Hace muchos años atrás, treinta exactamente, irrumpió en la poesía contemporánea argentina una oleada salvaje de chicos y chicas con un uso del lenguaje y una noción del poema radicalmente diferente al de décadas anteriores. Es lo que se llamó la generación del 90. Muchos escritores y escritoras emergieron de ahí, pero quizás la voz que llegó más lejos fue la de Fabián Casas. Después de años de ediciones pequeñas, su obra reunida Horla city (2010) agotó la tirada completa de 3000 ejemplares, algo bastante inusual en los versos argentinos. Esto se puede explicar por el mundo particular que recortaba, por la potencia y precisión de su poesía, pero también por ciertos movimientos que el poeta hizo, desde la lírica hacia la narrativa, el ensayo, el cine y el teatro. Allí encontró nuevos lectores, siempre manteniendo una voz reconocible, un universo de intereses en el que la cultura pop se encuentra con la literatura modernista, el barrio de Boedo con Schopenhauer, la infancia mítica en los años 70 con los desencantos de la vida familiar. A lo largo de ese camino Casas forjó un modo de construir frases brillantes, simples y perfectas, hallazgos del lenguaje que logran imantar con sólo leerlas y así exceder el círculo cerrado de la literatura. Sus textos hacen también que las fronteras entre los géneros se vuelvan transparentes, las ideas y las formas se espíen y contaminen.

Su primer libro de poemas --editado por la mítica editorial Tierra firme en 1990-- se llamó Tuca, como si la epifanía que propiciaba fuera breve, económica, para pasar un rato y nada más. Pero hoy, treinta años después, Casas ha edificado una obra ineludible en la literatura contemporánea, que lo revela como uno de los escritores argentinos más leídos por las nuevas generaciones y reconocidos también en el panorama internacional. Casas puede estar arriba de un escenario cantando con la banda El mató a un policía motorizado y días después, dando el discurso inaugural del Filba. Fue justamente ahí, en esa conferencia del año pasado, cuando arrancó hablando de un libro de Tomas Pynchon llamado Un lento aprendizaje, en la que el esquivo autor norteamericano decidió publicar sus relatos inéditos que le parecían mal terminados, imperfectos. El título del libro además, le sugería a Casas una buena forma de nombrar al arte milenario de escribir. Es bueno recordarlo justo hoy, que Casas acaba de editar Una serie de relatos desafortunados, un libro de cuentos, de viejos cuentos inéditos hasta ahora, que al igual que aquel libro de Pynchon, nunca había publicado porque le parecían precisamente fallidos, inacabados, o como el mismo los nombra: desafortunados.

El libro es de una belleza ambigua, diferente, abre la puerta a un momento de su literatura hasta ahora desconocido. Y hay otra novedad. Después de reeditar toda su obra dispersa por Emecé en los últimos años, Casas vuelve a una editorial alternativa, quizás la más profundamente independiente de todas, la áspera y colorida Eloísa Cartonera. En estos meses, en plena pandemia, se decidió a abrir una vieja carpeta de cuentos dejados de lado en otras publicaciones, para dárselos “a los chicos de Eloísa”. Seis relatos que el título caracteriza como desafortunados, pero que podrían definirse como extraños, anómalos, hoscos y tiernos, escritos por fuera de la matriz Casas y que en estos días en que también todos somos un poco otros, desplazados de las rutinas que nos permiten reconocernos, se permitió sacar a la luz.

ORIGINALIDAD ES AMAR

Recordemos. Casas editó, además de la mencionada poesía reunida Horla City, la novela Ocio (2006), los relatos Los Lemmings y otros (2005), la novela Titanes del coco (Emecé, 2015), los ensayos reunidos Trayendo a casa todo de nuevo, (2016, Emecé) y Diarios de la edad del pavo (Emecé, 2016). En 2007 recibió en Alemania el prestigioso Premio Anna Seghers. Sus libros fueron publicados en España y en Alemania. En 2014 obtuvo el Diploma al Mérito de los Premios Konex en la disciplina "Poesía: Quinquenio 2009-2013". En los últimos años hizo algunas colaboraciones con Lisandro Alonso en cine – la película Jauja-- y con Alejandro Lingenti en teatro – la pieza Luis Alberto llega vivo--. Hacía quince años que no publicaba relatos. Y ese momento llegó.

El libro comienza con un largo prólogo en el que vas narrando, con los huecos propios de la memoria y el paso de los años, el contexto de escritura de cada uno de los cuentos. 

