En un viaje a la costa colombiana que hice con mi hija hace un par de años, teníamos siete horas muertas de espera en el aeropuerto de Bogotá hasta enganchar la conexión que nos llevaría a Cartagena. Llamé a un buen amigo que tengo allá, el extraordinario Dos Erres, y él dijo que nos pasaba a buscar encantado y nos llevaba a pasear un rato. Confieso que llamé sin muchas esperanzas a Dos Erres porque es esa clase de personas que puede no contestarte mails o wasaps durante meses y de pronto aparecer como si nada, con el cariño de siempre.

Así apareció Dos Erres con su auto por el aeropuerto, así nos sumergió en el quilombo de tránsito que es Bogotá a las doce del mediodía y diez minutos después nos hacía entrar en un increíble jardín, una isla de silencio y paz, rodeados de rocas y verde. En el fondo había un estanque y un invernadero de orquídeas enanas, las famosas orquídeas enanas de Bogotá. En ese invernadero, nos contó Dos Erres, habían encontrado hacía poco, durante una refacción, un cuaderno escondido, escrito en japonés, por el hombre que había creado ese jardín un siglo antes. La dueña de casa contactó a la Embajada de Japón, ambas partes se reunieron y decidieron que había que mandar a hacer un libro sobre ese jardín y ese cuaderno. Porque, según la leyenda, ese jardín era obra del famoso Jardinero Imperial que Antonio Izquierdo le había birlado al Emperador del Japón en el año 1908, el primer japonés que había pisado suelo colombiano.

La historia fue así: en 1903, cuando los colombianos perdieron el Istmo de Panamá, entendieron que debían poblar urgente su frontera oeste, si no querían seguir perdiendo tierra. El problema era que ningún colombiano quería ir a ese páramo, así que el gobierno envió a Antonio Izquierdo a Japón, con la misión de traer cien mil inmigrantes nipones para ocupar esas tierras. Mientras tanto, en Bogotá, la Academia de Medicina discutía el asunto y llegó al siguiente, insólito veredicto: “Una mestización de sangre japonesa con los diversos elementos étnicos de nuestro país no daría resultados ventajosos ni en el aspecto morfológico, ni en el aspecto funcional y tampoco en la resistencia a las diversas influencias morbosas de nuestra zona. No es aconsejable para Colombia”. Izquierdo se enteró por telégrafo en Japón que su misión era un fracaso y se llevó de vuelta a Bogotá un Jardinero Imperial, como gesto simbólico: “Al menos traje un inmigrante japonés”. El susodicho, llamado Tomohiro Kawaguchi, no era “El Jardinero Del Emperador” exactamente, pero había trabajado ocho años en los Jardines Imperiales y otros ocho en la residencia del Conde Okuma, quien se lo había cedido graciosamente a su honorable huésped colombiano, en pos del entendimiento entre naciones.

Más que un jardinero, Kawaguchiera un botanista y un paisajista, lo que en Japón se conoce como ueki-shi. Según los fríos datos históricos, Antonio Izquierdo lo puso a trabajar en “el embellecimiento del Bosque San Diego”, propiedad suya, por supuesto, pero cedida a la ciudad para la Exposición Industrial de 1910, bautizada como Parque de la Independencia. Después de eso se le empieza a perder el rastro a Kawaguchi. La leyenda dice que siguió padeciendo el frío bogotano los ocho años siguientes, haciendo ocho jardines al mismo tiempo, en distintas mansiones de la ciudad y alrededores: ocho jardines privados que él entendía como una obra colectiva, pero sus dueños no. Eran todos ricachones dispendiosos, pero se celaban tanto entre sí que no soltaban un billete, para no favorecer a los demás. Kawaguchi respondía por todos los gastos mientras seguía trabajando: los operarios, los viajes en busca de plantas, el traslado de rocas, las horas y horas de experimentos en el invernadero-taller. Cuando su hijo llegó de Japón a ayudarlo encontró al padre durmiendo en un catre en aquel galpón ahora vacío, salvo un rincón donde seguía criando sus orquídeas enanas y otro donde seguía tallando a mano las rocas que no tenían la textura que él pretendía. Los ocho jardines estaban inconclusos y Kawaguchi estaba en quiebra.

El hijo le dijo: “Vamos a trabajar y a pagar todo lo que debes”. Convirtió el taller en vivero y puso a la venta las mil maravillas que había engendrado Kawaguchi en aquel laboratorio. Le ahorró a su padre la humillación y se puso él al mostrador mientras dejaba a Kawaguchi trabajar en un cubículo, a salvo de miradas curiosas, concentrado en los arreglos florales que hacía a pedido. Les llevó siete años saldar las deudas; a continuación, el hijo se llevó al padre de vuelta a su país. Según la correspondencia de Izquierdo, Kawaguchi no hizo más jardines como ueki-shi a su retorno a Japón.

Eso era todo lo que se sabía hasta ese momento, y había alta expectativa por saber qué decía el cuaderno. Alta expectativa es un decir: para la dueña de casa, lo más importante del libro eran las fotos de su jardín; el asunto del cuaderno lo había dejado en manos de la Embajada de Japón. Y para la embajada se estaba convirtiendo en un problema: ya habían fracasado dos traductores en trasladar el texto al castellano. Pero mi amigo Dos Erres estaba eufórico esa tarde que nos llevó a conocer el jardín, porque había logrado por fin conectarse con la legendaria Inés Solórzano, una antropóloga colombiana que, luego de doctorarse en Inglaterra en estudios sobre Asia Oriental se fue a vivir a Japón, donde tuvo a su cargo durante treinta años la cátedra de Culturas Comparativas de la Universidad Teikyo, en Tokio, hasta que fue invitada a presidir la Escuela de Estudios Orientales de Cambridge. Inés Solórzano iba a saber explicarlo todo. El libro sería perfecto, ahora que contaban con ella.

Unahora después embarcamos con mi hija a Cartagena y desde entonces no supe nada más. Cada dos o tres meses le mandaba un mail o un wasap a Dos Erres pidiendo novedades, pero él estaba desaparecido en el éter, en su mejor estilo, hasta que esta insularización universal logró el milagro: Dos Erres me escribió la otra noche, desde su departamento en Bogotá. Cruzamos unos audios, breves. Estaba un poco borracho así que mucho no se le entendía. El libro no va a salir, al menos por ahora. A él le dieron el olivo. Inés Solórzano estuvo más de un año con el cuaderno y lo devolvió compungida: el idioma en que estaban escritas esas páginas, si es que era japonés, era indescifrable. Incluso intentaron con un criptógrafo japonés y con otro occidental; ninguno pudo descifrarlo. Nunca sabremos lo que escribió Kawaguchi en ese cuaderno, ni lo que pensó en esos años bogotanos. Nunca sabremos cómo iban a ser esos ocho jardines y nunca sabremos tampoco, dijo la voz gomosa de mi amigo Dos Erresen el último audio, cuáles eran los otros siete, porque seguro que los respectivos dueños temen que su jardín haya quedado más inconcluso que los demás y, por estúpido orgullo bogotano, prefieren negarle al mundo esa obra sin terminar del maravilloso y enigmático ueki-shi Tomohiro Kawaguchi.