La reedición de Las tres carabelas (Ediciones De Parado) de Blas Matamoro es un acontecimiento literario. Esta novela, publicada en los albores de la primavera alfonsinista, se enlaza en la tradición de las ficciones maricas con una irreverencia culta y desprejuiciada, propia de la figura de su autor, es decir, amasada entre la crítica literaria que estudia a Proust en español y los escritos culturales sobre el sabalaje local (que supo poner el dedo en la llaga sobre la sexualidad de Gardel) o un tratado sobre las relaciones entre Oligarquía y literatura.

En el caso de las escrituras gays, las novelas de formación —esas “construcciones” que los alemanes llaman bildungsroman— rearman más bien un imaginario faltante. Si la Francia de hoy tiene en un Édouard Louis la diatriba contra la homofobia en las provincias machirulas o en un Didier Eribon la problematización de la salida de un armario para entrar en otro, Matamoro enarbola un discurso esmerilado sobre las subjetividades de la diferencia en la Argentina de finales de los cincuenta cuando el autor/protagonista nace al deseo a su dieciséis años.

Blas Matamoro —también conocido por sus indagaciones en la construcción varonil tanto del gran relato borgeano (Ficciones y El Aleph) como del “armario gaucho” (el eterno momento en que Fierro se desmaya cuando lo ve muerto a Cruz)— explora en Las tres carabelas, sin el más mínimo lugar común, la forma en que un muchacho de Liniers “sortea” los mandatos patriarcales de una argentinidad macha. El trayecto a recorrer en este periplo de descubrimientos —con el correlato distanciado del mundo del radioteatro y cierta “ironía trágica” de melodrama a lo Zweig— parte de un homoerotismo no de las “maneras” sino de los enlaces mundanos: la ciudad es el descubrimiento por donde circula esa otredad que finalmente el protagonista “asumirá” como propia. A saber: el viaje en tranvía donde otras anatomías se descubren, las inmediaciones políticas de la Plaza de Mayo o los senderos que se emputecen en las calles arboladas de Belgrano.

Las tres carabelas es el relato de un zarpe: el viaje inconsulto de un niño —disimuladamente manfloro— que se “subjetiviza” en los arreboles de madre, el encandilamiento de un compañerito y su “selva espermática”, un hincha de fútbol erotizable, y, un profesor de francés que, desde los sacrosantos claustros del Colegio Nacional y con un anillo putísimo y papal, lo seduce e “inicia” alentándolo a sumarse a “la raza de Sodoma”.

A modo de “masculinidades otras”, las carabelas representan el deseo que no reconoce capitán, que refleja navegantes de rostros felizmente desdibujados y cuyos mástiles se alejan de cualquier fálica representación. Estas carabelas del título —que ni siquiera son tres sino múltiples y variadas— son un símbolo de la libertad del deseo como nave al garete; no por “falladas”, sino porque definitivamente han querido dejar atrás toda posible ancla: “El pasado no tiene historia. Es el presente el que la tiene. El pasado es una superficie cristalina, transparente o turbia, pero que no se toca, y contra la cual se estrellan todas las cosas que han ocurrido, confundiéndose de fecha en un solo instante”.