Bird Island        8 Puntos

L’îsle aux oiseaux, Suiza, 2019

Dirección y guion: Maya Kosa y Sergio da Costa

Duración: 60 minutos

Intérpretes: Antonin Ivanidze, Paul Sauteur, Emilie Bréthaut, Sandrine Bierna

Estreno en la plataforma Mubi.

El cine suizo francoparlante cuenta con una tradición realista que tiene en Claude Goretta y Alain Tanner a dos de sus mayores exponentes. Ambos nombres de peso en los años 70 y olvidados a partir de la década siguiente. “Realismo” debe entenderse aquí no en su acepción más trillada de “reflejo de la realidad” (reflejo que, se sabe, no es posible para ninguna forma artística) sino en la del registro obstinado de lugares, gestos, cuerpos, que quedan impresos en el celuloide (en los 70 no existía el digital) con huella firme. A esa tradición vienen a sumarse ahora los realizadores Maya Kosa y Sergio da Costa, a quienes la duración mínima de un largometraje (60 minutos) les basta para construir una historia inmersiva, dar vida a personajes únicos y generar un clima y un tempo propios. Presentada a lo largo del año pasado en los festivales de Locarno, San Sebastián y Mar del Plata, L’îsle aux oiseaux --segunda película a dúo de ambos cineastas-- llega a la plataforma Mubi con su título en inglés, Bird Island.

Fusionando de modo indiscernible documental y ficción, Bird Island tiene por protagonista a Antonin (Antonin Ivanidze), un joven a quien para recuperarse del tratamiento por una aplasia medular se le asigna como lugar de recuperación un centro de atención de aves en peligro, ubicado en medio de la naturaleza. Allí Antonin será instruido por Paul (Paul Sauteur) destinado al centro por el mismo servicio social, quien en poco tiempo más será relevado por el recién llegado. El centro lleva a cabo dos actividades a primera vista antitéticas: la cura y salvataje de aves heridas, que se realiza en una suerte de miniclínica veterinaria, y la “animalería”, donde Antonin trabajará y donde se crían ratones para que sirvan de comida a aves de presa, que por distintas razones no pueden desenvolverse solas. En la clínica, a cargo de Emilie (Emilie Bréthaut) y Sandrine (Sandrine Bierna), tanto se le puede suministrar agua a una paloma que no está en condiciones de beberla por su cuenta como intentar recuperar a uno de los grandes personajes de la película: una lechuza a la que han llevado hasta allí en estado de shock, inmóvil ¡y con los ojos cerrados!

Como las aves y roedores que lo rodean, Antonin también necesita reponerse, y su salud está frágil. “Tenía buena voluntad, pero mi cuerpo me abandonaba”, dice en voice over, y de a ratos se lo ve durmiendo sobre una mesa. A Antonin el aprendizaje no le resulta fácil y se entiende: su tarea comprende no sólo la evisceración de ratoncitos para su estudio sino también su eliminación, mediante el recurso expeditivo del desnucamiento. Si algunas de esas instancias --una intervención quirúrgica, un análisis de órganos internos-- se muestran en detalle es porque Kosa y Costa filman todo en detalle: las manos de una de las asistentes esparciendo gusanos como alimento, la alimentación de un ratón con mamadera, la camisa varios talles más chica que aprieta la panza de Paul. Esa apuesta por la observación atenta se expresa no sólo en los planos cercanos sino también en los que registran a mayor distancia, dejando ver la palidez y vulnerabilidad de Antonin, los largos silencios de Paul, la infinita paciencia con que Emilie y Francine atienden a las aves. Los planos de Kosa y Costa son tan pacientes como ellas, los tiempos igual de mesurados, y el espectador se ve envuelto en ese clima desde las imágenes iniciales.

Aunque Robert Bresson jamás se hubiera permitido tomas con cámara térmica, a las que acuden en un par de momentos los realizadores, el estilo y el espíritu del autor de Un condenado a muerte se escapa se hace presente aquí (ver entrevista), tanto en el despojamiento general (ausencia casi total de música extradiegética, para hacerle lugar al piar de las aves) como en el soliloquio del protagonista en off, los escasos diálogos, la alternancia de planos amplios con primeros planos secos y elocuentes, la inexpresividad asombrosamente expresiva de sus actores y actrices no profesionales y la rigidez postural de los varones, con los brazos duros a los costados del cuerpo. Aunque Kosa y da Costa manifiesten aspiraciones filosóficas, la experiencia de Bird Island es fundamentalmente sensorial, tangible, logrando que el espectador viva esa hora de película como si fuera una vida entera, condensada y concentrada.