1. Ni hikikomori. Ni ciborg. Ni la ermitaña de Walden

La TV está en silencio mientras preparo unos mates por cuarta vez en el día, estuve en una reunión de trabajo dividida en 14 celdas, algunos rostros se veían fuera de foco por la conexión débil, sus voces metálicas por momentos hacían vibrar mis tímpanos en frecuencias casi dolorosas; era la segunda reunión del día y aún me falta hablar con mi madre que vive en otra ciudad. Ella prefiere que le envíe audios, lo más detallados posibles; no quiere que la vea o también es probable que el ejercicio de comunicación a través del screen es un esfuerzo que, a su edad, no quiere hacer. Me dice además que escucha los audios cuando está acostada por la noche, varias veces en la semana, son como una compañía, como la última conversación de una jornada solitaria, o como el cuento de niños antes de dormir, ese que concilia el sueño y aquieta los fantasmas, el que a través de un relato entretenido y por momentos fantástico se desliza a través de una voz amorosa, entonces los calma para dejarla descansar e imaginar otros mundos posibles. Perdí la cuenta del tiempo, los días se suceden sin saber cuál es su límite, mis horas despierta, se han extendido hacia la silenciosa madrugada y por momentos siento que este instante se detuvo. Por otra parte, al pensar en lo que fue sucediendo, percibo que también se ha acelerado, pero la sensación más intensa es la de estar en un presente perpetuo, los días-las noches pasan en una solución de continuidad sin pausa, sin escansión, a veces se me mezclan las imágenes de los sueños con los pensamientos en duermevela y los quehaceres extra-rutinarios. Todo se ha desordenado o cobrado otro orden; solo salir fuera de casa me otorga el peso de la realidad, me saca de esta experiencia onírica y fantasmática, donde pasado-presente-futuro se confunden. ¿Será este estar adentro lo que logra alterar las coordenadas temporo-espaciales habituales? ¿Será el estar conectada a una virtualidad hegemónica lo que me hace perder las pistas de la realidad material y sus fronteras? ¿Será que desde que empezó la cuarentena me aboqué a ordenar, escarbar, buscar, sacar y reacomodar espacios mentales, armarios, roperos y estantes donde pululan imágenes de la niñez, escritos olvidados, cartas de amor de la adolescencia, llamados por whatsapp de antiguas amigas que ahora viven en el otro lado del mundo, viejos novios que saludaron o preguntaron si estaba viva? Y entonces me sumergí en conexiones neuromateriales con tiempos diversos a un tiempo, con realidades diferentes, charlas filosóficas sin sentido, y una necesidad de escavar en la cueva, cada vez más profundo, en un invierno prolongado, donde solamente el sol y la caminata por unas pocas cuadras de mi barrio sereno, me devuelven el cuerpo que sobrevive a este viaje subterráneo.

Y entonces pienso otra vez en llamar a mi madre, pienso en su soledad y su vejez, pienso que hace 137 días que no la veo, pienso en la precaución extrema y arbitraria y también pienso que ella vive este tiempo sin límites, siempre; o desde mucho antes: encerrada en su casa-refugio-cárcel-cuerpo- con límites perentorios porque es humana y es vieja. La diferencia quizás es que ella es más consciente que yo de todas estas circunstancias y esta realidad, de que el hilo de voz en el wasap, el submundo co-creado entre vestigios de memorias y quehaceres domésticos, la ariadna imaginaria entre ella y yo, su cuerpo reposando en una silla -que mira hacia afuera- y que, de vez en cuando, se encuentra en el vuelo de una calandria o en una hoja rezagada que se resiste a caer del gigante; que todo eso, en un cuerpo-existencia que muchas veces duele, en cualquier momento, se acaba.

En el siglo XVII alguien se preguntaba: ¿Qué cosas podía un cuerpo? Y alguien se ha respondido, el cuerpo lo puede casi todo. En un esfuerzo por borrar su significancia, el cuerpo fue aislado de su “ser o esencia” , ha sido dividido de la inteligencia y la mente, exiliado del alma, y objetualizado en las prácticas, saberes y haceres científicos, gubernamentales, publicitarios como también en la vida cotidiana. Es esa misma presencia-cuerpo, la que la cultura occidental procuró encerrar en instituciones y, simultáneamente, dejar de hacer hablar por sí sola. Aunque en lo discursivo parece constituir un valor (en tanto el cuerpo aloja la vida), sólo lo es desde un punto de vista instrumental y normativo: vehículo de sensaciones, herramienta para trabajar, motor de pensamiento, objeto de deseo. En esas formas de representación hegemónicas es también el obstáculo a muchas de nuestras necesidades imperiosas, encontrando, hoy en día, estas trincheras: la casa, la silla, el coche, el telón teledirigido; y modos de actuar, moverse, pensar, comunicar e incluso satisfacerse sexualmente a través de sus extensiones tecnodigitales.

Sin embargo, en este particular momento, reaparece aquella pregunta, desplegando nuevas ambivalencias: ¿Qué es cuerpo? ¿El todo y la falla? ¿Lo que potencia y lo que se desvanece? ¿Y esa fragilidad -que es la existencia misma-, también parecería ser nuestra fortaleza?

Subjetividades, singularidades, colectividades, expuestas al mundo, replegadas del mundo, todo a un tiempo y a una vez. Vulnerabilidad e incerteza, inconstancia y al mismo tiempo tejido, fascia, trama, intersticio, cuerpo sin órganos moviéndose. Nada pareciera ser posible sin cuerpo, por lo tanto, ese cuerpo-materia no es sólo una biología encarnada, tampoco es mera representación -construcción sujeta a un devenir simbólico-, afectación constante, intelección envuelta en células hoy desobedientes.

Ahora ese cuerpo nos angustia casi todo el tiempo, medimos la temperatura cada media hora, calculamos cuánta es nuestra capacidad respiratoria cuando estamos sentados, cuando vamos al baño y al despertar, salimos a correr para que el deterioro posible del encierro no nos anuncie nuestra caducidad, queremos romper las paredes y ocupar los parques, aunque no sean más que gestos de una libertad imposible. ¿Por qué ese cuerpo se convirtió en nuestro motor y nuestra cárcel? ¿Y por qué la supuesta liberación, hoy es interpretada a través de mecanismos digitales o, en un arco con solución de continuidad, en explosiones violentas en calles despobladas de sentidos?

Por otra parte, ese “resto” que queda inmóvil, del otro lado de las infinitas pantallas, continúa siendo el habitáculo material donde operan nuestros más profundos mecanismos de identificación, donde somos -hasta ahora- personas. Pliegue sobre pliegue, desplegándose al mundo, ahora en casi completo repliegue, ahora en este esfuerzo de volverse inmóvil, estático, inerme e inclusive etéreo, en conjunción ilusoria con mecánicos dispositivos que lo sustraen y abstraen, convirtiéndolo en artefacto inteligente pero que inevitablemente y, aun así, también se expresa. El cuerpo mismo es y no es extensión, experimentando los elementos del mundo material sin distinciones entre lo humano y lo no humano, conectando e integrándose por las sensaciones. (continuará…)