Según es de conocimiento publicado antes que de público conocimiento, estaría llamándosele “consolidación fiscal” a lo que simplemente se definiría como ajuste en un gobierno antipopular.

Son tres los motivos centrales que conducen a esa observación.

Uno es por la propuesta oficialista de recomponer los haberes jubilatorios con la fórmula ya aplicada entre 2009 y 2017, que ajusta no con el índice inflacionario sino mediante la evolución recaudatoria y salarial.

La segunda causa es que el Gobierno no tendrá otra movida que ceder ante el Fondo Monetario, porque deberá achicar el déficit pautado en el Presupuesto del año que viene si quiere llegar a buen puerto en las negociaciones.

Y por último se apunta a que ya no habrá ayuda a empresas para el pago de sueldos, ni subsidios para quienes estén en condiciones económicas (muy) delicadas.

En ese orden: los jubilados mantuvieron el valor de sus ingresos con el esquema de la gestión kirchnerista y no justamente con el desbarranque provocado por el macrismo.

La tenida con el Fondo está por verse, y las voces oficiales aseguran que hay previstos planes de contingencia de haber una prolongación pandémica.

Pero no hay que esquivarle al bulto, cuando además o en primer término cabe -de mínima- cuestionar la eliminación del IFE, como si la emergencia hubiera sido superada y fuera tan fácil suplirla en lo operativo por otros recursos.

Está bien que se debatan aspectos y manifiesten dudas sobre el cálculo para adecuar los montos previsionales; que se alerte por las consecuencias de la negociación con el FMI; por las áreas que no deben soportar, jamás, una nueva apretada de cinturón; por los formadores de precios sin contraparte estatal efectiva.

Y también es válido reconocer que hay ruido entre el ala K y la “albertista”.

A nadie con media neurona analítica se le hubiese ocurrido que eso no sucedería en un Frente intra-peronista resuelto por Cristina, en una movida magistral, a efectos electorales imprescindibles para sacarse de encima a Macri.

Logrado ese objetivo, enseguida cayó la pandemia y, al cabo de este año que podría estimarse perdido salvo por las medidas eficaces de resistencia alimentaria y sanitaria, más el arreglo con los bonistas externos, era obvio este escenario de combo agravado.

Pobreza e indigencia potenciadas, pymes exhaustas, incertidumbre local y mundial acerca de las probabilidades logísticas que en lo inmediato tendrían las vacunas, más el muerto infernal dejado por el macrismo con el Fondo y la guinda de unas corporaciones de capital concentrado que no ceden un milímetro.

El 3,8 por ciento de inflación en octubre, comandado por alimentos (frutas, verduras, pollo, aceite de girasol, galletitas de agua, equipamiento y mantenimiento del hogar); bebidas; prendas de vestir y calzado, ¿cómo diablos se explica con los costos fijos de la economía virtualmente inmovilizados?

No hay aumento de salarios, ni del precio de la energía, ni devaluación del tipo de cambio que rige las transacciones comerciales, ni de nada que los acopiadores de la canasta básica pudieran argüir como elemento inflacionario.

En otras palabras, no habría más explicación que las expectativas forzadas de un dólar disparado hasta las nubes; y, si acaso es que los precios vuelven a aumentar porque hay reactivación, también retorna el interrogante de qué control se ejerce, con cuál capacidad de fuego en la correlación de fuerzas, ante quienes tienen la sartén productiva por el mango.

En ese marco horripilante, ¿qué alternativas tiene el Gobierno, como no sea ir pulseando día a día con factores de poder invariablemente insatisfechos?

Excepto si se razona que las diferencias entre Alberto y Cristina son estructurales, es frívolo detenerse en sus tiranteces.

Guzmán “contra” Pesce, aunque en modo alguno es cierto el bardo clarinetista de que el primero pidió la cabeza del segundo; ella, disgustada con Kulfas, Losardo, Moroni y siguen las firmas; él, reacio a ir más allá de Bielsa en cuanto a “los funcionarios que no funcionan”; las chicanas entre el Patria y la Rosada; los severos problemas de comunicación; el disgusto de capitostes cegetistas, no dejan de ser inconvenientes metodológicos a veces con bases ciertas y en otras, muchas, inventos o agrandamientos periodísticos.

