‑ ¿A dónde se lo llevaron a mi papá?

‑ A tu papá lo llevaron a pensar en lo que hizo.

‑ ¿Y por qué tiene que pensar en lo que hizo?

‑ Porque hizo algo malo.

‑ ¿Y cuándo hacés algo malo viene alguien y te lleva?

El nombre de Tacuarita fue el primero que trajo otra historia de Venado Tuerto. Era estudiante de Ciencias Económicas y militaba en la Unión de Estudiantes del Litoral. Lo secuestraron en el '72 mientras esperaba un colectivo en una esquina de Rosario. Lo llevaron hasta Casilda y lo torturaron. Después volvieron a Rosario y él logró abrir el baúl del auto y en el cruce de Oroño y Córdoba salió gritando "soy Ángel Brandazza, me están secuestrando". Lo agarraron los de un Falcón que venía de custodia. Es el primer desaparecido que figura en la Conadep. "Episodio poco claro", tituló La Capital recogiendo el relato del playero de la estación de servicio y algunos empleados de Gas del Estado. Le allanaron la casa y detuvieron al hermano y la novia, a un amigo y a la madre que estaba de visita. Como Tacuarita había otros once desaparecidos de Venado y otros que habían estado detenidos y pasaron varios años en cana. En las fábricas también aprovechaban las fotos del carnet y preparaban legajos, se ponían en contacto, tomaban decisiones y pasaban información. Los de la vigilancia mentían, había trampas y delatores que se iban recolocando. "La marcha de la producción se ha normalizado" o "necesitamos cambios estructurales, pero venimos por un cambio de mentalidad".

 

"Ustedes no son peronistas. Son una mierda, marxistas y ateos".

Mi viejo contaba que un suboficial que lo vigilaba lo llevó hasta el baño, le levantó la venda y le dijo "yo no te hice nada, no te olvides". Después, cuando lo largaron, también le dijeron que no se olvide y que lo iban a estar vigilando toda la vida. Mientras lo torturaban escuchaba que hablan de H.V. Durante años estuvo recordando esa voz y sacando deducciones. Una noche de los '90, en el programa de Mariano Grondona, estaba como invitado el jefe del Comando Libertadores de América, que operaba en la provincia de Córdoba. Mi viejo lo escuchó contestar las amables preguntas del conductor. Era la misma voz pero ahora tenía un rostro definido y un nombre completo: Héctor Vergez. Inmediatamente llamó a mi tío. Le dio ocupado. Esperó unos minutos y volvió a llamar.

‑ ¿Estás viendo?

‑ Si, te estaba llamando.

‑ Es él.

 

Desde chico odio las iglesias. Mi viejo militaba en la Juventud Peronista y fue candidato a presidente del centro de estudiantes de la Facultad de Agronomía de La Plata. A partir del '74, en el final de la carrera, la situación recrudeció, mataron a algunos de sus compañeros y al rector. La facultad cerró. Después se recibió y forzó un exilio en Brasil. Estuvo unos meses y se volvió. Se lo llevaron de la casa de Corral de Bustos, junto a mi tío y mi abuelo, dentro del rastrillaje secuestrador que se hizo para el Mundial '78. Los metieron en un baúl y los trasladaron hasta Marcos Juárez. En la comisaría soltaron a mi abuelo. A mi viejo y mi tío los llevaron hasta La Perla. Estuvieron ahí, en la Escuelita y en la cárcel de Encausados durante tres meses.

Yo no conocí a mi abuelo. Se de él lo que me cuentan: que era calentón y peronista ante todo y que le había puesto 17 de Octubre a la casa que compró con el Plan Quinquenal de Perón, y durante los años de proscripción se negó siempre a sacar el cartel. Se había ganado la bronca de toda la gente bien del pueblo y durante el gobierno de Onganía fundó el ateneo juvenil Martín Fierro. Hasta que murió no dejó de decir que el que los había botoneado fue el cura del pueblo y que el interrogador se lo había confesado en la comisaría.

