Los filósofos políticos suelen comenzar su reflexión invitando al interlocutor (en cualquiera de sus formas) a afrontar una pregunta crucial, y es esta: ¿por qué obedecemos? Singularizado el interrogante, la cuestión pasaría por estar en condiciones de justificar lo que se denomina la “obligación política”, o sea, el por qué de la obediencia a la ley del Estado o el acatamiento a la fuerza coercitiva de ese Estado, en cuya organización hemos decidido vivir. Obviamente y sin necesidad de mayores disgresiones, comprendemos que una pregunta como ésta resulta lógica sólo a partir del siguiente implícito: que todos sabemos que somos libres y que en nuestro repertorio de conductas siempre figura la posibilidad de no obedecer. Pero que la desobediencia también es factible --reacción ahora absolutamente naturalizada, probada y hasta visitada frecuentemente por muchos de nuestros compatriotas-- dista mucho de representar un dato moral perteneciente a la universal condición humana, en todos los tiempos. Una pluma sabia y preclara como la de Aristóteles, el gran griego del siglo IV a.c, no vacila en demostrar, a través de largas y pretendidas evidencias, que el esclavo ha nacido esclavo en tanto lo manifiesta hasta su cuerpo, más preparado que el del ciudadano para el trabajo físico. Aristóteles (y con él toda la antigua cultura helénica), está convencido de que la libertad humana consiste, simplemente --o no tanto--, en consumar cada uno la función que la naturaleza le asignó y así alcanzar, en su excelencia, la virtud propia. El esclavo virtuoso será así el esclavo pleno, el que mejor cumple con su destino obedeciéndolo, como el buen cuchillo (ejemplo malo, pero célebre) es el que mejor corta, sin que jamás se le pudiese ocurrir a uno convertirse en ciudadano, o al otro en cuchara. Un señalamiento metafísico o trasmundano esperará siempre su realización en cada representante de la especie humana, colocados ellos a su vez en lugares y roles sociales específicos y diversos que aceptan de manera natural. Por otra parte, allí los hombres individuales no existen como tales o por lo menos no son libres en una ciudad (una polis) que no lo es, porque lo primero es el todo y luego, la parte. Que la libertad, entonces, implique en esos tiempos históricos una forma consentida de la obediencia, es un componente teológico metafísico que luego iría a sobrevivir simbólicamente en el futuro mundo político, aunque bajo otras representaciones, igualmente históricas.

Para bien o para mal (por no aplicar fácilmente la categoría de “progreso”) esa forma antigua de comprensión del mundo humano es evidente que luego fue reemplazada por otra, y no hace falta probarlo. Reconocer que en lo más profundo de la autoconciencia de los actuales hombres y mujeres individuales que somos brilla un resplandor desde el cual participamos de un sentido de la propia libertad que se pretende casi total, o que por lo menos se percibe abierto a una importante variedad electiva de proyectos, significa apenas una descripción de la forma moderna del ser, también histórico, donde no sólo nos sentimos en condiciones de elegir oficio, profesión, estado civil, religión y lugar de residencia sino hasta identidad sexual: quien nace biológicamente varón puede actualmente elegir y asumir el ser femenino y viceversa, según se autoperciba.

Porque la Modernidad lo reinventó todo, o mejor dicho, devenir mediante (avances científicos, guerras, reforma religiosa etc.), los filósofos políticos modernos instalaron simbólicamente un nuevo mundo y un nuevo relato. Estos padres nuestros (que no están en los cielos y no aceptarían de ninguna manera esa residencia) son quienes culminan un gesto de secularización que apunta a convertir los antiguos deberes onto- teológicos que todos debíamos cumplir --porque estaban inscriptos en algún lugar de nuestros orígenes-- en derechos que todos por igual estaríamos en condiciones de exigir que sean respetados. De allí que, de una pluma genial, esta vez la del inglés Thomas Hobbes, surgiese en 1651 un nuevo texto inaugural que impone, en otros tiempos, otra explicación para el problema humano y el desafío de la convivencia. Para Hobbes, el hombre (dicho así en masculino y suponiendo hoy, no sin dudas, que en ese genérico se incluía a las mujeres) nace con derechos y está autorizado a exigir que no sean conculcados por ningún poder terrenal. Así, ese nuevo sujeto en que el hombre se auto reconoce como “individuo” –-sujeto ausente, dijimos, en la antigua cultura griega-- se siente a sí mismo completo, autosuficiente y depositario de los derechos denominados “naturales”, una estrategia “artificial” que intenta concederle a ellos universalidad y existencia previa a cualquier forma de la asociación, sea ésta la iglesia o el Estado.

