En mi memoria, el Yrupé no es una historia exótica, un paseo por los esteros, o un mito. A veces, decir mi memoria, mi historia, es adherirse a otras, estirar el hilo, y tal vez ponerse a tejer. Lo quiera o no, en ese telar yrupé es la Guerra del Chaco, la guarania, el secreto, serpiente de coral, una promesa, mi abuela.

Sentirse de un lugar es encontrar en un territorio y una lengua argumentos para amar. La guarania nos regala eso. Parece orgánica su polirritmia a los ríos, rasguea miel de camoatí, repica, crece y calla como una charla en guaraní. Un tío decía que es el bolero del litoral. Si me preguntan a mí, es una imagen recurrente: flores acuáticas y sombras arriadas, inmenso párpado del Paraná.

José Asunción Flores signó estos argumentos, dio forma a la guarania, después de ser enviado a la Guerra del Chaco Boreal, o como le decían, el infierno verde. La masacre guaraní impactó al músico paraguayo, que terminó su vida exiliado en Buenos Aires.

Entonces, mi historia del yrupé es la de una niña mestiza que nace en medio de la guerra al mismo tiempo que la guarania, música que le devolvería a su pueblo el orgullo guaraní.

Esa niña a la que llamaron Vera, creció en Santa Ana, provincia de Corrientes. Su padre fue uno de los tantos soldados argentinos que llevaban al Paraguay información y suministros de manera clandestina, mientras nuestra Cancillería especulaba intereses petroleros junto con Shell y se jactaba neutral. Una muchacha, Alba, la crió como su primera hija. Supo que esa niña debía aprender muchas cosas, y rápido. Le reveló el carácter, la independencia, cierta desconfianza hacia los hombres, y hasta se animó un día a romper el pacto y decirle: "Mija, yo no soy tu madre". Vera emprendió entonces lo que se dice un viaje. Desde la canoa le gritó: "Vos siempre vas a ser mi mamá". Una mujer del interior, mestiza, recién salida del magisterio, abandona todo y se va, río abajo, río arriba, a hundirse en su región. En busca de algo universal, algo que le ofrezca un rostro, quizás parecido al suyo, con la piel más canela, gestos pequeños. Ahí empezó su tejido, pienso. Se hizo maestra isleña, levantó una escuela que se llevó el río, hicieron otra flotante, una quinta, ranchitos. Se enamoró de un guitarrero en Entre Ríos y del rasguido doble. Y vinieron hijxs y también un nieto, y pobreza, y el jangadero, el pescador, las mujeres mensú, los ligados silencios en los yrupés.

Mi abuela me invitaba a esos silencios, todas las tardecitas que pasaba con ella en la isla. Íbamos en Paloma, una yegua anca nevada. Ella llevaba un canasto de tacuara y yo mi guitarra, que era enorme y nueva. No hablábamos casi, aunque sentía que estaba siempre a punto de decirme algo, y entonces se guardaba la respiración. Me pedía que le cante mientras buscaba entre los platos verdes un fruto maduro para hacer harina, o en el simple llamado del río y el horizonte al que todxs respondemos. Me quedaba en lo seco cantando una de las pocas cosas que conocía, una polca en guaraní y castellano de Hilarión Correa:

"Romoñe'ëva voi rojhechá ypy guivé

Añandúgui che rekové nde mba'erante voi

Techaga'ú che aho'i ku ajhechá ramo rejhó

Apytava ayajhe'ó sin consuelo che añomí".

En mi dualidad mestiza, puedo mediante un simple trámite saber quién fue mi más antiguo pariente italiano, pero para mi alma paisana solo tengo músicas, preciosas mentiras compartidas. Hace poco soñé que tocaba para mucha gente una guarania de Héctor Ayala. Se la dedicaba a alguien que me recuerda al yrupé. En la vigilia no sabía tocar esa música, tampoco me di cuenta de que, como dice Marosa, estaba yo en flor. Aprender a tocar es como aprender a abrazarse, a entregarse de nuevo.

Siempre intentaba subirme a los platos verdes y hacer planchita, pero Vera mucho no me dejaba. Donde hay yrupés hay víboras decía, sobre todo la coral. Ella les temía y yo aprendí. Tres veces me crucé con alguna coral y siempre me perdonaron. Todavía me sudan las manos si recuerdo la cercanía y el brío de esos colores, los ojos enormes, de fuego. De algún modo ahí descubrí el miedo y la belleza como una víbora de dos cabezas, como rigor y sed.

La lonja del serpenteo desnuda el recurso del agua, curva el cielo, empuja algo en las flores, y el dorado ventea con la boca abierta. Ahora que pinto debería intentarlo. Limitar la tela donde la coral rasgó la laguna, cosa que la mirada meta las patas en la arcilla del río, en el peligro que vale oler una flor.

Es un día de noviembre, hace calor en la isla, los bichos amplifican la humedad, la sombra esta agujereada donde se mire, estamos cerca de la radio esperando un suceso, una canción de Antonio Tarragó Ros. Vera la había escuchado en una peña de Entre Ríos y se había vuelto un rezo en su vida, eso nos hace la música. Para mandar un mensaje o un pedido a la radio de Victoria, pasaba un paisano de ahí. El río lleva y trae. El pedido consistía en pasar la canción durante una semana entre las cinco y las seis de la tarde, cuando la escuela quedaba en silencio. Cuando la verdulera a botones irrumpía tenía que actuar rápido, guitarra en mano, tocar arriba, buscar un acorde, otro, todo sobre la marcha. Ella pasaba la letra. El tema era muy fugaz, lo mismo la expectativa de poder reproducirlo. Tenía nueve, diez años, sabía tres acordes y cantar en el tono de Antonio era por lo menos gracioso. Pero al fin de cuentas cuando íbamos a los yrupés lo intentaba, y aunque aún es deuda una versión aceptable, ese chamamecito completó el tejido entre nosotras. "Yrupé te prometo crecer, es decir no dejar de soñar, con un mundo mejor, donde no haya un gurí que no sea feliz".

Ella ya había cumplido esa promesa, esa hazaña que le curtió el cuero. Pero yo también prometí, algo que me costó mucha vida volver a abrazar. Cuando me contó su historia a mis treinta años, me dio respuestas, me completó. Sin ella y la Susy Shock no sabría nada de la invención. Para mi abuela, su madre tiene rostro de yrupé, el urutaú es su lamento, la luna le devuelve el cuerpo, la música el brillo en los ojos.

Ya no vive en la isla, está jubilada, pero su patio es una recreación: galería de jazmín paraguayo, guembés, orquídeas, hibiscos, lapacho blanco, naranjales, viejas polcas en castellano y guaraní. Los años parecen haberle adherido aquel rostro que tanto bordó. Es su cumpleaños, ochenta y pico, habla por teléfono con su prima de Misiones. Che kunumí, se dicen; mi ternurita, quiere decir. Salgo al patio para darles intimidad, en el cielo la nube de cenizas de la isla es una boa enorme, brillante y violenta. El río que nos permitió entender huele a veneno. La promesa se vuelve imposible kunumí ¿Qué hacemos? "Seguir tejiendo", mija.

La última vez que vi un yrupé no sé si fue en la isla o en tu hombro, pero vi todo eso. Y me desnudé, sin miedo.