Juan Filloy fue, reconocidamente, uno de nuestros grandes escritores más oculto, más ignorado por el gran público, y hoy más olvidado. Ello, a pesar de haber escrito una cincuentena de libros, muchos de ellos aún inéditos, de haber practicado todos los géneros y obtenido varios premios y distinciones, entre otros, el Gran Premio de Honor de la SADE en 1971, del Fondo Nacional de las Artes en 1993, del Congreso de la Nación en 1997, así como condecoraciones de los gobiernos de Italia y de Francia. Lo poco que la crítica lo tuvo en cuenta fue, tal vez, porque vivió recluido, primero en Río Cuarto y luego, más, en Córdoba, y porque prefirió siempre a las ediciones comerciales la de autor, aunque se conocían sus anécdotas, su desafío-promesa, cumplidos, de vivir en tres siglos (efectivamente, nació en 1894 y falleció el 15 de julio de 2000), su carrera judicial, sus buenos libros, su influencia (admitida, enaltecida) en Leopoldo Marechal, Julio Cortázar, Mempo Giardinelli (quien siempre habla de él como de un Maestro), su habilidad para crear cuantiosos sonetos e irónicos textos.

Fue también un hombre singular y un hombre de la cultura singular. Fundador de bibliotecas, del Museo de Bellas Artes de la ciudad de Río Cuarto, abogado, juez, y también miembro de la Federación Argentina de Boxeo, fundador de clubes de golf y de fútbol. Aunque nunca los jugó, fue socio fundador del club Talleres, entidad de la que llegó a ser secretario, y presidente de la delegación que viajó a Chile en 1923. Tuvo, claro está, participación en la Reforma universitaria del ‘18 y fue amigo de Deodoro Roca, el numen de ese importante movimiento educativo, político y social de raíz cordobesa y latinoamericana cuyo centenario acabamos de celebrar.

¡Estafen! es su primera novela, publicada en 1931, en edición privada. Cuenta una historia común, la de un adulterador de cheques, su arresto en la estación ferroviaria al tratar de abandonar el pueblo, su detención en la cárcel durante cinco meses hasta que intenta escapar junto con otros siete presos. Pero la imperativa invocación del título radica en que lo que propone como tesis es el engaño, el juego contradictorio entre la apariencia y la realidad, la simulación del delito y, filosóficamente, los modos de ampararse o de protegerse de las leyes, de la sociedad y del Estado opresivo. El Estafador (que en ningún momento pierde ese apodo ofensivo, ni siquiera en boca del juez, quien parece olvidar que “toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario”) socializa su botín compartiéndolo con quienes más lo necesitan. De ese modo, paga la atención privada de un médico a su compañero al que le explotó el calentador; da de comer exquisiteces, primero a un agitador catalán y luego a un linyera, para finalmente pagarle a este último el sueldo, a fin de que pueda quedarse como jardinero en la cárcel. El Estafador aparece, así, como una especie de Robin Hood de principios del siglo XX.

La tercera persona que narra reflexiona constantemente, interrumpe la narración, opina e interpreta todo lo que ocurre. Habla sobre la libertad y el derecho, del capital que lo oprime con sus códigos; habla del ocio, la justicia, sobre su situación, la vida en la cárcel y todo lo que gira alrededor de ella. Esa voz también toma posición y critica el sistema carcelario, los procedimientos de la justicia, los abogados, la situación de los presos, la democracia aparente, la iglesia, la religión. Y cómo, con dinero, pueden comprarse ciertas necesidades que el sistema carcelario niega a los encausados o procesados. El protagonista asigna una función social al delito; él mismo se denomina “delincuente económico”, “único capaz de demostrar la injusticia de la mala distribución de la riqueza”, y pugna por hacer creer que esa función social es más provechosa que lo que se cree, mientras trata de demostrarlo cumpliendo nobles acciones en la cárcel. Quien es encerrado por “engañar”, “estafar”, termina demostrando, en la novela, que los verdaderos delincuentes están sueltos.

Se trata, en el fondo, de una desprejuiciada reflexión sobre la equidad y la justicia en medio de una sociedad que venía de padecer el primer corte institucional del siglo XX, el que abriría el ciclo de golpes y contragolpes de Estado que flageló al país durante buena parte del pasado siglo. Es imposible desvincular, pues, este texto, del contexto social y político en que se escribe y se da a conocer, cualesquiera hayan sido las intenciones expresas del autor. Su escritura es elaborada, culta, con citas eruditas y juegos de lenguaje, sobre todo con el uso plurivalente de palabras o de acepciones. Y, claro está, con la invención de los palíndromos en los que Filloy resplandecía. Puesto que, por fuera de la anécdota y aun de las consideraciones filosóficas sobre justicia, capital, derecho y delito, hay una aguda reflexión sobre el lenguaje y sus posibilidades para los argentinos, se razona, fuertemente, sobre cómo escapar a “la dictadura idiomática de España”.

Otras de sus obras consideradas de gran envergadura son OpOloop (1934), Caterva (1938), La potra (1973). Entre las publicadas, porque dejó inéditas decenas: Ambular, Homo sum, Nefilim, Revenar, Todavía, Eran así, La hucha, Mi niñez, Zylenka, Changüí, Ironike, Quolibet, Sicigia, Xinglar, Gebenas, Llovizna...

David Viñas escribió de él: “La producción de Filloy de los años treinta se ubica, por su calidad, entre las obras de Roberto Arlt, el teatro de Armando Discépolo y la poesía de Oliverio Girondo”. Adolfo Prieto confirmó: "...hay una capacidad inventiva, un desprejuicio frente a las formas tradicionales de la narrativa y un tan regocijante manejo del idioma, que desgajan a la obra de Juan Filloy del contexto histórico de la novelística de su tiempo y aconsejan una atención particularizada de la misma”. En tanto, el gran pensador mexicano Alfonso Reyes había anunciado, en 1934: "Juan Filloy, el progenitor de una nueva literatura americana".

Mario Goloboff es escritor y docente universitario.