El martes pasado, el francés Vince Reffet se elevó desde las arenas del desierto de Dubái con su turbo-mochila alada y acaso vio, antes de morir, la línea de edificios plateados como un haz de tubos de órgano junto al mar con la aguja del Burj Khalifa --mayor rascacielos del mundo-- sobresaliendo como jirafa en un rebaño de ovejas. Esa smart-city arábiga que germinó en las arenas regada por petrodólares es tan sofisticada, que a veces uno camina por la calle y ve pasar gente volando a la velocidad de un jet con las piernas colgando al vacío. Aún no se sabe bien cómo fue, pero este Iron Man de 36 años --dicho sin ironía, casi con literalidad-- se desplomó desde el aire y murió en una práctica.

Hijo de paracaidistas, Reffet siguió la tradición y, en tiempos de panoptismo digital, sus hazañas se viralizaron hasta convertirlo en pop-star. Tuvo un compañero de aventuras --Fred Gurgen-- con quien en 2004 ganó el campeonato mundial de freestyle en Brasil, una modalidad de paracaidismo que implica un vuelo tridimensional a 300 km/h. Luego incursionaron en el salto base: paracaidismo desde edificios y montañas. Y se probaron el traje wing-suite que los asemeja a ardillas voladoras. Así atravesaron como águilas en picada La puerta del cielo, un arco de piedra monumental en las montañas chinas de Hunan. En 2014 entraron al libro Guinness de los records al saltar desde el pináculo de la torre que remata el Burj Khalifa a 828 metros del suelo: volaron en paralelo vestidos de amarillo, dejando una estela roja de humo en la caída.

El siguiente paso fue el vuelo a motor con alas de fibra de carbono y jets en la espalda. “Jetman” fue convocado por un pionero de esa tecnología: el suizo Yves Rossy. Juntos volaron como superhéroes en paralelo a un Airbus A380 de la compañía Emiratesa 200 km/h sobre la ciudad-oasis.

En 2017, Reffet y Gurgen se colocaron su flexible traje-ardilla para saltar desde los 4000 metros de un monte suizo y concretar una proeza nunca vista: alcanzar una avioneta en vuelo con la puerta abierta y arrojarse a su interior llegando desde el cielo.

La última gesta en solitario de Reffet fue en 2020, cuando despegó muy tranquilo desde la posición de parado en el suelo con cuatro jets a reacción en la espalda: se elevó como un ángel en vertical junto al mar de Dubái, permaneció dos minutos suspendido a 5 metros del agua y salió disparado como un misil a 240 km/h hasta los 1800 metros de altura, alimentando la algarabía del enjambre digital de sus 80.000 seguidores de Instagram. A los tres minutos de ascenso, abrió su paracaídas y descendió como pluma en ese pueblo con rascacielos que es Dubái. Aysha Al Nuaimi --directora de la feria mundial Expo Dubái-- declaró: “Estamos maravillados de celebrar un hito en la búsqueda de un vuelo humano 100% autónomo, una hazaña hecha en Emiratos Árabes Unidos, la nación que no tiene límites; nada es imposible cuando se combinan innovación, pasión, creatividad y trabajo duro”. Sin embargo, la tecnología parece empeñada en remarcarle al hombre de cada cultura que, siempre, habrá un límite cuando se desafía la gravedad.

En su ensayo El malestar en la cultura, Freud propone que el bebé se rige, al nacer, totalmente por el principio del placer. Si tiene un deseo, se desgañita hasta que se lo satisfagan: es pura pulsión y se arroja voraz a la teta. Al crecer, le van inculcando las represiones propias de cada cultura y conoce límites: aprende que todo no se puede y surge la angustia de la falta, ese deseo nunca satisfecho en plenitud total. La persona termina asumiendo que no se puede regir solo por el “principio del placer”, cuyo único propósito es la satisfacción inmediata. Surge a la par el “principio de realidad” que se termina imponiendo como regulador de la búsqueda de satisfacción, a la cual ya no se llegará siempre por el camino más corto sino con rodeos, aplazando el resultado en función de las reglas impuestas por el mundo exterior. Si tengo sed de una cerveza fría al volante, debo tomar agua. Sin esto, regiría la ley de la selva. En la medida en que sobrellevemos la insatisfacción inherente a nuestra “falta”, será el nivel de neurosis. A algunos les cuesta más convivir con eso y lo sintomatizan con el deporte extremo. Otros, sin muchas deudas consigo mismo, viven más en paz.

Al mismo tiempo, conviven en cada sujeto las pulsiones de vida y de muerte: la primera busca conservar la existencia y la segunda es una tendencia inconsciente a volver al estado inerte de la materia. Esta atracción hacia la muerte tiende a la reducción completa de las tensiones mentales, conduciendo a la persona hacia un estado previo a la existencia. Esto se puede manifestar en tendencias autodestructivas como fumar o drogarse, o dirigirse hacia el exterior con conductas agresivas. Cada quien lo encarará según su historia personal y los vínculos familiares que constituyeron su psiquis. Aquel que no pueda evitar dejarse arrastrar por la pulsión de muerte es probable que termine matándose de manera inconsciente (o también voluntaria).

A los deportistas extremos como Reffet se les termina corriendo siempre lo que Freud llama “el horizonte de lo real”: no se refiere a la realidad, sino a la posibilidad de una satisfacción más duradera. Son personas a las que la autorepresión no les pone un límite fijo: colocan la vara cada vez más alto y al superarla, se sienten en falta otra vez. Necesitan el éxtasis dopamínico del vértigo para sentirse vivos. Y en la “calma” --con los pies en tierra-- se autoperciben como muertos en vida. Estar vivo implica estar “en falta”: terminar el psicoanálisis no es haber alcanzado la satisfacción, sino lograr convivir con la falta.

Para el aventurero, lo faltante es el riesgo y lo necesita cada vez más, coqueteando con la muerte en busca de la sensación liberadora de plenitud. Casi todos ellos expresan esto con similares palabras y Reffet no fue la excepción: “cuando hago paracaidismo, tengo esa sensación de libertad como de poder ir bastante hacia donde quiero, pero siempre cayendo... en cambio con la turbo-mochila puedo volar como un pájaro, adquiriendo la libertad suprema de empujar los límites”. Muchos --aun conscientes del peligro-- terminan adictos al vuelo, a la escalada, al volante: se les adelanta todo el tiempo la barrera del placer en un ciclo sin fin de éxtasis e insatisfacción. Es el deporte como ruleta rusa.

Para algunos el deporte extremo es evasión, un breve instante con la mente enfocada en una sola acción totalizadora, apaciguando temporalmente los propios fantasmas. Yves Rossy lo explicó con la frase perfecta: “no hay antes ni después: estás totalmente en el presente”. Todos negaron siempre buscar la muerte, incluso Reffet: “no estoy jugando con la muerte sino con la vida”. Pero el neurótico es negador: “yo no fumo mucho”, dice el fumador. “¡Yo no me quiero matar!”, grita el saltador. De hecho, suele tomar las precauciones para no morir. Aunque no pasa por ahí el asunto: ignoran por completo que esa extraña fuerza que los impulsa a las alturas --y nunca logran definir en palabras-- es un canto de sirena que los podría autodevorar. ¿Dónde habita esa mujer-pez invisible? En lo más profundo del propio ser aventurero, ahí donde sus ojos no llegan.