En el origen está el virus, y después el fantasma y sus metáforas. Células del cuerpo en vertiginoso desvío por obra de un agente externo que se les ha acoplado o las enloqueció. En el plazo perentorio, acontece el quebranto de la salud de quienes no resisten el embate y a un mismo tiempo, en un pacto espurio con el lenguaje, la proliferación de discursos de especialistas y charlatanes, medios masivos de comunicación que los consultan o los citan (bien o mal), en general para aportar menos a la precaución que a la confusión, el escándalo y la paranoia. ¿Qué búsqueda ejemplarizadora puede impulsar a un medio a escrachar cámara en mano a personas entregadas a los placeres sexuales -ay, varios de ellos de turbia extranjería- en un albergue transitorio, por haber roto la cuarentena impuesta por el gobierno? ¿Cuál es el modo de prevención que se pretende inculcar cuando el mismo periodista encaja el micrófono en la boca del pecador, arrojado al suelo por la policía que había irrumpido en las alcobas, y después lo regresa a la propia para repetir que “esta gente está jugando con la vida propia y la ajena”? Porque es la vida la que está en juego, es cierto, pero también su dignidad, que acá se les negó.

El Estado como custodia de la salud pública, de cuyo mensaje dice ser el transmisor el noticiero, establece cartografías de emergencia en las que coexiste, como en una moneda, la cara del cuidado y la cara de la violencia. Cuando establece en el continuo de los cuerpos un cordón sanitario que es, a la vez, zona de exclusión de la ley: la propagación de la amenaza en la forma de un agente infeccioso suspende la soberanía que tenés sobre tu propio cuerpo; ya no es de tu exclusiva pertenencia, dijo un médico. En esos términos suele cifrarse el dogma antiderecho al aborto respecto del cuerpo de una mujer embarazada. ¿A quién pertenece el cuerpo de los chicos de las periferias, obligados por la policía provincial, a un escarmiento humillante en la calle, sin explicación, porque ni siquiera estaban contraviniendo el bando presidencial, o al que se le disparó por la espalda en Córdoba, con una bala de goma, mientras vecinos instigaban detrás de las ventanas a que lo matasen? ¿A quién el de los migrantes y turistas de países de la región en la casta Jujuy, transportados en un viaje interminable en micro hacia Buenos Aires, muselmänner amarrados al fantasma de la infección, chivos expiatorios lanzados a la babilonia portuaria? En nombre de la salud, la barbarie. Alguien tiene que decirlo.

Cuando el sida se convirtió en pandemia pasó a ser, en simultáneo, un mal de orden religioso, porque amenazaba a la especie y, como en las sociedades primitivas, dentro de las víctimas tenía que haber una, como mínimo, que fuese culpable, y por tanto sacrificiable. Hacer un paralelismo con el coronavirus no es superfluo, porque el concepto mismo de pandemia remite al enfrentamiento entre los hombres y los dioses. En algo habremos ofendido a ellos o a los sucedáneos: el orden natural, el orden simbólico, el planeta, la casa común, para que devuelvan así, con creces, el daño. No importa determinar la verdad o los efectos de verdad de la herida infligida, sino observar las conductas que se desatan cuando aún no emerge en el horizonte un remedio a las pestes y estamos perdidos como el pueblo del rey Penteo en Tebas. Un ojo debe ser arrancado para solucionar el diferendo.

En el caso del sida parecía lógica la reacción moralizante y antisexual frente al virus que se transmite, mayormente, a través de la actividad sexual. Los flujos migratorios de homosexuales y su supuesta predilección por los miembros viriles de los afro -esa fascinación lúbrica entre los raros- no solo castigaban a los practicantes, abiertos o enclosetados, de sexualidades disidentes, sino a los que, como el sobrino de Monseñor Laguna, se lo había “pescado sin comerla ni beberla” (sic), acaso por una transfusión de sangre, o la pobre esposa engañada por un marido sodomita part-time. Si Justo Laguna -justo Laguna- separaba víctimas inocentes de víctimas culpables, cuando de sexualidad y sida se trataba, ¿de qué podemos extrañarnos cuando el patriarca de la iglesia ortodoxa ucraniana, Filaret, endilga a las uniones homosexuales la propagación del Covid-19 (“Dios se ha enojado”)? Sexualidades transhumantes diseminan el “virus chino”, así nombrado por Trump; la alteridad total se cuela en la gente común. Como los gays viajeros en Estados Unidos, en los ochenta, y los migrantes haitianos.

Néstor Perlongher en El fantasma del sida pasaba revista a las tragedias cotidianas provocadas por correctos ciudadanos cuando sentían en su entorno la aparición o la sospecha del cáncer gay: un padre mata con una escopeta a su hijo, incendian una casa familiar en la que alguien había enfermado, los médicos se niegan a tocar la carne del pecado nefando. Hoy, si la respuesta de la maquinaria sanitaria viene actuando de manera encomiable (en ocasiones hasta el sacrificio, y habrá que preguntarse en qué condiciones los han empujado los Estados a la primera línea del combate) la respuesta social deja a menudo muy poco para imitar. Consorcios de edificios que exigen la expulsión de médicos y enfermeros, amenazas virtuales de muerte de vecinos contra infectados (una señora sugiere en cámara incendiar la casa de una española sospechada de portación de virus); denuncias, muchas veces infundadas, por haber violado la cuarentena, rumores falsos, escraches televisados hasta el hartazgo.

La pregunta que sobrevuela junto con los fantasmas es hasta donde, como individuos, estaremos dispuestos a ceder soberanía sobre nuestros actos y sobre nuestros cuerpos, en este estado de emergencia colectiva real. Y, a la vez, hasta donde dejaremos como sociedad que lo colectivo se convierta en arma feroz de vigilancia y castigo, si se trata de salvar la vida individual.