Nunca pude entrar a las Iglesias. Siempre me quedo afuera, mirándolas durante minutos. Para mí son lugares de muerte, ahí le rezan a un instrumento de tortura. Cristo está muriendo, tiene barba y pelo largo, está todo ensangrentado y te hacen observarlo y golpearte el pecho diciendo "por mi culpa". Desde que me bautizaron, entré tres veces a una misa. En la primera, cuando tenía ocho o nueve años, el padre Eduardo Martín le hizo una seña desde el frente a mi viejo para que me sacara porque no paraba de moverme, levantar los bancos y soltarlos. Técnicamente me echaron. Después volví para la misa de un cumpleaños de quince y un casamiento. Todas me resultaron insoportables. Aguanto un ratito y salgo y espero afuera.

Llegó el 2001 y yo tenía la cartuchera llena. Lápices de colores y ceritas que nunca usaba. Regla, compas, sacapuntas, lapiceras. Solamente usaba lápiz. Lo demás, se destruía con los golpes y después se distribuía en pedacitos. Los fragmentos de la regla pasaban a ser propiedad colectiva. Las ceritas partidas a la mitad iban y venían por los bancos. La boligoma se guardaba alternativamente en la cartuchera que quedaba. Cortar la goma de borrar. La parte rosa para lápiz me la quedaba. La azul, que supuestamente era para tinta, la regalaba. Llevaba un peso para la cantina. Compraba una cajita de jugo Baggio, un alfajor Fantoche y dos chocolatines, uno blanco y otro negro. A veces, en vez de comprar la cajita de 50 centavos, compraba dos de 25, una en cada recreo. Apenas salía de la cantina, un compañero se me acercaba y sin pedir ni ofrecer, comíamos y tomábamos. Después pusieron un tanque de agua potable y cuando nos quedábamos con sed, íbamos y nos colgábamos dejando que el chorro cayera en la boca. Más que una canilla, la traba azul parecía un precinto. Para llenar una botellita tardabas más o menos medio recreo. Había que succionar para que el agua saliera más rápido y poder aprovechar el resto del tiempo libre. 

Para tercer grado, no terminaba las palabras y si la maestra me preguntaba algo, contestaba una cosa completamente desconectada. Llamó a mis viejos y les dijo que a ella le parecía que padecía dislexia porque había leído en una revista los síntomas habituales y los había detectado en mí. Me mandaron a unas sesiones con una psicopedagoga que, como todo diagnóstico y conclusión, afirmó que para una familia con posibilidades era un desperdicio mandarme a la escuela pública. El shock de estímulos que necesitaba lo iba a encontrar en una de las escuelas privadas y religiosas de la ciudad, especialmente ésta, pero pueden ser aquellas dos. Me dejaron en la pública y en un momento indeterminado volví a completar casi todas las palabras.

La profesora de Historia que también nos daba Formación Ética y Ciudadana:

‑ Ustedes, que son los hijos de la democracia...

El de Geografía, con simpatías comunistas:

‑ Ustedes son los hijos de los noventa.

De la escuela me quedan recuerdos difusos. Sobre todo uno: una maestra diciéndome "vos no sabés lo que hizo tu papá" y después a mí preguntándole a mi papá que había hecho. "Te van a decir algo habrán hecho, y sí, algo hicimos, por eso nos llevaron". Después, casi nada más, situaciones aisladas, comentarios perdidos, algún profesor que nos pasó una película y dijo un par de cosas. Cuando estaba en quinto, una noche de marzo empecé a putear porque nunca hacían nada sobre el golpe militar y todos los años pasaba la fecha como si nunca hubiera existido.

‑ Y bueno, hacé algo‑, me dijo mi viejo mientras miraba televisión.

Escribí una carta a la directora. Se la mostré a mis compañeros, firmamos como curso y se la mandamos. Organizamos una charla con un excombatiente de Malvinas, un historiador y un periodista de la ciudad. Se habló de la represión, los desaparecidos, la complicidad civil, el desmantelamiento económico, la guerra final y la desmalvinización. Fue la única vez en esos quince años de educación formal que escuché esas palabras en la escuela. Antes siempre que se aludía a la época se decía dictadura pero también guerrillas, subversivos, atentados terroristas, guerra sucia, gente común. Desde ahí, la gente común paso a ser alguien que no sentía lo mismo que yo. 

‑ La historia es así: los dos mataron.

