Muchas veces, a lo largo de mi vida, me he preguntado para qué escribo. A pesar de lo mucho que me había salvado, aliviado, leer, me parecía que los libros tenían una función tanto menos importante que la de, por ejemplo, construir organización. No lo los libros, los libros sí podían ser importantes, pero mi tiempo era –es- finito, y gastarlo en soledad, escribiendo, cuando había –hay- tanto que hacer, siempre me generó muchas dudas.

Siempre entendí, por educación y tal vez por estructura, que todo eso que se hace a solas o por las propias siempre es menos que aquello que se hace colectivamente. Pero si escribir me generaba y me genera dudas, una acción política hecha en esas condiciones me provocaba algo más que dudas.

Cuando me llamaron a declarar en el juicio de Campo de Mayo por el secuestro de mi mamá y de mi papá ya no estaba militando en HIJOS y las declaraciones ya eran un evento familiar, de amigxs, y menos de organizaciones políticas. Entonces, ¿cómo decir –y decir siempre es una acción política- sin organización donde pensar qué decir?

Yo quería decir algo que para mí era importante. Había visto pasar los juicios y lo que quería decir no se decía. Los familiares y los ex detenidos que declaraban vivían cosas muy diferentes a las que yo imaginaba. No sólo no parecían enojadxs, sino que parecían agradecidxs con la oportunidad de poner en valor sus historias. Y yo también sentía eso. Gratitud, alivio, y cierta sensación de revancha frente a una sociedad que ante el menor resquicio se anima a dudar de nuestra historia (¿Fueron treinta mil? ¿Fue tan así? ¿No estamos hartxs ya de los Derechos Humanos?). Pero además sentía otras cosas.

Cuando me llegó el momento de declarar, de pronto me sentí Nadia, el personaje de mi libro Hasta que mueras. Cuando un periodista le pregunta por qué asesinó a genocidas que no habían sido capturados por la Justicia ella responde algo así como “alguien lo tenía que hacer”, que no tenía particular interés en hacerlo ella misma, que siempre había creído que lo iban a hacer lxs de la generación de su mamá, pero pasaba el tiempo y nadie lo hacía. Entonces “tuvo” que hacerlo.

Me sentí un poco Nadia pero con una diferencia. Sentí que había una vacancia, un agujero que llenar, pero más allá de eso, lo que yo tuve fueron ganas. Un deseo irrefrenable de decir lo que quería decir, de hacer lo que quería hacer. Dejando de lado las enseñanzas y mi doctrina personal –a estas alturas, no sé bien con quién comparto estas ideas, así que digamos que personal- de no hacer actos personalistas, decidí hacer algo sola. Aunque claro, con amigas.

Digo sola en el sentido de sin organización. Como se dice solas a las mujeres sin pareja, que no están solas pero parece. Como si para la sociedad esas otras compañías no contaran. Entonces, sin organización pero con tantas amigas y amigos, con tanta memoria de asambleas compartidas, con tantos recuerdos de escraches y de calle y de corridas. Con todo eso pero a la vez, sin sentir ninguna responsabilidad por nadie. Ni por los nervios de mi hermano, ni la posible vergüenza de mis hijxs de ver a su mamá en pelotas, ni el acuerdo o desacuerdo de ninguna de las organizaciones de las que formé parte en mi vida.

Los dos días anteriores a declarar habían sido de locura. De esa locura insidiosa que parece no estar y de pronto ataca en cualquier momento y en cualquier lugar. Llorar a cada rato, aullar a veces, y en los intermedios vivir como si tal cosa.

Después vinieron las amigas, siempre las amigas, a sostenerme, a limpiar el escritorio que iba a funcionar de “sala”, a darme aliento, a cuidarme, de esas formas extrañas encuarentenadas en las que se puede estar con alguien en silencio sin ocupar el mismo espacio físico. Mandándome fotos con sus torsos desnudos pero vestidos con la pregunta ¿Dónde están Flora y Gastón? Y también, en un comando clandestino, a dibujarme los más de 500 nombres que yo quería llevar en el cuerpo a la audiencia. Los nombres de todas las víctimas de este tramo de la Mega Causa Campo de Mayo. Esas compañeras y esos compañeros que compartieron tiempo y espacio con mi mamá y mi papá entre el secuestro y el asesinato.

Cuando llegó el momento, supe que mi hermano, aquel que había sido mi hermanito hasta incluso cuando fue un hombre grande, había dicho muchas veces que yo me iba a acordar mejor. “Mi hermana se va acordar mejor”.

¿De qué podría acordarme mejor yo que soy apenas 18 meses mayor que él? Pero, ya se sabe, los lugares en los vínculos no tienne nada que ver con las realidades. Yo sé que él y yo nos acordamos de lo mismo: mi mamá y mi papá nos amaron. Lo sé porque está tatuado en nuestros cuerpos y en nuestra forma de amar.

Así, frente a la computadora, en mi escritorio, empezó la declaración.

La primera parte fue contar. Contar lo que me acordaba, lo que supe después, lo que entendí con los años. Tratar de hilar un relato con retazos que hacía muchos años no juntaba. En todo ese tiempo mi cuerpo estuvo conmigo. Lleno de sensaciones. Ganas de llorar, ganas de hacer pis, cierto mareo de baja presión.

La segunda parte vino después de la pregunta por si quería decir algo más. Entonces el cuerpo se fue. Me dejó una voz y un cerebro. Sin sensaciones, sin siquiera el sentido de la vista porque dejé de ver hasta la imagen mía o de otrxs en la pantalla. Esa luz que dicen se ve cuando se está traspasando el túnel de la vida hacia la muerte. Y transmuté. Al principio con calma. Con tesón, pero sin tensiones. El presidente del Tribunal me ayudó. Sus constantes interrupciones para avisarme que ya me habían “dado la palabra”, que ya había tenido un tiempo más que suficiente, me fueron haciendo dejar atrás las vallas. Hasta llegar al final. Sacarme la ropa fue un gesto tan orgánico que no necesité de ningún coraje.

Como cuando se tira el repasador al piso en una discusión. Basta. Me hartaron.

El cuerpo me dejó y el cuerpo me tomó. Ese cuerpo que siempre estuvo atravesado por los tan mentados mandatos sociales, que siempre sentí tan distante de lo que llamaban belleza, que siempre me dio vergüenza mostrar por lo imperfecto, de pronto se hizo mío. Tantos años vividos para llegar a este día en que mi cuerpo finalmente fue mío.

El alivio, la sensación de cierre, el dejar caer un gran peso, todo eso de los que muchxs testimoniantes hablan, no me llegó, al menos no por ahora. Pero sí en cambio tuve mi pequeña epifanía: entendí para qué escribo, o más bien, para que escribí todos estos años. Para poder hablar. Para poder decir: el Estado es responsable. Para poder decir: este cuerpo es mío.