Me subo al carrusel y suena de fondo una canción que reconozco. Las calesitas de la infancia, las sortijas, el mundo entero girando en círculos. La alegría se respira en el aire mientras caballos de colores suben y bajan. Hay un autito con forma de chancho. En el centro de la estructura de madera, algunos cuadros pintados a mano delinean las callecitas de Venecia y se pierden en el giro constante de una diversión a punto de extinguirse. Lo curioso es que desde allí tengo que contar una noticia: un calesitero ha decidido desprenderse de esos caballos de madera para poder sobrevivir porque desde hace 120 días la pandemia del coronavirus impide que suban chicos. Y mientras giro dentro, montada a un corcel de juguete, no puedo evitar pensar en una nena que está en un hospital. Me pregunto si alguna vez habrá ido a una calesita. Desconozco su nombre. La rapidez con la que llegamos, contamos y nos vamos transforma a la noticia en una sucesión de cuadros incompletos.

Pero hace media hora un camarógrafo y yo estábamos con el móvil de Telefe Noticias en Cullen y Barra. Barrio Empalme Graneros. Un territorio de casas bajas y calles de pavimento destruido que en el último mes siempre encuentra un lugar en las páginas policiales. Nos habían pedido retratar la balacera contra una nena. Así que llegamos e intentamos identificar la casa donde todo había ocurrido pocas horas antes. Era una misión difícil en medio de la oscuridad, en un lugar donde las edificaciones se amontonan, se apiñan una al lado de la otra. Sabíamos que la dirección no estaba errada porque tres patrulleros seguían apostados en un radio de cien metros y los policías iban y venían desfilando ante la luz de la cámara. Teníamos poco tiempo y los habitantes del lugar se hacían los distraídos. 

Después de un rato guardé el micrófono en el auto como quien guarda un revolver. Y salí a preguntar casa por casa, asegurándoles que nadie los filmaba. Finalmente una señora con barbijo señaló hacia la esquina donde había una casita de ladrillos huecos sin revestir que ahora estaban agujereados por los tiros. Sin la luz del sol y con el reflejo de las sirenas policiales, no los habíamos visto. Recién entonces busqué el micrófono y golpee una puerta de chapa. Detrás se escuchó la voz de una mujer que hizo un relato tímido mas o menos así:

--La nena tiene cuatro años y es mi nieta. Estaba jugando con otros tres chicos acá en el patio --en el espacio que quedaba entre la puerta oxidada y el marco alcancé a ver un piso de tierra chiquito y la cara de una señora que no debía tener más de cincuenta años. Muy asustada.

El relato detrás del metal continuaba: “Siempre les decimos a los chicos que cierren la puerta, pero hoy el más grande se olvidó. Estaba abierta y cuando pasaron tirando para pegarle al vecino, el tiro le entró a la nena en el chachete de la cara”.

--¿Ella está consciente?- pregunté.

- Sí, entró a la casa llorando porque no sabía que le había pasado. Pero está bien. Ahora la internaron en el Hospital de Niños Zona Norte. Está con la tía.

--¿Sabe para quién eran los tiros?

--No, ni idea. Para nosotros no eran. Pero acá nos levantamos y nos acostamos con las balas. Te puede tocar. Y nos tocó. Igual ella está bien. Vayan tranquilos --nos pide.

El testimonio es crudo. No hay tiempo para ahondar un poco más. Alguien con la promesa de que no filmemos nos cuenta que las balas iban dirigidas a un pibe que conversaba a mitad de cuadra pero ante las primeras detonaciones se tiró al piso y zafó.

Miro la hora. Tenemos quince minutos para llegar al carrusel. Hay que emitir el material e irnos. Allí no nos quedaremos porque es una historia importantísima pero chiquita, como la nena que recibió el tiro. Una historia que se repite desde hace tiempo. Pibitos y pibitas pobres que quedan en medio del fuego cruzado.