‑ Mi papá no mató.

‑ Tu papá era uno de ellos.

¿Qué lugar quedaba para nosotros, los otros hijos, los que vinimos después y estábamos, en definitiva, solos? No conocía a nadie que le pasara lo mismo. Teníamos un legado que nos perseguía y nos envolvía sonoramente. No había otro que escuchara los llamados a la radio o las referencias que daban las maestras como algo extraño, ruidoso, un agregado que venía a desbaratar un mundo. A mí me parecían estrepitosas, internas, y nada más podía comentarlo en mi casa, entre esos que parecíamos compartir un secreto. Para mis amigos eran indiferentes las palabras guerrilla, montoneros, dictadura. Para mí siempre tuvieron oscuridades, zonas duras, vellosidades que pican: al escucharlas o decirlas, sonaban siempre raro, demasiado pesadas, cargadas de un dolor que lo sentía desconcertantemente propio. ¿Y qué iba a hacer, ir a decirle a la directora, salir corriendo, saltar por la ventana? Era mucho abismo para un cuerpito que se doblaba haciendo arcadas y lanzando un vómito invisible. Sáquenme de acá, que me desmayo. Siempre tuvieron un olor rancio esos lugares.   

Tengo la misma edad que mi viejo cuando se lo llevaron y lo tuvieron vendado y maniatado y lo hicieron correr hasta chocarse la pared y lo picanearon y lo trasladaron y simularon fusilarlo. Yo estoy sentado en mi casa y escribo: tengo la misma edad que mi viejo cuando se lo llevaron.

Crecimos sin haber visto nada. Nos explotaron petardos donde había estado nuestra inocencia. La arrancaron antes de nacer. Se llenó de otros muertos y el río los siguió escupiendo. ¿Era el mismo dolor compartido, esa intensidad desflemada, la palidez del terror más íntimo? Desde los quince o dieciséis, todos los marzos escribo compulsivamente. A veces poco, pero acelerado, medio aturdido, quitando horas de sueño o encontrando momentos para anotar algo. A esa edad empecé a sumar imágenes. Miré La noche de los lápices y Garage Olimpo. Después La historia oficial, y después las películas de Costa Gavras, y sobre la revolución cubana y la sandinista y biografías y documentales sobre la tortura, el método francés, Argelia, los campos de concentración y las mentes de los asesinos. Quería ver eso que ya tenía sentido. Tiraba ramas a la combustión de hechos, testimonios, fragmentos de historias, recuerdos escuchados y leídos, las apilaba y las imágenes hacían remolinos y caían desparramadas y generalmente todas eran aterradoras. ¿A dónde vamos a encontrar un pedazo de algo que nos saque esta ansiedad? Cómo se cuelga el viento por la espalda, ¿puede ser? Todos los cuerpos fueron mutilados. El terror se hace pena y puede hacerse otra cosa.

 

¿Por qué estamos acá, entonces? ¿Y por qué así, como un poco tarde? Hay que escapar de una crueldad, eso lo entendimos después, pero arrancamos a correr bastante antes. ¿Qué dolor nos dignifica si nos falta algo para reconocernos?

No había mucho eco para llorar muy fuerte. Jugábamos a espiar detrás de los árboles, variar las calles en los trayectos, mirar las caras antes de entrar, preguntar como pelotudo y escuchar con inteligencia. No dábamos abasto: era un juego que requería el esfuerzo de volver a hacer una historia. Curiosamente, nunca abandonamos esa sensación de estar escapando. Al mediodía estaba el programa de radio al que siempre llamaba alguno. Mientras almorzábamos escuchaba de fondo lo mismo que habían dicho en la tele y después en la escuela y en el club y todos los mayores. Solamente en mi casa se hablaba con otros nombres. Era otra historia que se iba haciendo como un cuento, aunque en extensión furiosa, vivo y doloroso.

Es una torcedura en la boca del estómago que me sigue agarrando cada marzo. Nosotros tuvimos nuestro nombre y pudimos hacerlo con plenos derechos. A pesar de eso, la historia es algo que lastima: como venir sobrevivido.

 

‑ La gente bien que todo lo dice, te recomienda que pidas perdón, hay posibilidad de salvarse.