“Cada día necesito menos cosas para vivir, porque cada día me parece más inútil y abrumador disponer de tantas” dice un enamorado de las perspectivas en un cuento de Silvina Ocampo. ¿Qué es imprescindible? ¿Cuánto lugar ocupa? Para Peggy Iris Thomas lo imprescindible viajaba en moto y sumaba tres. La trinidad vital la integraban Oppy (su moto, una Bantam D1 de marco rígido a la que bautizó Oppy por su número de registro: OPE 811), su perro Matelot, un airedale terrier, y ella. Juntos recorrieron durante dieciocho meses (entre 1951 y 1952) más de veintidós mil kilómetros. 

No era su primera aventura en dos ruedas, acompañada por su amiga y pasajera Prudence Beggs, Peggy ya había manejado siete mil kilómetros escandinavos. El viaje por América del Norte con Matelot empezó en Halifax, siguió por Nueva Escocia, después cruzaron Canadá hasta Vancouver y bajaron –rara vez superaba los setenta kilómetros por hora– por la costa oeste de los Estados Unidos hasta llegar a México. Las cosas necesarias para vivir (algo de ropa, comida, una carpa, sesenta dólares y una máquina de escribir) completaban el ajuar del hogar nómade, la identidad veloz que medra sin garantías e inventa a cuestas la mejor forma de las cosas. Peggy tenía veintiséis años. 

“No tengo planes concretos ni rutina a la vista, no hay una ruta planeada que deba seguir ni reservas de hotel por las que preocuparse. Frente a mí, carreteras sin fin por las que aventurarme y nuevos amigos.” El día sonaba como un ladrido, Matelot viajaba detrás de su compañera en una caja improvisada que era asiento y cucha, sus orejas volaban despeinadas hasta que la conductora llegaba a un destino de trabajo que les iba a permitir seguir viaje. Podía ser un día laboral de dieciocho horas en una oficina de New Brunswick, una jornada de operaria en una fábrica o una mañana de cosechera en Columbia Británica. La diversidad era parte del plan de fuga.

El lugar de acampe también era siempre diferente, podía ser un pantano, un camping, la galería de un bar mexicano cerrado, el rincón de una ciudad callada o cualquier nido que les arrullara la sombra del sueño hasta que una estría de luz lxs despertara para volver a la ruta. Eso cuenta Peggy en Gasoline Gypsy (Ride in the Sun en la edición británica), la crónica de su éxodo elegido y el motivo por el que la máquina de escribir viajó como pasajera. El resultado es una gira nada rockera –sobrecarga naif con un elenco secundario de camioneros y mecánicos benefactores– que narra el viaje de Peggy como si fuera una de las historias que contaban los libros de la colección Iridium. 

Ausentes de tan lejos están la chica de la motocicleta vestida de cuero que Marianne Faithful interpretó en una película de 1968 basada en una novela de André Pieyre de Mandiargues, la Kawasaki amarilla tan amarilla como el enterito de su conductora, Beatrix Kiddo, alguna motera animé del clan Saitama y una vuelta a la manzana por ciudad gótica de Batichica, pero no todo es reminiscencia, basta de sentimentalismos. Más allá del candor de época, brote primaveral de una película de Doris Day en tiempos de Kerouac, las aventuras de la motoquera Peggy airean el deseo de moverse y viajar para sacarse de encima meses anémicos y pálidos. El arte de atravesar océanos de arena en sueño sonámbulo y de salir a respirar húmedos ventarrones tropicales le gana a la vigilia eterna de los días espesos.