-En realidad todo empezó porque Osvaldo Aguirre me contactó para saber si yo tenía algún cuento para publicar en una revista donde él colabora. Lo que me pagaban eran como dos expensas juntas mías y recordé que en una de las carpetas que tenía en casa estaban unos relatos que yo había escrito a lo largo de los años pero que nunca había publicado. De hecho, sólo estaban impresos, no los tenía en ninguna de las dos computadoras que tengo. Los leí, le pasé el más corto a Osvaldo –porque cumplía con los caracteres requeridos por su revista- y después me quedé leyéndolos. Los sentí muy ajenos. Eso me gustó. Siempre me gusta que lo que escribo me dé cierta sensación de vergüenza ajena, como la de tener una piedra en el zapato. Entonces los volví a tipear sin cambiar nada y se los pasé a Martín Caamaño, que es buen amigo que me dice la verdad. Y me dijo que le habían gustado. Me acuerdo ahora de un poema genial de Joaquín Giannuzzi, "Vacaciones junto a la ventana": “Por el momento, vacaciones entre cosas vegetales/ cuyas relaciones no intento modificar. Están allí/ y yo aquí. Una tregua de espectador en mi confuso destino./ Bostezo y fumo lo más humanamente posible. Mi ventana/ incluye un cielo excesivo y una fila de montañas verdes/ que no ofrecen respuesta./Pienso/ en la vida auténtica, su posible estilo, un modelo/ para oponer a los árboles y a los perros,/ porque hay algo en uno que no encaja en nada”. Como dice Joaquín, hay algo en uno que no encaja en nada. Y algo de eso tienen estos relatos que no funcan, no me parecían que se podían meter en ninguno de los libros que escribí antes y fueron quedando en el banco. Por uno u otro motivo, no encajaban. Quique Fogwill me decía que “El resplandor” tenía que ir en Los Lemmings, pero como era un relato que podía generar cierta susceptibilidad en mi pareja de ese momento, decidí dejarlo afuera. Ahora que pienso en el poema de Giannuzzi, es una lectura bastante literal de la cuarentena, él es un observador constante, encerrado en su casa, mirando pasara el mundo físico y metafísico y dando cuenta de ello.

En el prólogo hablás de tus primeros contactos con la literatura, a través de la lectura de Henry Miller y Jorge Asis, como los primeros escritores con los que te topaste. ¿Estos cuentos son también como los primeros que escribiste? ¿Cuentos de alguna manera previos? Digamos: previos al encuentro de un estilo más identificable como tuyo.

-Trópico de cáncer y Flores robadas en los Jardines de Quilmes fueron unos libros que me prestó Elsa, una amiga de mi mamá que fumaba y leía mucho. Me encantaron, cada uno por diferentes maneras: el de Asís estaba escrito en “argentino”, el de Miller tenía poesía. También me acuerdo que la dedicatoria del libro de el Turco era, más o menos así: A Haroldo Conti ¿in memorian? Y eso me llevó a buscar los libros de Conti y me partieron la cabeza. También le agradezco eso a Flores Robadas. Muchas veces un epígrafe funciona como un link a otro autor. Recuerdo en mi adolescencia tener un libro de la poesía completa de Mario Benedetti que estaba lleno de epígrafes de poemas de Juan Gelman. Y ahí fui a leer a Gelman. O Paisaje con autor, de Jorge Aulicino, un libro finito y extraordinario, con un epígrafe de Giannuzzi que me envió a él: “La muerte miró la escena por el rápido agujero”. Un lector es un Stalker. Al libro de Miller lo leí traducido. Recuerdo el comienzo de ese libro de memoria. Tiene algo de la potencia whitmaniana: “No tengo dinero ni recursos ni esperanzas, soy el hombre más feliz del mundo…” Supongo que la literatura transmite cierta euforia que hace que intentes copiar lo que leés. No sólo escribiendo, sino viviendo, en tus acciones cotidianas. Así cuando me fui de viaje por dos años con compañeros de filosofía por América, empecé a escribir una novelita malísima que ellos me decían que era muy buena. Creo que hagas lo que hagas, es necesario contar con tres o cuatro personas que crean que sos un genio. En este sentido, comparando estos relatos con esa novelita perdida –y una versión pre Ocio que creo que tiene Miguel Villafañe, mi primer editor de narrativa- estos son menos infantiles.

También en el prólogo vas narrando la circunstancia de cada una de las escrituras de estos cuentos y los vínculos con distintos autores que tienen. Decís que les “robás” cosas. A Saer, a Carver y a Faulkner. ¿Cómo pensás las influencias y el robo?