La pregunta no es acerca de lo veraz o verosímil de que eso ocurra, porque lo contrario sería imaginar que la política es un cuento de hadas, sino cuánto de eso significa que hay problemas o interrogantes de orientación primordial entre los conductores del Gobierno y del Frente que lo sustancia.

La respuesta es que no hay quiebres de ese tipo, así si se diera por irrefutable que Alberto y Cristina no están en su mejor momento dialoguista.

¿Y si “dialogan” en consenso de otra manera?: él ubicó a Jorge Ferraresi en lugar de Bielsa y ella recompuso relaciones con Martín Redrado, sólo por ejemplo.

Trasladar ingredientes tensionantes a que hay en pugna una contradicción principal no es la realidad, sino el interés de la oposición y, sobre todo, de sus voceros mediáticos.

La clave confrontativa de ese eje opositor es instalar que el núcleo gobernante está partido entre dos concepciones ideológicas irreconciliables.

No es así, al margen de diferencias de estilo que siempre estuvieron clarísimas excepto para ansiosos que, antes que ver, gracias si miran.

Tensar al Gobierno por izquierda está bien mientras no se trate de caer en extravagancias infantiles, del tipo de pudrir todo, animarse a romper con el Fondo, nacionalizar la banca y otros mandobles, vaya a saberse con cuál volumen animoso de quiénes, y etcéteras radicalizados de los valientes del compromiso fácil que nunca gobernaron nada en ningún lado.

Está bien que al Gobierno, que tiene a Cristina de garantía, se le exija no transar o hacerlo en la menor medida posible, porque para eso es el Gobierno “nuestro”; porque si el ajuste fiscal caerá sobre los que menos tienen dejará de aplicarse la primera del plural; porque en cada una de las peleas debe negociarse teniendo en cuenta a quiénes se representa.

Con Macri era una estupidez pretender el éxito de reivindicaciones populares.

Con este Gobierno no.

Está bien que adviertan y puteen quienes confiaron in extremis en cómo sería una gestión obligada a moverse en soledad regional absoluta y mundial asfixiante, con el adherido de un bicho terrible.

Está bien polemizar sobre el tiempo que se gasta en pullas de palacio, y en cómo eso influye en dar imagen de debilidad cuando más aspecto de fortaleza debe exhibirse.

Está bien preocuparse porque el IFE y el ATP dejarían lugar a dudosas medidas reemplazantes y porque, ya sabemos de sobra, cuando en este país se habla de déficit o equilibrio fiscal no cabe augurar nada bueno para las aspiraciones masivas.

No sólo no hay que esquivarle al bulto: está bien que el Gobierno sienta marcada la cancha; que debe “avisársele” el suicidio implicado en la buena voluntad de pirañas imperecederas; que no puede resignarse a reformas laborales y jubilatorias –aunque eso sí está lejos- a gusto y piacere de formulaciones ya sabidas y experimentadas.

Está bien correr al Gobierno por izquierda, en síntesis, pero lo único que falta es que eso lo haga la derecha.

Y precisamente es eso lo que está viéndose, con el coro de medios de ese palo vociferando que se hace y hará lo mismo que los macristas pero bajo el disfraz del populismo distributivo.

No.

No son lo mismo ni los mismos.

Hay un terreno en pugna, internas, luchas por espacios; circunstancias que van y vienen con incidencia de factores personales, mucho más que lo que se supone.

Quien pierda de vista que esa es una de las características universales de la política (ni hablar en el casi indomable tablero argentino), y que hasta ahora el Gobierno pudo equivocarse y dar signos de titubeo pero nunca de traición a sus postulados, quizá deba revisar su noción de la política real.

Por lo pronto y remarcado, al menos hoy puede hablarse de disputa con los factores de poder realmente existentes.

¿Eso es mucho? No.

¿Es poco? Menos que menos.