Todos los comunicadores conocíamos a Trasante. El papá de Jeremías, un pibe de 17 años acribillado a tiros en Villa Moreno en la víspera del Año Nuevo de 2012. Trasante había impulsado la causa una y otra vez hasta que llegó a juicio. 

El móvil en vivo de esa noche es otro. Está apostado en San Nicolás y bulevar Seguí al mando de otro compañero: Maximiliano Raimondi. Es martes 14 de julio de 2020, el día que mataron al pastor y militante social Eduardo Trasante.

Todos los comunicadores conocíamos a Trasante. El papá de Jeremías, un pibe de 17 años acribillado a tiros en Villa Moreno en la víspera del Año Nuevo de 2012. Trasante había impulsado la causa una y otra vez hasta que llegó a juicio. Y luego hasta que la Cámara Penal dejó firme el fallo. Lo habíamos acompañado en una vigilia copada por militantes sociales la noche anterior a ese mediodía que estalló en aplausos. Aplausos durante los cuales Eduardo se fundió en un abrazo interminable con la familia de Mono y Patón, las otras dos víctimas de la masacre.

Y ahora él está muerto a tiros.

Las hipótesis que se tejían eran demasiadas. Sólo habían pasado ocho horas desde el crimen y algunos juraban que era un mensaje de la policía hacia el ministro de seguridad, Marcelo Saín. Pocos días atrás el funcionario había hablado de uniformados corruptos que financiaban el narcomenudeo proveyendo armas y protección a los violentos. “Le están tirando un muerto, y no cualquier muerto”, decían algunos mensajes de whataspp que leí detenidamente antes de llegar a la Plaza San José donde me esperaba Sergio Dalmasso al lado de su calesita.

--Le faltan cinco caballos que tuve que vender --me advierte apenado y sin querer recuerdo a algunas personas que conozco y sonríen tímidamente porque carecen de algún diente. El aparato desportillado pero luminoso empezó a girar y así y todo seguía siendo hermoso. Pudimos mostrarlo. Contar la historia en un móvil en vivo. Y luego irnos. Nuestro periodismo apenas roza la noticia. La exhibe. Luego solemos huir para buscar otras historias. O para llegar a casa y olvidarnos por un rato de eso que duele.

Ese día, en el camino de regreso sonó mi celular. Mensaje de whatsapp. Era un policía enviándome una foto espantosa en la que se veía a Eduardo Trasante caído boca arriba, debajo de una mesa. Su cabeza reposaba sobre un charco de sangre. No supe si era un mensaje intimidatorio o sólo querían que esa imagen llegara a los medios de comunicación. Decidí borrarla. Y entonces el teléfono sonó de nuevo. Ahora era la voz de Kevin, un pibe de Barrio Molino Blanco, agradeciéndome.

Durante la mañana habíamos cubierto un piquete sobre la Circunvalación en la que Kevin, su familia y otros vecinos reclamaban que les destapen la cloaca. El caos de tránsito que habían creado era inimaginable pero lo que contaban daba asco y pena:

--Vivimos hace dos meses en medio de la mierda. No podemos usar el inodoro. No podemos bañarnos. Ni lavarnos las manos. Todos es una inmundicia. Las cloacas rebalsan en la vereda, en el patio, dentro de las casas --denunciaban.

Ahora este mensaje nocturno era para agradecer. Tras la nota televisiva una cuadrilla de Aguas Santafesinas había destapado los caños y en esas tres manzanas de Molino Blanco podían vivir más dignamente.

Le respondí levantando el dedo pulgar. Una buena. Al mismo tiempo mi familia me felicitaba por la nota al calesitero. Y en otro grupo de whatsapp, amigos periodistas lloraba a Trasante con justificada indignación.

El camarógrafo y yo dejamos el auto en el canal y nos fuimos a casa luego de catorce horas de trabajo ininterrumpido. Aturdidos.

Una calesita sin dientes giraba dentro nuestro. Teníamos la certeza de que mañana volveríamos a contar otras noticias. Pero al fin y al cabo, siempre, siempre terminan siendo las mismas.