Basado en el Je me souviens de George Perec, de 1978, que a su vez se inspiró en I Remember (1970) del escritor estadounidense Joe Brainard (“un libro digno de ser copiado”, señaló Perec), Martin Kohan selecciona en su Me acuerdo (Ediciones Godot) una lista de recuerdos que configuran una foto sesgada de su infancia, una dispersión lúdica y asimismo melancólica. Un ejercicio. La fórmula deja en suspensión temas de variada profundidad y gravedad que se entrelazan con trivialidades.

Cuando se conversa con Kohan sobre sus motivaciones, el escritor enciende todas las alertas. Y abre un espacio de reflexión, como quien se pone en guardia, para que nadie confunda evocación autorreferencial con un listado de recuerdos. “No me atrae la literatura del yo, por lo demás bastante en boga –dice-. No me tienta escribir sobre mí, no me interesa. Por lo que un texto como Me acuerdo, que sí tenía muchas ganas de escribir, me planteaba en principio un dilema. Al escribirlo, fui notando que tiene que ver menos con un ejercicio de memoria personal, que con un ejercicio de escritura que hace que los recuerdos aparezcan como si le hubiesen sucedido a otro: están objetivados por el efecto de la enumeración, del inventario, del puro listado, y así es como hay que escribirlos si uno quiere atenerse al género”.

El formato –el género- es, de alguna manera, imbatible. La enumeración tiene la seca contundencia de un haiku y la cotidiana funcionalidad de una lista para hacer los mandados. Me acuerdo es un objeto que completa el lector: él decide si se deja atrapar mansamente por las trampas que suele tender la nostalgia; si trata de enhebrar un relato –íntimo, familiar, social, político- entre el random de recuerdos de Kohan; si le cree o no; si le suma densidad o, por el contrario, lo toma como la liviana colección de postales de una generación.

La lectura se vuelve vertiginosa: el tránsito es por la montaña rusa emocional que supone la década del 70 en una familia judía de clase media argentina. Algunas observaciones se vinculan con el pathos de Mafalda. Kohan nació en 1967 y la mirada que prima en Me acuerdo es la mirada del niño que fue. Ese es el pacto de lectura, incorruptible. Hay, entonces, aún dentro de un estilo aséptico y distante, candidez, revelación, perplejidad, desilusión, dolor.

Encajan como piezas de un puzzle fetiches azarosos de la cultura pop (Roberto Carlos, Titanes en el Ring, las figuritas, el Dodge Polara, Hugo Orlando Gatti, Gachi Ferrari) con la gran tragedia política argentina y, siempre, heridas personales que abren ventanas que quedan así: abiertas, sugeridas, planteadas. Entonces: a una paliza que le propinó su padre le suceden manifestaciones infantiles de racismo de barrio, al terror causado por una araña “grande y negra” adentro de una zapatilla o al desasosiego de una posible guerra con Chile, le sigue un altercado familiar que pudo haber sido banal o no:

· Día de la madre.

Mi papá compra de regalo una cafetera Atma.

Mi mamá se enfuerece: dice que eso no es un regalo para ella, dado que el también toma café.

Discuten fuertemente.

Ese es un tono. Que se puede asociar a:

Mi papá tomaba soda y eructaba a propósito. Mi mamá lo reconvenía infaltablemente.

Y puede cambiar bruscamente hacia secuencias narrativas:

Eduardo Gottlieb me hizo conocer la canción “Escuela”, de Supertramp.

Eduardo Gottlieb tenía una hermana más chica que se llamaba Débora.

Eduardo Gottlieb le hizo creer a su hermana más chica que la palabra “monstruosity”, cantada por Queen en Rapsodia bohemia, significaba en inglés “Debora tonta”.

El libro no tiene más de 100 páginas. Uno sospecha que podría haber sido interminable. “La edición pasó más que nada por eliminar cosas que había puesto dos veces, y que me había olvidado de que ya había puesto. Porque a medida que las iba escribiendo, las olvidaba. Y cuando no acudieron más, terminé”, señala. Hay hallazgos de la memoria de Kohan que pueden estremecer desde sitios que solo la asociación libre o la concatenación de recuerdos llena de sentido. Recordar el pebete de jamón y queso de la colonia de vacaciones. O:

Mi mamá compraba cacao Superpibe, en vez de Nesquick, alegando que era perfectamente igual, y además, mucho más barato.

El cacao Superpibe no se disolvía nunca del todo en la leche: quedaban grumos en la superficie, imposibles de evitar.

O, simple, aisladamente, como un grano en el inconsciente:

El disco de Perla Caron era amarillo.

O:

Nada me daba más miedo que las arenas movedizas que se veían en Tarzán.

O:

El olor de la Plasticola.

O:

Las clases de guitarra me pesaban más que las de la escuela.

La nota que más me costaba era el fa mayor.

“Dejé venir a los recuerdos. Como si uno no fuera, como sujeto de la memoria, el que los convoca, sino la propia escritura: su ritmo, su despojamiento. No hay invención, no tendría sentido que la hubiera. Pero la verdad que eso implica es una verdad del recuerdo, de la manera en que funciona el recuerdo; habla más de eso que de las verdades de mi vida, que no tienen ninguna importancia… Aunque todo lo que figura en el libro es verdad”, dice Kohan.

¿Importa la verdad? Antes de publicar Me acuerdo, convocó a lo que llama no una mesa de debate sino “una sobremesa de debate” a su madre. Leyó partes delicadas del manuscrito que podían molestarle por algún u otro motivo para, llegado el caso, sacarlas. La madre escuchó, inquieta, y le espetó:

-“Pero Martín… ¡las clases de guitarra a vos te gustaban!”