-Bueno, me parece que la presión por la originalidad es un cheque que te da el capitalismo para que después te pases la vida endeudado tratando de pagarlo. No tengo ningún tipo de angustia de las influencias. Me angustia que le pase algo a un ser querido, no poder estar a la altura en momentos de desesperación, que haya gente que no tenga para comer y viva en la calle. Eso me angustia. Esto lo cuento siempre: cuando era chico vino a vivir a mi casa mi tía Cristina, una hermana menor de mi mamá que era una bomba. Yo me enamoré de ella. Y para esa época mis padres decidieron contratar a un pintor para que pintara la casa, que era inmensa y vieja, así que el tipo se quedó mucho tiempo. Una tarde, después de salir del colegio, los sorprendí a Cristina y a Horacio besándose. Eso me mató. Me enfermé de celos. Así que le pregunté a Cristina qué le veía a Horacio. Y ella me dijo que era muy tierno y que le escribía canciones. Así, qué canciones, le pregunté. Me hizo una que se llama “Tu nombre me sabe a hierba”. Yo sabía que esa canción era de Serrat. Urdí un plan para destruir a Horacio. Compré el disco –un simple- y la llamé a Cristina y le dije que le tenía que mostrar algo que la iba a desintegrar. Puse la canción en el combinado de mis padres y ella en vez de enojarse, se quedó embelesada: mirá lo que hace Horacio por mí, me dijo. Ahí me di cuenta que la originalidad es una estupidez. Después en mis clases con Carpio en Filosofía, leí, creo que en Ser y Tiempo, una definición muy potente: querer es ser original.

LOS CUENTOS PERDIDOS

El ultimo libro de ficción que había publicado Casas había sido la novela Titanes del coco. Allí se contaban las aventuras de Andrés Stella, alter ego del propio Casas, en su paso por el periodismo en un diario que se nombra en el relato como La Estrella de la muerte. Era todo continuidad con las ficciones anteriores del autor, como si los personajes de Los lemmings hubieran crecido, superado la crisis de Ocio y entrado a los tumbos en la neurosis y la paranoia del mundo laboral. El narrador era el propio Stella, el mismo que puso las piezas de aquella gran mitología boedense y sus personajes inolvidables, en sus libros anteriores.

En Una serie de relatos desafortunados nos encontramos en “Los arcontes” --el primer cuento-- con un personaje joven que podría ser Stella si alguien en su cerebro hubiera apretado mute. Está solo, en una casa de campo que le prestaron y se suceden días planos en presencia del paisaje, donde entre pequeñas epifanías de luz y oscuridad, ocurren algunos enigmáticos encuentros del orden de lo telúrico. Avanzando en el libro aparece “El resplandor”, que también tiene de narrador a un joven. Este acude sin convicción a un casamiento para acompañar a su novia, pero la distancia que impone con su entorno es inexpugnable, la descripción de ese mundo está recubierta de una ironía feroz, sin la clásica calidez, esa especie de hermandad universal que suelen proponer los personajes de Casas. En el ultimo cuento, “El principito”, el narrador es un niño con hidrocefalia. Es quizás el más extraño y conmovedor de todos, con una voz decididamente diversa, compleja, económica y emotiva a la vez, tal vez cercana a su poesía.

Escribiste más novelas y ensayos que cuentos. ¿Cómo es tu relación con el relato corto?

-En realidad creo que los poemas que empecé a publicar en los noventa ya son pequeños relatitos. Lo que hace que se escriban en verso es que tienen una respiración menos larga que la prosa. Pero formo parte de una generación que leyó a Ricardo Zelarayán, un escritor clave para las culturas laterales –igual que Borges pero por otros motivos- ya que Ricardo hacía constantemente implosionar a los géneros. Y eso es un recurso anticapitalista, no? Cualquiera puede ser cualquier cosa. Una novela puede ser un haiku y un poema puede ser un ensayo. Uno termina trabajando como un soldador. Mezclando todo, me gusta entender la literatura como un soldador y no como un soldado. Yo no estoy en guerra con ningún género ni ningún escritor. Hace poco estuve leyendo un libro de Carolina Sanín (¡qué buen apellido para la pandemia!) que se llama Somos luces abismales y nunca se sabe si estás en un relato o en un poema o en un cuento. Además Sanín tiene una cadencia lírica que te pide que abandones la locura de tu vida cotidiana para poder concentrarte en lo que leés. 

