Pocos meses después de la muerte su madre, Isabella Bonna habría de sentir el desamparo, al no encontrar una mañana, el calor de los pálidos ojos verdes que siempre la habían amado. Esos ojos, que su madre insistía en decirlos verdes pero, eran más bien de un celeste, o de un gris claro según los siguiera el sol, habían dado cada instante de su ser. Nada, ni su propia y difícil maternidad habría podido ser feliz sin el amor de esa mirada. Esa pérdida inapelable la aspiraba ahora indefensa hacia el sólido reclamo del vacío.

Desde ese océano de inercia, Isabella fue rescatada una noche angustiosa por un recuerdo de aquellos meses en los cuales, cada tarde se presentaba el desvarío. Su madre enfurecía en silencio, al ver entrar una imagen ausente, a quien reprochaba en el idioma de los delirios una falta imperdonable. “Gitano charlatán”, “Gitano maldito”- gritaba, o simplemente se agitaba hasta desvanecer. Isabella pensaba en esos estados como propios del carácter exacerbado de su madre, o por la misma dolencia, como se lo explicaban médicos y repetían en familia. Pero, gitano, la palabra gitano, era también algo más; había sido parte de ella, de su infancia. Recordó así los cuentos del gitano; historias que su madre inventaba, por la época en que ya no permitían a Isabella dormir junto a sus padres, una época en la cual su madre negociaba con dulzura haciéndola dormir entre villanos y heroínas. Simple en sus comienzos, devino compleja, hasta el punto de contar con tantas versiones como noches hubo de ansiedades e insomnios; el nudo del relato sin embargo, inmodificable; a veces conmovía a su madre en llantos o enojos mal disimulados. La última vez que Isabella escuchó aquella historia del gitano, fue una tarde calurosa de otoño al comienzo de la cuarentena, poco antes del derrumbe, al enterarse de su segundo embarazo; los pálidos ojos de su madre acariciando tristes la cara de su primera nieta sobre el viejo balcón, contaba otra versión:

“En tiempos muy antiguos existió un gitano, el charlatán más grande que jamás hubo existido, engañaba con artes de nigromantes a las mujeres más precavidas, haciéndoles cambiar fantasías por verdades irrefutables. Leía en cada gesto mínimo, (imperceptible a los ojos del lego) esos anhelos rebeldes, deseosos de ser develados a la luz de su baraja; venían a consultarlo del mundo entero, no tanto por la certeza de su adivinación, sino por la destreza ilusoria con que desparramaba los cartones sobre una mesita enclenque de rojo mantel Toda la vida del gitano, alrededor de ese arte giraba, arte perfeccionado al punto de entender sobre amores de ausentes y de olvidados. Muchas mujeres, habían padecido desengaños terribles por ese filibustero de la baraja, hasta una tarde salvadora en la cual una joven, confundió para siempre la oratoria del Gitano. No fue tanto la pregunta sobre un amor lejano, lo que confundió al Gitano sino el enigma inescrutable en el rostro de la bella inquisidora. Las cartas salían atropelladas una y otra vez, no pudiéndose saber si hubo un tal amor pleno, o si fue amor de noches; o si había siquiera existido ese amor, ya que en el desorden, las cartas se olvidaban de sí mismas, olvidando al gitano del orden en que aparecían, creándose así un olvido, tan olvidado, que ni siquiera el olvido más certero habría olvidado tanto; Testarudo, el adivinador insistió, ante la fría indiferencia de la joven, hasta encontrar una fisura de deseo en su rostro y así atinó a balbucear,- acá mi arte distingue un amor caído en el abismo sin fondo de los amores malditos, porque créame señora, las cartas indican de alguien cuyo amor ha matado por la violenta incomodidad de haberse enamorado inesperadamente de un amor prohibido. La bella joven, desnuda de intimidad entonces, profirió un conjuro en idioma desconocido, anulando cualquier potencia para siempre del Gitano, y así este fue olvidado para todas las mujeres del arte de la baraja; y aún estando vivo era inmediatamente olvidado; y no se pudo mas nada saber del gitano, maldito de olvido como estaba, por el arte más poderoso de la Joven salvadora”.

Isabella Bonna, madre de dos niñas, devastada como estaba, eligió entonces creer en un posible amor prohibido de su madre para escaparle a la misma nada, basado en el relato constitutivo de sus noches de infancia. Buscó en cada objeto, en cada posible signo, las huellas de algún Gitano enamorador en la vida de su amada madre; madre que había apostado, solo por su niña y nada más que por ella. Cuadriculó cada instante de la vida de su madre con, no solo lo material, sino también recuerdos y testimonios de quien pudo obtener, y entrecruzó datos, frases, y recuerdos, hasta escribió tantas versiones de la historia del gitano como pudo recordar.

 

Nada pudo encontrar Isabella, salvo el carácter inestable de su madre, carácter que siempre y por cada situación presentaba, y un anillo de plata, de escaso valor, al que le faltaba un pedazo de piedra azul engarzada, tan ordinaria como la montura que la sostenía. Nadie supo decir de ese anillo. Isabella no recordaba haberlo nunca visto. Lo había encontrado en el fondo de un viejo armario en desuso. Pudo tal vez ser un anillo cualquiera, o también el anillo de amor del gitano de los relatos. Gitano que con su solo recuerdo habrá amenazado la conciencia de su madre, y por lo tanto, merecedor de un conjuro de olvido, para que nunca nadie pueda rescatarlo del abismo sin fondo de los enamorados olvidados de olvido.

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