Mi sistema para lavar correctamente los platos se compone de tres fases bien definidas. En la primera, que podríamos llamar de preparación, quito los restos de comida con agua bien caliente, sin usar detergente ni esponja. Lo hago directamente con las manos, aunque aconsejo a los más aprensivos ponerse guantes. Admito que en esta etapa desoigo a mi abuela. Ella sostenía que, si se cocinaron huevos o pescado, era conveniente lavar los platos con agua fría para evitar que les quede mal olor. Yo priorizo la calidad global del proceso, así que, sin importar qué se cocinó, en la primera fase siempre empleo agua bien caliente, que tiene mayor capacidad que la fría para arrastrar la materia grasa. Alcanzar el éxito en esta etapa requiere a veces el uso de algún elemento adicional como una esponja metálica o una crema abrasiva blanca. Son decisiones que deben tomarse sobre la marcha y que exigen improvisar. En este y otros aspectos lavar platos es una breve puesta en escena de la propia vida.

 

Hago un paréntesis. Sinceramente no entiendo por qué a cierta gente no le gusta lavar los platos. De todas las tareas del hogar, es la más creativa, la menos rutinaria, la que nos presenta desafíos nuevos con cada comida. Está también comprobado que, mientras se lavan los platos, la mente entra en un estado de ensoñación productiva. En la literatura abundan los ejemplos. Agatha Christie imaginó muchos crímenes mientras fregaba platos y decía que “así cualquiera puede convertirse en un maníaco homicida de categoría”. Tengo amigos que han logrado solucionar problemas científicos irresueltos durante el lavado de platos. Me dicen que sus epifanías se comparan con la del químico Kekulé, cuando dedujo la estructura hexagonal de la molécula de benceno, mientras viajaba del laboratorio a su casa. Fue durante ese típico sueño liviano que sobreviene con el movimiento del carruaje y el sonido de los cascos del caballo. A propósito, una vez un ministro nos mandó a los científicos a lavar los platos. Quizás estaba pensando en positivo cuando lo hizo y quiso darnos un consejo de corazón. Quizás buscaba universalizar las valiosas revelaciones a las que se puede acceder en ese estado de trance inducido por el correr del agua, el movimiento rítmico de la esponja y los hipnotizantes colores de los detergentes.

Retomo. En la segunda fase, la del lavado propiamente dicho, cierro el grifo del agua caliente pero no del todo, dejando un chorro bien finito, para no malgastar agua. Con la esponja embebida en unas gotas de detergente voy lavando platos, cubiertos, ollas y fuentes de una manera sencilla y eficiente, ya que ahora la esponja discurre fácilmente sobre la superficie de todos los utensilios, sin detenerse en ninguno de esos escollos grasosos que suelen adherirse insidiosamente sobre la loza, el vidrio o el metal. Esto evita que la esponja se ensucie y adopte un aspecto desagradable. Si siguen este sistema sentirán en este momento que el camino a la victoria está completamente despejado pero cuidado, que puede haber sorpresas. Una metáfora más de la vida: no confiarnos demasiado.

Otro paréntesis. Me encuentro a veces con personas que critican mi sistema con dos argumentos diferentes: que tardo mucho o que gasto mucha agua. Por un lado, el tiempo que se tarda en lavar los platos no puede ser un argumento en contra de mi forma de lavarlos. Me basta con repetir lo que dice un cartelito en la puerta de un taller mecánico: “el tiempo de tu espera redundará en nuestro mejor servicio”. Y en cuanto al consumo de agua, habría que ver. En el lavado tradicional de platos se pierde un tiempo precioso quitando a fuerza de esponja los obstáculos pegadizos que quedan en los platos, mientras el agua corre por el grifo con un flujo bastante mayor que el que yo dejo correr en la segunda fase. No hay, que yo sepa, ningún estudio serio que compare los consumos de agua de mi sistema respecto de otros.

La tercera fase es el enjuague final clásico, que tiene por función no dejar rastros de detergente en los platos. Aquí no hay demasiados secretos, salvo que, llegado este punto, la altura de la mesada comienza a ejercer su maligna influencia. Sus 85 centímetros reglamentarios hacen que no pueda estar mucho tiempo inclinado sobre la pileta sin que mi espalda sufra. Se supone que esa altura es el 60% de la de un cuerpo humano promedio, donde estaría justamente la cintura. Claro, la cintura de una mujer promedio, que se supone es quien ha de lavar los platos, uno más de los tantos legados machistas. A pesar de todo, por más platos que haya, trato de respetar las tres fases del lavado, soportando estoicamente cualquier penuria. Me angustian mucho más las revelaciones que podría perderme si me ausento, aunque sea por unos minutos, de ese mundo fluido y esponjoso. En lugar de la dudosa sensación de bienestar que nos ofrecen otras opciones, siempre es preferible el penoso dolor de saber, de enfrentar las verdades, de llegar a la esencia de las cosas.

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