Sorprende el primer cuento, donde un personaje joven se va a una casa que le prestan en medio del campo. Y todo lo que ocurre es muy de ese orden: gauchos, río, tormentas, domas. No sé si hay otro texto tuyo que transcurra en un ambiente como este.

-Lo que pasa es que no tengo imaginación. Y lo que se cuenta en ese relato sucedió tal cual. Estaba pasando mi primera depresión clínica y tuve la mala idea de irme a una casa que me prestaban en el campo. Y me comí un pesto bárbaro. No es premeditado el trabajo con la iconografía del campo. Ahora, por ejemplo, estoy escribiendo una novela que se llama El Parche caliente y sucede en un lugar remoto, donde hay salvajes y soldados. Como la ciencia ficción, sucede en el pasado. Es un gran esfuerzo escribir esto porque lo hago con barbijo. Y surgió por un pedido de Lisandro Alonso, un director que admiro mucho. Escribí un guión para él, de la peli que se llamó Jauja y como yo no había escrito guiones tuve que primero escribir una novelita y de ahí pasarla con Lisandro a guión. Había cosas que Lisandro descartaba: “No, no puedo filmar que este tipo se convierta en perro”. O “No, no puedo prender fuego toda una aldea”. Así que lo que se descartaba quedó en la novelita que ahora escribo con cierto vértigo porque no se entiende nada. Muchas veces los pedidos de alguien funcionan como disparadores para que te metas en otros registros y salgas de tu zona de confort.

En el cuento “Bruxismo”, aparece la llegada de los hijos como una diferencia insoslayable entre dos amigos que se vuelven a ver después de mucho tiempo. Pero el punto de vista es del que no tiene hijos. Y en el prólogo justo también hablás de eso en relación a una superstición que tenías de que para escribir había que estar en soledad. ¿Sentís que la llegada de tus hijos modificó tu escritura?

-Pasé muchas etapas. Me acuerdo que en uno de mis diarios anoté una frase de Kafka que decía "jamás tendré un hijo". Después conocí a una persona que me generó deseos de tener hijos con ella. Eso fue clave. Y los hijos son como el mito de Sísifo. Modifican todo y vienen a trabajar en contra de nuestro egoísmo. Para mí son inspiradores no sólo para escribir, para levantarme cada mañana. Los hijos son como un secreto, un misterio y algo a la vez tan cercano e íntimo. El punto de vista del narrador en "Bruxismo" es del que no tiene descendencia porque yo en ese momento no la tenía. 

Contás que “El sudario” fue el primer texto que decidiste publicar de esta vieja carpeta. Es un cuento sobre un chico al que conociste, Picasso, que está en Ocio. ¿Por qué crees volvió este personaje?

-Sí, ese relato es un desprendimiento de Ocio. No hay una única forma de escribir, a veces para llegar a unas páginas uno da miles de vueltas por infinidad de libretas. Eso me viene de cuando escribía poesía con mis amigos de la 18 Whiskys. Yo les iba mostrando un poema y ellos me corregían y así iba cambiando el texto semana a semana. Pensá que Tuca tenía 50 poemas y publiqué 15 o 16. Y la carpeta original completa la encuaderné y se la regalé a Daniel Durand, por gratitud, por su correcciones y consejos, por la forma en que modificó mi vida haberlo conocido en ese preciso momento.

En relación a la corrección y el trabajo colectivo. En los últimos años vos también te dedicaste a dar talleres literarios ¿Te parece que la reflexión sobre la escritura, sus herramientas, enseña a escribir?

-Me parece que no se puede enseñar a escribir. En un taller lo que se busca es emancipar al que participe de él, sea escritor, escritora, poeta o no. En mi experiencia de taller he estado con gente que vino para terminar una novela y terminó cerrando su consultorio de psicoanalista. También hubo casos en que ciertas personas que eran narradores le tenían temor a la poesía y terminaron escribiendo poesía. El taller es una experiencia nueva y central para mí, es aurático: no puede ser por zoom sin que pierda su potencia, no porque no se pueda, pero mi caso es especial. Yo necesito estar presente en todo sentido. También cuando le digo a los grupos que hay que escribir con la idea de que tu lector nunca va a surgir en el tiempo que te toque vivir, lo cual te libera, muchos se las toman. Una vez una chica que venía a los grupos me dijo que los talleres que hacía eran como la serie Seinfeld (que yo nunca vi) es decir, sobre nada. No sé si fue un elogio o un ataque 77. Pero me encantó.