"Y que nunca seamos el jamón del sándwich internacional...”.

Mafalda (Quino)

Léctor, léctora, léctore, y demás concurrentes a esta tradicional columna sabatina:

Una vez más, debo decir que mi capacidad de asombro ha sido vencida, y por goleada, por aquellos que NO podían ganar las elecciones, y sin embargo lo hicieron, generando interrogantes sobre la salud mental de la población y de quienes ejercen el gobierno, y sobre el concepto de salud mental mismo. Dichos interrogantes difícilmente puedan ser resueltos a la brevedad, ya que si hubiera o hubiese profesionales contratados a tal efecto, seguramente han sido declarados prescindibles, innecesarios o simplemente defenestrados.

Su Graciosa Tujestad fogonea la Inmaculada Recesión como manera de llegar en unos pocos lustros a ser Irlanda (aún no aclaró si del Norte o del Sur) y, en ese sentido, es bastante claro que la salud mental, lejos de ser una inversión, es un costo, un lastre, un peso específico fácilmente remplazable por un par de insultos bien puestos, acompañados por alguna alusión sexual necesariamente agresiva y con matiz perverso, todo ello condimentado con la amenaza escupitoria, orínica o simplemente defecatoria con la que suele dirigirse a sus conciudadanos cuando ellos no cumplen con sus esperpénticas expectativas.

Incluso cuando se las da de galán inmaduro y besuquea ante las cámaras a su impávida ¿partener?, el ósculo adquiere tintes fungiformes, o en todo caso, poco creíbles en su condición amorosa. “Hay que besarse más, pero no así”, seguramente diría un legendario animador televisivo, promotor de encuentros, también televisivos.

Pero aunque todo esto ya se haya naturalizado, aunque ya nos hayamos acostumbrado a que anuncien “con alegría” despidos, aumentos de tarifas y pérdida de derechos; aunque no nos resulte extraño que alguien diga “hay que darles tiempo” mientras renuncia a la prepaga, saca a sus hijos de la escuela privada y pone su hígado en alquiler; aunque no nos sorprenda el odio sadomasoquista que parece haber obnubilado a una parte no menor de nuestro país, hay cosas que, qué sé yo, no sé..., ¡son como mucho!

Por darles un “ejemplico”, quizás menor. Hace unos días –pocas horas antes de lanzar al ruedo un video vergonzoso en el que se intenta equiparar el terrorismo de Estado con actos condenables, sí, pero en todo caso merecedores de un juicio–, digo, en esos días previos al recuerdo del 24 de marzo –cuando gran parte del pueblo argentino recuerda lo que pasó para que nunca más nos vuelva a pasar–, en un reportaje televisivo, la mismísima Viceleona apostrofó al Primer Autoritario refiriéndose a él como “pobre jamoncito” . No sabemos si fue más denigratoria la palabra “jamoncito” que la palabra “pobre”, caída en desgracia entre la meritocracia tujestaria que nos decreta.

Por otro lado, suena un tanto a contramano llamar “jamón” a alguien que cree que se quiere convertir al judaísmo, religión en la cual lo vinculado a los cerdos es considerado “incorrecto”. Quizás la Viceleona lo hizo con un afán divisionista, en el sentido de que en el Congreso surgirían dos sub-bloques: “los crudos” y los “cocidos”. Pero no podemos descartar que, como en portugués “jamón” se dice ”presunto”, se trate de una ironía acerca de quién maneja en realidad las riendas del gobierno. También es posible que sea una sardónica burla respecto de la alianza gubernamental, que estaría compuesta por “jamoncito”, “paté" (a cargo de la seguridad) y “gató” (o sea, torta, en las sombras).

Lo llamativo, si algo puede ser llamativo en estos días, es que el entorno pubertario no haya respondido, ni siquiera con un tuit que la denomine “morcilla”, “bondiola”, “albóndiga”, “papafrita” o cualquier palabra que, puesta en boca de ellos, se transforma automáticamente en insulto. Seguramente lo harán, hay que darles tiempo.

Mientras tanto, los argentinos y las argentinas seguimos perdiendo. Y les argentines, también.

Sugiero acompañar esta columna con el video de Rudy-Sanz “Romance del asador y el carnicero”: