Viví en el edificio en que se filmó Últimos días de la víctima, de Adolfo Aristarain. El primero que me lo dijo fue el empleado de seguridad. Lo recuerdo parado en la garita señalándome las distintas locaciones. Tiempo después, alquilé la película. Cuando vi a Federico Luppi entrar en un departamento igual al mío, ir hasta el baño y hacer dos agujeritos en la cortina con la brasa del cigarrillo, fue como si el televisor donde estaba viendo la película se convirtiese en un espejo, o en un monitor de circuito cerrado.

Alguna vez se me ocurrió organizar un homenaje a Últimos días de la víctima, proyectándola contra la medianera del edificio, e invitar a esa improvisada función de cine a Aristarain, al elenco, y a los vecinos del edificio. Lo Intenté, pero desistí. Demasiada burocracia.

Pensé entonces que si no podía concretar el evento, al menos podría escribirlo. El libro se llama Una película vuelve a casa. Lo publicó editorial Paisanita en 2017, y quienes lo leen piensan que lo que cuento allí realmente ocurrió. Hubiera preferido que duden.

Poco tiempo después de la publicación del libro, decidimos vender el departamento para comprar algo más grande. Sacamos fotos, redactamos un aviso y lo publicamos en un sitio de Internet. El primer interesado fue un tal Chuck Porris. Para iniciar una posible transacción inmobiliaria, “Chuck Porris” tal vez resultara inadecuado, y en seguida nos aclaró que su verdadero nombre era Bruno Aristarain. Le pregunté si era quien me imaginaba que era y me lo confirmó. El primer interesado en el departamento, entonces, era nada menos que el hijo del director de Últimos días de la víctima, que no tenía idea de que allí se había filmado la película, y mucho menos de que yo había escrito un libro sobre el asunto. Quedamos en que viniese a ver el departamento al día siguiente. Dijo que vendría con su padre.

Cuando bajé a abrirles, viendo a Adolfo Aristarain parado en la puerta de calle, no pude evitar balbucear: ahora sí, una película vuelve a casa. Aristarain es un tipo callado. Se lo veía, además, un poco agobiado con tanta casualidad. Se me ocurre que para alguien que se ocupa de que, al menos durante 90 minutos, las cosas tengan sentido, advertir que la realidad a veces también parece guionada debe resultar fastidioso.

Tal vez, el verdadero final de la historia sea esto que pasó, y no el que escribí en mi libro. Si hubiese una segunda edición, lo incluiría como epílogo o algo así, pero atención: tal vez detrás de este aparente final haya otro más, agazapado. “En un poema (escribe Kenneth Koch), un verso puede ocultar otro verso,/ Como en un cruce, un tren puede ocultar otro tren./ Es decir, si estás esperando para cruzar/ Las vías, no lo hagas, por lo/Menos hasta que el primer tren haya pasado.”

En el fondo, la pregunta sería: ¿Cómo se escribe el final de algo que todavía no terminó?

Un periodista me contactó para escribir una nota sobre mi libro. Le mandé este texto. No sé si hice bien, porque el episodio con Aristarain y su hijo desvía la atención del libro en sí. Sin embargo el periodista escribió una nota muy acertada, en la que observa que no sólo Aristarain se habrá sentido fastidiado con tanta casualidad, sino que en mi caso la realidad también alteró los planes.

Podría escribir un libro que registre los efectos provocados por Una película vuelve a casa. No hablo ya de una segunda edición, sino de un nuevo libro, que vaya conformándose a partir de las observaciones, las interpretaciones y los hechos que el libro anterior provocó. Acá, yo sería más bien un curador. Me limitaría a unir lo que me acerquen los lectores.

La tapa de Una película vuelve a casa es la foto de la medianera de mi edificio tomada desde abajo. Tan desde abajo que da la impresión de que se extiende en profundidad y no hacia arriba. Como si se tratara de una pista de despegue. Un lector me hizo llegar un cuadro del siglo XV que representa el Juicio Final. Lo hizo para que notara que hay cierta zona del cuadro que guarda similitud con la tapa de mi libro. Las dos hileras de tumbas cuyas tapas han sido abiertas por los muertos resucitados para asistir al juicio de Dios se asemejan a las hileras de ventanitas rectangulares del edificio. En la nueva tapa, entonces, dejaría la medianera del edificio, pero agregaría a los personajes flotando en el aire. Aristarain, Pagoda, Amelia, Solita Silveyra y los demás, saliendo como espíritus de sus ventanitas/tumba.

Cuando subí este texto a Facebook, la editora de Una película vuelve a casa me pidió que lo grabase. Su idea era armar, con ese audio y algunas imágenes, un video para promocionar el libro en las redes. Para grabarme leyendo el texto, me bajé una aplicación al celular. Una vez que tuve el archivo listo, se lo mandé a la editora. No sé por qué (soy nulo en estos temas) el archivo que quedó en mi celular se activa solo. Por ejemplo, hoy a la mañana, al despertarme, la casa estaba en silencio y empezó a sonar ese otro “silencio”, es decir esos segundos que dejé correr en la grabación antes de empezar a hablar, para que mi voz no irrumpiera tan de golpe.

Hernán Lucas nació en Buenos Aires en 1974. En 2007 abrió la librería Aquilea, en pleno centro porteño. Co-coordinó los ciclos literario-musicales Noches Humbert Humbert y Función Privada en librería Aquilea. Es autor de los libros de poemas Un tapado arena (Alción, 2005) y Prosa del cedido por el oro (Paradiso, 2007); Aquilea. Crónicas de una librería (Bajo la luna 2013); Una película vuelve a casa (Paisanita. 2017). Por estos días, la editorial Caleta Olivia acaba de publicar Dos gardenias, un texto sobre recuerdos de viajes.