En el mundo desarrollado existe un debate sobre la necesidad de un mayor esfuerzo fiscal de los sectores más acaudalados para afrontar parte de los costos del coronavirus. Incluso el Departamento de Finanzas Públicas del FMI, en un reciente documento, indicó que se debe “considerar aumentos de las tasas en los tramos superiores del impuesto sobre la renta, del impuesto sobre la propiedad y del impuesto sobre el patrimonio, quizás a modo de sobretasa solidaria”.

En nuestro país, ello se traduce en la propuesta del Frente de Todos de un impuesto especial, por única vez, a los patrimonios más abultados, que alcanzaría a un número pequeño de contribuyentes. A raíz de esta iniciativa se puede recorrer lo sucedido con el conjunto de la imposición patrimonial en Argentina en los últimos veinticinco años.

Aquí los impuestos que gravan la riqueza son: Bienes Personales y Ganancia Mínima Presunta (involucra a los activos de empresas que no hayan obtenido ganancias en un ejercicio) que son nacionales y el inmobiliario (rural y urbano), automotor (patentes) y a la transmisión gratuita de bienes (solo presente en la provincia de Buenos Aires), que son de las provincias y municipios.

En 1993 la recaudación de ese conjunto de tributos alcanzaba el 1,25 por ciento del PBI, llegando al pico de 1,67 por ciento diez años después (por el desarrollo de Bienes Personales).

Desde 2003 comenzó una caída pronunciada, que llevó a valores cercanos a 1,00 por ciento del PBI en 2007-2015. El impuesto a los Bienes Personales se mantuvo relativamente constante durante todo ese período, pero el que se desplomó fue el inmobiliario (pasando del 0,60 por ciento del producto en 2003 al 0,39 por ciento en 2015).

Durante el macrismo, producto de las reformas regresivas sobre Bienes Personales (mayor mínimo no imponible, reducción y establecimiento de alícuota plana) y de la eliminación del impuesto sobre la Ganancia Mínima Presunta, la recaudación de los tributos del gobierno nacional a la riqueza, pasó de 0,35 por ciento del PBI en 2015 a 0,16 por ciento en 2019 (tras un mínimo de 0,11 por ciento en 2018). Eso dejo a la imposición patrimonial argentina al borde de la extinción, ya que en el conjunto de los tributos de esa categoría recaudó, en 2019, el 0,83 por ciento del PBI, el guarismo más bajo de los últimos 26 años y un 25 por ciento menor que el 1,10 por ciento de 2015.

La recaudación argentina de impuestos a la riqueza es (al menos) un 25 por ciento menor que la de Brasil y Colombia (1,2 por ciento de su PBI) y mucho más baja que la de los países desarrollados (2 por ciento en promedio en la OCDE y más de 2,5 por ciento en Estados Unidos, Bélgica, Canadá, Francia, Israel y Reino Unido).

Así, la discusión que se abre en nuestro país sobre un impuesto a las grandes fortunas, parte de un piso bajísimo, producto de muchos años de desidia de los gobiernos provinciales que prácticamente desarmó la imposición inmobiliaria y del inmenso daño producido por el macrismo, que hirió gravemente al impuesto a los Bienes Personales.

Estamos lejos de poseer una imposición patrimonial que alcance un mínimo de justicia fiscal y social. Lo que el Congreso Nacional está por discutir puede revertir levemente esa tendencia, pero lejísimo estamos de esa frase de Marx que expresaba “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.

(*) Investigadores-docentes de la Universidad Nacional de General Sarmiento.