Una manera elegante de criticar un trabajo académico es decir que contiene elementos originales y elementos buenos, siendo que lo original no es bueno y lo bueno no es original. Sin necesidad de tanta elegancia, cabría preguntar qué hay de bueno y qué hay de original en el endeudamiento argentino y la reciente renegociación lograda por el gobierno de Alberto Fernández.

La deuda y su moratoria de facto en 2018 mediante el “reperfilamiento” no es buena, pero tiene algo de original: lo ocurrido entre 2016 y 2018 pasará probablemente a la historia como uno de los procesos más acelerados que recorrió un país desde un bajo endeudamiento a un default

Esto tiene cierto parecido a lo que ocurrió entre 1979 y 1982, el preludio de la primera crisis de la deuda externa. Pero esa crisis fue gatillada por la triplicación de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal (banca central estadounidense), y nada parecido ocurrió en estos últimos años, donde esas tasas fueron muy bajas, incluso negativas en términos reales. Esta vez fue un complejo de causas, entre ellas la decisión política del actual gobierno estadounidense de sostener una administración políticamente afín.

Hay también algo a la vez bueno y original: mucho más que en la anterior renegociación, el gobierno de Fernández puso el énfasis en las tasas de interés a las que se había tomado la deuda. Por ejemplo, en el caso del famoso bono a 100 años, el verdadero problema no pasaba por el plazo (en última instancia, el bono se puede rescatar con anterioridad), sino en la elevada tasa de interés pagada, de 7,9 por ciento, frente a una tasa de poco más de 0 por ciento para los bonos del Tesoro estadounidense.

El ministro Martín Guzmán argumentó acertadamente que los fondos de inversión que adquirieron deuda a tasas semejantes eran perfectamente conscientes de que existía un riesgo. Así funcionan las finanzas: ante una mayor percepción de riesgo, crece la tasa de interés; con lo cual, además, crece el propio riesgo, en un caso más de probable profecía autocumplida. 

Cualquier inversor que presta caro sabe a qué se enfrenta. Lo que ocurre aquí es que hay un doble estándar: el mejor “negocio” es prestarle a un gobierno como si fuera un convencional deudor privado de riesgo determinado, y después reclamar cuando hay default, porque se supone que los gobiernos “nunca quiebran”. Pero si nunca quiebran, ¿por qué elevar la tasa de interés? Esta postura oportunista se ha repetido una y otra vez (típicamente, durante la crisis de la deuda de los años '80), y ha fundamentado abultamientos de intereses no justificables.

El planteo de Guzmán en este punto fue prístino: no afectar el capital y reducir la tasa de interés. Es claro que esto significa una pérdida para los tenedores de bonos con relación a la promesa nominal de pago. Esa promesa no era creíble como el propio interés del bono atestigua. 

Al cabo del proceso, los inversores habrán ganado más de lo que habrían logrado de haberse situado en una colocación segura. De hecho, en el anterior default, una quita de algo menos de 40 por ciento podría haber significado para los inversores de entonces una ganancia similar a la brindada por los bonos del Tesoro estadounidense. Es importante indicar que la quita efectiva fue menor (en el orden de 20 por ciento) gracias en buena medida a los cupones ligados a la evolución del PIB. O sea, ganaron más que si se hubieran posicionado en bonos del Tesoro de Estados Unidos.

Esta forma de plantear la cuestión fue probablemente lo más positivo de este proceso porque por una vez puso el énfasis donde debía estar (y no en la ganancia de fondos buitres, que fue el leit motiv de la argumentación argentina en tiempos del juez Griesa). Sería bueno que este concepto se instale en forma duradera.

Ojalá sea así. Porque el aprendizaje no parece campear en estos lados. Por ejemplo, hay algo ni bueno ni original que ha persistido: la propensión patológica a tomar deuda asumiendo que es un signo de robustez de la economía (“nos prestan porque confían en nosotros”; “tenemos déficit comercial porque entran capitales”). 

Es una historia que, con variantes, se ha repetido en la Argentina una y otra vez, sin que se logre sacar algo en limpio. Esto ocurre entre otras razones porque buena parte de la opinión media cree que la deuda es tomada por gobiernos populistas, que conducen el país al default, de donde nos rescatan programas sanos, que luego el populismo desmonta. Huelga mencionar la colaboración de medios y opinadores para sostener esta fábula.

La historia enseña lo contrario: el primer gobierno de esa encarnación del populismo que fue Juan Domingo Perón rescató la totalidad de la deuda pública, y mantuvo a la Argentina al margen del Fondo Monetario Internacional y de las finanzas internacionales. Fue la Revolución Libertadora la que hizo brotar la deuda externa, al reconvertir los convenios de intercambio bilateral en pasivos. Y fueron la dictadura militar de 1976 y los gobiernos de Menem/De la Rúa y Macri los que protagonizaron sendas crisis de endeudamiento. La fuerza de este equívoco es tan grande, que hizo que Guido di Tella tildara a la gestión de Martínez de Hoz de “populista” porque solo los populistas endeudan. 

El tiempo dirá si esta reestructuración será sostenible. Esto depende menos de ella – los intereses son bajos y la deuda no es muy abultada con relación al PIB – y mucho más de que la Argentina logre identificar una senda sostenible y equitativa, en este mundo turbulento, para generar una adecuada capacidad de pago. 

Se trata de que pase algo bueno y original que nos aleje de algún nuevo experimento de endeudamiento. Ya se sabe qué no tenemos que hacer; que la experiencia por lo menos sirva de aprendizaje.

Alberto Müller: Cespa-FCE-Universidad de Buenos Aires.