Hace 50 años el Estudio Ion recibía a un grupo de trasnochados argentinos y brasileños. Intentaba recrear el ambiente de La Fusa, uno de los enclaves de la bohemia ubicado en Barrio Norte, en la galería Capitol de la avenida Santa Fe, entre Callao y Riobamba. La poesía y el carisma de Vinicius de Moraes, la guitarra de Toquinho y la voz de Maria Creuza habían provocado un fenómeno en la intelectualidad porteña, embelesada por la irrupción de la bossa nova. Alguien tuvo la premonición de que la grabación de un disco podía capturar esos angelados instantes del vivo de un café concert. Para que el sonido fuera digno, el propio Vinicius coincidió con el productor Alfredo Radoszinski que era necesario trasladar el espíritu relajado de La Fusa a un estudio profesional y la única forma de hacerlo era regarlo de whisky y poblarlo de amigos y “mujeres bonitas”, como dijo el carioca.

No fallaron. El disco fue un éxito furibundo. Azuzados, decidieron repetir el procedimiento unos meses después. Luego de una serie realizada en otra de las sedes de La Fusa, en Mar del Plata, en el verano del 71, con el sustancial cambio de la genial Maria Bethania por Maria Creuza, volvieron a ION. Ese segundo disco es extraordinario, tiene temas de los jovencísimos Caetano Veloso y Gilberto Gil –recién vueltos del exilio londinense--, y constituye una foto de la profunda transformación que estaba ocurriendo en la música brasileña entre la tradición del samba, la asordinada innovación de la bossa nova de Joao Gilberto y la revolución del Tropicalismo de los díscolos bahianos.

Vinicius y amigos, entre ellos, Pelé

La historia del entusiasmo que suscitaron las visitas es conocida. Pero ahora acaba de salir, con motivo del medio siglo de estas ceremonias de samba y bossa nova, una edición doble especial de sendos discos tal como salieron en vinilo, más doce bonus tracks que suponen la dirección contraria de los originales: son momentos de una informalidad total, una foto de la dolce vita y el relajo, reuniones de living, canciones desveladas, que ahora llegan al CD y a las plataformas digitales. Si lo de La Fusa era el vivo pero grabado en estudio; este documento desatiende la calidad sonora para poner en relieve la espontaneidad del encuentro. Eran jóvenes, eran bellos, eran inmortales. Eso es lo que trasuntan las grabaciones.

Es tentador destacar el contraste de esos sonidos, de esas respiraciones, con lo que proyecta el Brasil actual. Es como el desentierro del eco de un mundo feliz, acaso imaginario o adornado por la nostalgia, pero seguramente perdido para siempre. En Brasil, como en ningún país de la región, todo tiempo pasado fue mejor.

Los bonus tracks son, en rigor, una precuela de los conciertos de La Fusa de 1970 y 1971. En 1968 hubo una movida que hizo aterrizar en el Teatro Opera a una embajada brasileña integrada por Vinicius, Dorival Caymmi, Baden Powell, el Quarteto em Cy y su director Oscar Castro Neves. Auspiciados por el Instituto del Café de Brasil, fue un ciclo de recitales históricos. Hasta Pelé subió al escenario una noche: el Santos estaba jugando una serie de amistosos en la Argentina y en un parate el por entonces mejor jugador del mundo pasó por el Opera a saludar a sus coterráneos. Vinicius y compañía tuvieron tiempo de curtir la ciudad y de interactuar con la crema artística local. Fueron a ver la operita María de Buenos Aires e hicieron migas con sus autores, Astor Piazzolla y Horacio Ferrer. Quedaron fascinados con la música de Astor, al punto que años después Caymmi fue la llave que abrió unas presentaciones en el Teatro Municipal de Rio de Janeiro. Ese espíritu de hermandad y de admiración fue parte de un instante histórico en el que confluyeron en muchas ciudades del mundo músicas urbanas de alta sofisticación. Buenos Aires amó la bossa nova y Brasil amó el tango y a Piazzolla en particular (y algunos años más tarde, a Mercedes Sosa). En esos días los brasileños también trabaron amistad con Eduardo Lagos, Amelita Baltar, los cuatro Zupay, Domingo Cura, Chico Novarro.

Se suele decir que la bossa nova nació en los departamentos de clase media de Río de Janeiro y San Pablo. Esa muesca de origen fue honrada en Buenos Aires: fue copado todo living que estuviera disponible. La troupe tropical frecuentó el departamento de los padres de Eduardo Lagos, el de Alfredo Radoszinski y el de Jaime Pinkus, que era uno de los socios del sello Trova. La edición trae fotos maravillosas de esos encuentros, imágenes abigarradas de celebridades siempre en órbita alrededor del campo magnético que proyectaba Vinicius de Moraes. Las grabaciones incluídas en la edición discográfica corresponden a las de la casa de Pinkus, un amplio departamento ubicado enfrente de Parque Centenario, en la calle Campichuelo. Fue la fiesta de despedida del periplo porteño. Pinkus ubicó un grabador Grundig Estéreo sobre una mesa ratona, y registró hasta el sonido del hielo del whisky chocando contra el vidrio de los vasos. Con la voz de Vinicius, los coros del Quarteto em Cy, algunos aportes de Dorival Caymmi y de Oscar Castro Neves, se escuchan casi todos temas con textos de De Moraes: “Mundo Melhor” (con música de Pixinguinha), “Gente de morro” (Carlos Lyra), “Formosa” y “Berimbau” (Baden Powell), “Minha enamorada” (Carlos Lyra), “Garota de Ipanema” (Tom Jobim), además de dos canciones de –y cantadas por- Dorival: “Nesta Ruta tao deserta” y “Das Rosas”. Las interpretaciones de Caymmi son sublimes: con un temperamento en las antípodas de la exuberancia ambiente, sobrio, tal vez algo inhibido por la poderosa y mundana luz de Vinicius, el dramatismo que le imprime sobre todo a “Nesta rua tao deserta” es desarmante.

Desde la perspectiva actual, en medio de este mundo demencial, resulta conmovedor escuchar esos intercambios motivados por el deseo. La edición es un documento de la celebración de la música. Configura, al fin, el compendio de una de las postales de Brasil que tanto sedujo a través de las décadas a cierta clase media argentina. Uno podría preguntar, caprichosamente y parafraseando al Vargas Llosa de aquellos años, el de la extraordinaria Conversaciones en La Catedral (1969), “¿en qué momento se jodió el Brasil?”.

Mientras Vinicius daba cátedra de hedonismo y cantaba con voz de aguardiente “Se todos fossem iguais a vocé”, un paulista de 15 años llamado Jair Bolsonaro soñaba acaso con Hitler y se preparaba para cortar en pedacitos, como un psicótico, esa postal que los porteños insistimos en adorar a pesar de todo.