A Osvaldo Pugliese le faltó medio año para llegar a los noventa. Un día como hoy, pero de hace veinticinco años, el corazón le dijo basta y con él se fue un testigo, y a la vez protagonista del siglo XX como pocos. Detrás quedaba un centenar y medio de composiciones propias, y más de seiscientas interpretaciones registradas en todo tipo de soportes: discos de pasta a 78 revoluciones por minuto, simples y long plays de vinilo en 33 o 45 rpm, casetes, magazines y cd´s. A la par, dejaba polémicas políticas y musicales que también signaron su vida: los cortocircuitos y líos con el peronismo clásico por su férrea militancia comunista, por caso. O las críticas que, desembozadamente o no, ensayó frente a ciertos renovadores del tango como Astor Piazzolla y Enrique Francini, o contra rockeros argentinos, a quienes tildó sin pelos en la lengua de "extranjerizantes", "disfrazados", "payasos", y poco duraderos, premonición de mediados de la década del setenta que felizmente no se cumplió. Y de la cual tuvo que retractarse al declarar, hacia el final de su vida, su empatía por Fito Páez.

Cosas que pasaron en la vida de este hombre nacido cuando terminaba el año 5 del siglo XX, y promediaba el período de la eclosión de la Guardia Vieja. Puntualmente, fue el año en que aparecieron tres temas de sendos autores directamente vinculados al embrión del género: Angel Villoldo (“La vida del carretero”); Higinio Cazón (“El taita”) y Gabino Ezeiza (“Patagones”). Tal tríada era la que sonaba en el por entonces ghetto tanguero, mientras Pugliesito balbuceaba sus primeras palabras en Villa Crespo, amparado por una familia de entusiastas músicos clásicos. Luego, al llegar a los 15 años, cuando el tango empezaba a ser un baile popular en los salones europeos, y la cantora María Esther Podestá estrenaba “Milonguita” (Linning-Delfino) en el Teatro Opera, el precoz músico daba sus primeros pasos junto a Domingo Faillac y Alfredo Ferrito, amenizando noches en el bar La Chancha. Jornadas que se transformarían en el puntapié inicial de un devenir más hamacado que un tren. Un trayecto que incluiría toques y más toques en estudios de radio, cabarets, boites, bailes populares, salones, clubes y cafetines.

Es que de tal origen, don Osvaldo Pedro pasó a integrar la Orquesta Típica dirigida por Paquita Bernardo, la primera mujer en tocar el fueye en público. Luego, mientras la Guardia Vieja daba paso a la Nueva en plena década del 20, pasó por tres orquestas formativas. Las de tres tipos que lo marcarían a fuego: Enrique Pollet, Roberto Firpo y, nodal, Pedro Maffia. Nodal, porque fue en aquella orquesta, en la que tocó durante casi todo el último lustro de la década del veinte, la que lo impulsó a amasar un sueño: el de tener su orquesta propia. Ya había compuesto sus primeros temas (“Recuerdo”, pieza que enloqueció a Pedro Laurenz, “La beba” y un foxtrot olvidado llamado “Alaska”, entre ellos), pero habría de pasar un tiempo para que se cumpliera el anhelo. Hubo entremedio un sexteto con Elvino Vardaro, la vuelta al tango bajo dependencia para las orquestas de Alfredo Gobbi y Miguel Caló, y un sexteto propio como previa a la Típica. Corría 1936. Pugliese venía de impulsar la creación del Sindicato Argentino de Músicos para desplazar a la ineficiente Asociación Profesional Orquestal, y de afiliarse al Partido Comunista, mientras la Guardia Nueva explotaba con su tendal de tangos inolvidables (“Cuesta abajo”, “El día que me quieras”, “Por una cabeza”, etc), y le extendía la alfombra roja a esa edad de oro que esperaba en el horizonte de los cuarenta.

Estar en el lugar y en el tiempo indicados se le llama lo que le pasó a Pugliese, entonces. Tenía treinta y cinco años. Su sexteto devenía en Orquesta Típica. Y la Orquesta, a su vez, en brazo de sus creaciones más trascendentes: “La Yumba”, en especial. Pero también “Navidad”, la sincopada y copada “Negracha”, registrada por primera vez el 24 de junio de 1948, mientras actuaba sin problemas en el film Mis cinco hijos, y su no bien ponderado Juan Perón enviaba al Congreso el proyecto de crear la Universidad Obrera Nacional, la UON (luego UTN), que finalmente se plasmaría en hechos, en beneficio de los jóvenes de la misma clase que el músico defendía. La Típica de San Pugliese, decareana, milonguera, groovera, poderosa, fue pletórica en cantores, también. Por ella pasaron Alberto Morán y Juan Carlos Cobos. ¿Con qué cara omitir la versión a dos voces que ambos cantores hicieron de “Caminito soleado”, pieza registrada a fines de mayo de 1953?; ¿Cómo no parar el mundo y bajarse para escuchar la versión de “Silueta porteña”, grabada por Miguel Montero y Jorge Maciel, el 2 de agosto de 1956, mes y medio después de los fusilamientos contra peronistas en José León Suárez, Lanús y La Plata?

También cantaron en su seminal orquesta Abel Córdoba, Roberto Chanel, Jorge Vidal y Alfredo Belusi, de quien se recuerda especialmente la versión de “Milonga del soldado”, registrada también a dos voces, junto a Maciel, en 1963. Todo porque “una buena tarde” --dijo una vez Pugliese a Mona Moncalvillo— me encuentro con un piano en mi casa, regalo de mi padre, que me dijo tenés que aprender a tocar el piano. Yo me negué, fue una lucha bárbara pero al final me llevó a estudiar”, contó él, ya con 75 años en su mochila, mientras seguía con su tenaz lucha por los derechos de los músicos, y dejó una certeza: cuánta razón terminó teniendo ese viejo, un flautista por vocación y zapatero por profesión llamado Adolfo.