temporada La casa de papel (su nuevo Continuará... se antoja un poco sádico en las presentes circunstancias). A escenificar levitantes procesiones semanasanteras con la ayuda de complejos mecanismos de polea y alambres. A --niños del mundo-- darle las gracias a Santa Greta Thunberg por haberse hecho extensivo el martirologio de su "huelga de colegio". A (muchos sintiéndose justicieros encornisados y encarnizados en plan DC/Marvel) lanzar amenazas a esos malhechores que han osado salir a dar una vueltita o que pasean a su mascota a paso de tortuga o, por error, a todo ese entregado y casi en ruinas personal sanitario que vuelve a sus casas para intentar dormir llorando un rato. A (lo voyeur comulgando con lo exhibicionista) desfilar modelos de chandals y pijamas y desnudeces que van de lo perverso a lo delirante. A caer de rodillas gimiendo un "¡Piedad! ¡Voy a toda velocidad cuesta abajo y sin cinturón de seguridad y soy autónomo y me han chocado de frente por ir distraído mirando esas curvas de contagiados/muertos que no parecen trazadas con gran precisión!". A revolear katanas aullando "¡Estoy contagiado!"

Y, sí, a Rodríguez le gustaría que todo se pareciese más a al precioso y preciso set de La ventana indiscreta de Hitchcock, pero todo luce más bien como algo de Berlanga o Almodóvar. En resumen: se hace en los balcones --y se lo celebra como muestra del espíritu de superación y de coraje en siempre emocionados televisores-- todo aquello que los reglamentos de la comunidad estipulaban que NO debía hacerse en los balcones cuando, se suponía, todos estaban más o menos sanos.

Y Rodríguez no puede evitar preguntarse cuántos de ellos serán contagiados asintomáticos que --una vez levantado el de nuevo re-alertado estado de alerta y de no ponerse en marcha el hasta ahora inamovible testeo masivo-- volverán a bajar a la calle a predicar la contagiosa mala nueva. O tal vez ya no vuelvan (y hasta haya que obligarlos a entrar, como ahora se obliga a no salir). Tal vez se queden en los balcones por lo que les resta de sus vidas hasta la suma de sus muertes.

TRES Mientras tanto y hasta entonces, ahí está Rodríguez y no es el único. Es apenas uno de los 3.000 millones en este mundo entero pero roto que ahora concursan en un Gran Hermano cuyo premio es ser uno de los Supervivientes. Y no: casi ninguno de ellos --cuando todo pase si alguna vez pasa-- habrá cumplido con eso de leer a Murasaki, Joyce, Proust y Tolstoi y a todos esos que se prometieron leer; porque el papel del libro ya habrá vuelto a no entenderse tan indispensable como el higiénico; y porque habrán pasado buena parte de su tiempo de sillón en el balcón.

Por eso Rodríguez no sale en horarios de máxima audiencia y prefiere noches cerradas o cuando recién comienza a abrir el día. Hay algo de perturbadora magia distópica (o tal vez, por qué no, utópica) a esas horas: todo está vacío mucho antes de que las sombras lo cubran todo; y la soledad de la calle al alba se perpetúa larga y tendida como si se permitiese el quedarse en la cama hasta tarde (no hay mejor ni más inquietante efecto especial sci-fi que el de vaciar las calles). Ahí, entonces, Rodríguez vio cosas muy raras: escenas que parecían salidas del insomnio de David Lynch o animales reconquistando territorio como en Doce monos o Soy Leyenda (jabalíes, un cervatillo, ¿un oso? y, por favor, pangolines y murciélagos abstenerse). O, simplemente, como antes, como hace mucho, como no hace tanto, se apoyó en la baranda para leer cualquier cosa menos un inverosímil cuento chino. Y que, así, alguien lo lea a él: leyendo, en su balcón --paranoide e infectado sin síntomas a ser detectado y...-- con la panorámica y amorosa y fatal "Lake Marie" de John Prine como música de fondo y el canto de los pájaros sonando más fuerte que nunca.

Lo que lleva a Rodríguez a la flamante y controvertida (¿de verdad hemos llegado al punto en el que es lícito cuestionar o condenar a quien hace memoria?) autobiografía de Woody Allen. Allí Allen avisa que “Más que vivir en el corazón y la mente del público, prefiero vivir en mi apartamento”.

Ahora Rodríguez en su balcón mira las estrellas en un cielo en mínimos históricos de contaminación. Muchas de ellas ya muertas pero aún iluminando. Y, sí, alguien dijo que los datos presentes de la plaga son como esa luz que nos llega retrasada y muy disminuida. Pero la de las estrellas es una buena luz y no un devorador y apestoso agujero negro.

Rodríguez vuelve sobre sus pasos y el swish-swish de sus pantuflas suena tan parecido al sonido que hacen sus manos cuando se las lava. Cuando otros --mientras en pueblos de casas bajas sin balcones se cavan fosas y se levantan murallas para que no se metan "los de afuera", los de las grandes ciudades y enormes edificios-- no hacen más que frotárselas pensando en, cuando vuelva "la normalidad", todo lo que le van a sacar a tantos estrellados y moribundos pero, eso sí, saltando y cantando y aplaudiendo en su balcón, dulce balcón.