Cuarenténicos; aburridérricos; libertaries, pero de los de antes; e-marginales; neuróticos a sola firma; niñes a quienes los adultos sacan a pasear para poder salir un poco; adultescentes; sexagenaries devenides "riesgosos de mercado”; netflitólogues; víctimas consuetudinarias de los medios enfermónicos; creyentos y creyentas que disfrazan su deseo de plegaria; agnósticos de la pandemia pero que por las dudas se y nos cuidan; psicoanalistas ad hoc que interpretan la angustia de sus cercanos y, a cambio, sus cercanos les interpretan la suya; paranoiques superados por la realidad; deliverys de Eros: a todas ustedos los llevo en mi corazón (así que, si tosen, háganlo en el pliegue del codo, que no quiero agarrarme nada).

Los medios enfermónicos, y también los otres, hablan a veces de “nueva normalidad”, que vendría a ser la normalidad que nos regirá una vez que la pandemia, anormal como pocas cosas en la historia –según estos mismos regentes del sentido–, haya pasado, o al menos se haya vuelto un fantasma que recorre el mundo, pero, como decía Marx, “sobrevuela”.

Como soy humorista y, por lo tanto, según dicen por ahí, “veo lo que otros no ven, y choco con lo obvio”, me pregunté cómo podría haber una “nueva” normalidad , si nunca hubo una “vieja”; salvo que sí la haya habido y todo el mundo lo sabía, menos yo, de puro anormal, nomás.

Para entender de qué venía la cosa, consulté al Ser Supremo, Gugl, quien me informó que “normalidad” es algo así como “una interpretación de la norma basada en el modelo estadístico que sostiene arbitrariamente como normal las reacciones usuales o típicas de la gran mayoría de la población. Las reacciones inusuales o atípicas van a ser consideradas como anormales independientemente de su cualidad”. O sea que “normalidad” vendría a ser: hacer o ver las cosas como la estadística dice que la mayoría de la gente las hace o las ve.

Personalmente, no confío mucho en las estadísticas, ya que, como decía Umberto Eco: si una persona come dos pollos, y otra, ninguno, para la estadística comieron un pollo cada una. Yendo un poco más lejos, si sumamos la cantidad de brazos que tienen las personas (hay quien tiene dos, quien tiene uno, y quien no tiene ninguno) y lo dividimos por el número de personas, nos va a dar que cada uno tiene 1,67 brazos, como promedio estadístico. Y entiendo que no existe nadie pero nadie que tenga 1,67 brazos.

Más lejos aún, si el riesgo de morir de una enfermedad es de 0,000001, o sea, “uno por millón”, Groucho Marx diría que, para que ése sea un buen número, primero habría que asegurarse de que uno está entre los 999.999 que zafan. Y, perdónenme, pero, que yo sepa, existe la impunidad jurídica, pero la “impunidad biológica” aún no ha sido descripta.

Pero vayamos más lejos todavía (las caminatas en un texto no han sido prohibidas por la pandemia, así que, ¡vamos, lector!). ¿Qué son esas normas que hay que cumplir estadísticamente en la “normalidad”?

Dice San Gugl que “norma” significa “escuadra” (regla) y que “las normas son unas pautas de comportamiento que el ser humano ha desarrollado para procurar una convivencia armoniosa entre sus semejantes”.

Suena un poco contradictorio, ¿no? O un poco autoritario, ¿no? Porque no está hablando de “hacer lo que no haga daño al otro” ni “no agredir” ni “no aprovecharse”, que sería una buena manera de “convivencia armoniosa”, sino de “hacer lo que la estadística dice que hace la mayoría".

Y yendo un poco más lejos aún (¡qué viajeros estamos hoy!): hacer lo que los medios enfermónicos dicen que la estadística dice que cree que siente, piensa y hace la mayoría. O sea, algo así como “el pueblo gobierna a través de los poderosos (hegemónicos) que lo representan, le guste, o no; pero sí, le gusta, porque ellos dicen que sí".

Hace algún tiempo, en muchos pequeños pueblos de Alemania, era común que la gente, los sábados, lavase su auto. Eso era lo normal, lo esperable, lo que uno tenía que hacer para ser aprobado e integrado. De nada valía decir que uno ya lo había lavado el viernes o lo iba a lavar el domingo, o que no tenía auto. Conozco algunos argentinos que huyeron despavoridos ante el rechazo popular germánico, mucho más profundo que el escribir “Wasche mich, dreckig”, o sea, “Lavame, sucio", pero en alemán (gracias otra vez, Gugl).

Seguramente, en estos días, en esos mismos pueblos, quien no lave su auto los sábados, porque permanece encerrado en su casa, lejos de ser reprobado, sea visto como un patriota cuarenténico. Así como, hace 80 años, más que seguramente, quien se dedicaba el sábado a perseguir negros, judíos, gays, musulmanes, etc., en vez de lavar su auto, cumplía mejor que nadie con “la norma” que regía en el territorio nacional, entonces conocido como “Tercer Reich”. Desde ya, que los perseguidos por esa norma no solían tener adonde huir, despavoridos o no, porque ahí había “leyes” racistas que se lo impedían.

Como son normas, y no leyes, el castigo por su incumplimiento no lo determina el Estado, sino quienes las establecieron, o sea, “la sociedad”, a través de “la estadística” y sus representantes, “enfermónicos”. Hace varios siglos, te quemaban o te expulsaban. Hoy en día está el linchamiento mediático.

Todo muy normal. Y muy legal.

Pero si la normalidad cambia a cada rato, si es un concepto tan poco estático, ¿cómo hacemos para hablar de "vieja" y "nueva"?

Y si la mayoría dedica su tiempo a pensar cómo ganarle al otro (meritocracia) sea como sea, ¿cómo hablar de “convivencia armoniosa"? Se lo pregunté al Gugl Supremo: esta no se la supo.

Si todos hacemos lo que alguien dice que hacemos, porque las estadísticas que elle misme inventó dicen que lo hacemos (profecía autocumplida), seremos, más que “normales”, nor-males, o sea, “males”, pero como el Norte nos indica que debemos ser. Según las estadísticas que tienen a bien vendernos… y caras.

O algo parecido.

Sugiero acompañar la lectura de esta columna con el tango contemporáneo “Pirincho”–El Pirincho y la Morocha–, de RS Positivo (Rudy-Sanz), lo que podrá hacer cliqueando este link: 

Hasta la que viene.