En fin, y aún a riesgo de resumir y facilitar demasiado una historia conceptual que de ninguna manera lo merece, digamos, siguiendo a los mejores críticos, que Hobbes demuestra haber asumido sabiamente una situación de su tiempo: Europa ya no lograría más el consenso sobre deberes que todos se obligaban a cumplir, como venían demostrándolo desavenencias y guerras de religión pretendidamente sosegadas con la Paz de Westfalia. Los hombres sí se muestran más proclives a suscribir una igualdad otorgada no por deberes sino por derechos que todos podemos sentirnos en condiciones de reclamar, irrenunciables, fundamentales o humanos, como el derecho a la vida y a la libertad. Surge así históricamente en el nuevo mundo político esa nueva forma de comprensión de la libertad como ausencia de impedimentos, que en general la filosofía denomina “libertad moderna”, y que se convertiría en principio central del naciente liberalismo.

 

 

 

Hecha esta recorrida, por breve desprolija, y hecha la salvedad de que es obvio que la historia política no es mero resultado de la originalidad en una secuencia inteligente de plumas o autores sino más bien de la concurrencia de una multiplicidad contingente de elementos (entre los que sin dudas tampoco aceptaríamos descartar a dichos autores), regresemos a nuestra preocupación principal: ¿cómo responder ahora a la pregunta por la obediencia?, si los humanos nos auto concebimos natural y universalmente libres ¿por qué deberíamos aceptar, a veces, una decisión estatal que nos constriñe y nos obliga a renunciar a un derecho, tal como opinar, circular y esa variedad de comportamientos que la Modernidad hubo instalado como inherentes a la condición humana? Como bien reconocen los mejores autores liberales, es claro que el mismo sistema liberal --elogiable patrono de los derechos fundamentales del individuo-- viéndose obligado históricamente a pergeñar formas de desautorización, ante los exabruptos de los Estados guillotinadores o despóticos, no alcanzó a subsanar su flaccidez teórica a la hora de dar una última palabra fuerte a favor de la obediencia política, más allá de las siempre discutidas operaciones del circunscripto “estado de excepción”. Admitida y lamentada la falta, nuestra idea es que la mejor estrategia para responder a ese interrogante esencial debería recurrir a los insumos que provee la muy invocada idea republicana. Más allá y aún antes de una comprensión centrada en valores irrenunciables como la división funcional de poderes, la noción venerable y originaria de república, en su origen latino, se construye sobre el zócalo conceptual de una forma de la libertad que conserva algo del aroma antiguo: ella implica la realización de nuestra autonomía obedeciendo la forma de una ley (ya secular) que hemos elegido como forma concreta de constricción. Aceptada la institución moderna del Estado como un modo de convivencia que provee una seguridad individualmente inalcanzable, la ley que nos damos como sociedad no significa un mero impedimento, porque en su acatamiento voluntario alcanzamos la forma menos rasa y más ciudadanizada de la libertad. Sumada la garantía democrática, es decir, el hecho de que quienes nos gobiernan y quienes nos representan han sido elegidos por el sufragio universal de ese protagonista político que el también grande Rousseau repone en la historia de las ideas con el nombre de “voluntad general”, en fin, sumada la democracia a nuestra república liberal, debería estar asegurada la salud del sistema completo. Valga entonces el mejor consejo republicano para algunos republicanos de pacotilla: por ahora, y en la pandemia argentina, la obediente libertad ciudadana no debería ser puesta al fuego bobamente, en ninguna cacerola.

Dra. en Filosofía - Docente investigadora U.N.R - U.N.L