Se fue, su cuerpo no resistió más. Diego Armando Maradona no era inmortal pero sí resiliente. Había que escuchar este miércoles (seguirán varios días) los mensajes de oyentes a las radios, evocando días dichosos, hablando de amor, diciendo adiós a un ser querido. No despedían solamente a un gambeteador eximio, al ejecutor refinado de tiros libres, al tipo que desafiaba a la ley de gravedad corriendo en paralelo a la línea de gol y pateando al arco sin perfil contra Bélgica en México. Le agradecen y retribuyen las felicidades y el modo de compromiso chúcaro que ejercitó. Lo quieren porque las muchedumbres saben cuándo se las amó. Lo enaltecen quienes formaron equipos con él o colegas de otras generaciones porque supo manejarse como una suerte de Secretario General sin cartera del gremio de los jugadores.

Quienes lo lloran conocen su saga personal, sus adicciones, el modo en que tramitó el beneficio-castigo de ser Diego Armando Maradona, acaso la persona más conocida del mundo. Pero no lo lapidan lo que es justo. Demasiada carga ser Maradona todo el tiempo. ¿Cuántos millones de personas lo habrán tocado? preguntaba Miguel Rep. ¿Cómo se sobrelleva eso, en especial cuando ya no se puede entrar a la cancha, romperla, jugar el juego que mejor sabía y más le gustaba?

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El mejor gol se lo hizo a los ingleses. El mejor pase gol se lo dio a Caniggia jugando contra Brasil. Un deportista o un luchador tienen el tamaño de sus contrincantes. El consumó sus obras maestras contra los inventores del fútbol y contra los rivales de la región, los pentacampeones. Sabía escoger.

En la cancha era generoso, solidario, abanderado. Minga de tirarse al piso exagerando un foul o inventándolo. Al contrario, conmueve la clásica imagen de Diego tocado por un rival de atrás, trastabillando, comprometiendo todo su cuerpo para no caer, levantarse, empujarse con el torso (usted perdone si parece loco pero era así) rehabilitarse, reperfilarse, encarar. Metamorfoseaba los tropiezos en gambetas.

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Esta columna rehuirá debates tentadores pero rozará algunos. Por ejemplo, la comparación con Pelé. O Rei se consagró en una época diferente, con menos presión en la marca, tiempo para recibir la pelota y mirar… y juego muy brusco. Un crack. Un mal deportista, a veces: mala leche, violento, lastimó o fracturó a algunos jugadores (como el argentino Mesiano en 1964) muy a propósito. Diego era leal por antonomasia, buen deportista en sustancia: quería jugar a la pelota, siempre. Aun después del retiro, cuando era DT intermitente. Cuando iba a una universidad británica y hacía jueguito con una moneda. Un cuarto de hora glorioso para un penique.

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Diego, un genio con la pelota, líder de grupo, referente para su equipo y emisor de señales en la sociedad. Un polemista de primera, un antecesor de los tuits. Autor de frases redondas, breves, epigramáticas, ora conmovedoras, ora provocativas, puntudas a menudo. Con un poder de síntesis envidiable, toda la picardía de un reo de barrio, un ingenio único. “Me cortaron las piernas”, “se le escapó la tortuga”, “la pelota no se mancha”, “le dicen sanguchito porque siempre está al lado de la torta”. Y también trasgrediendo la corrección política, “la tenés adentro”. 

Comunicador lujoso e implacable porque tenía ideas, una velocidad superior a muchos comunicadores de postín: repentizaba al aire, contestaba de volea. Conocía lo primero que debe saberse para opinar: elegir amigos, amores, oponentes, enemigos.

Vaya como digresión, se lució conduciendo un programa masivo de tevé, una tarea por demás compleja. Transmitía en varios formatos, los goles el supremo… pero vaya si descollaba en otros.

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Plebeyo de nacimiento y antigarca visceral, se llenaba la boca con su barrio, su casa, sus viejos. Tampoco debatiremos si es pertinente o distorsivo o patriotero cantar los himnos antes de los partidos. Pero la escena en la final de Italia con tanto tano del norte chiflando y Diego puteándolos a viva voz, sosteniéndose apenas sobre un tobillo masacrado, sugiere que el patriotismo aflora en momentos inopinados. La Vulgata deportiva exalta cómo cantan el himno los Pumas (elogiables al mango) pero ese logro queda segundo en el podio. Diego en Roma superó todo, era su costumbre.

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Morocho, onda chueco y retacón, saltó a la misma altura que el Shilton, el arquero  (que le llevaría una cabeza), cuando metió el gol con la mano. ¿Cuál fue el mejor gol a los ingleses? ¿El de la mano? ¿El de la gambeta interminable, superando como postes a los gringos que le salían de a uno en fondo como en una vieja película del Far West o de karate? Los códigos de estilo aconsejan enaltecer el dribbling, deplorar la picardía llamándola trampa. Y bué. Este cronista mociona que Maradona fue todo eso junto, las dos pepas y la impagable expresión “la mano de Dios” que dejaría patitieso a cualquier fiscal del planeta. Para confesión no basta. Para buen entendedor, un guiño. Les ganamos, qué le vas a hacer, aceptame una ironía, venga un abrazo, te doy mi camiseta.

Ya que estamos: sobran fiscales en estas pampas, sobran buchones premiados (a los que se apoda “arrepentidos”), ofende dignidades una funcionaria porteña que incita a las familias a buchonear maestros. Sobraron en vida de Diego fiscales mediáticos que cuestionaron desmesuras, descuidos, vaivenes tremendos de la vida privada. Que gastó mucha guita cuando se casó, que fue promiscuo o infiel, que los amigos, que los entornos. Agreden, intrusan, comunicadores que no saben conjugar verbos regulares y cobran fortunas. Fisgones que hablaban de autopsias, de averiguar "qué pasó" mientras gentes del común se dedicaban a consolarse, a amucharse, a preguntarse “¿te acordás de cuándo..?” La despedida la darán los nadies, la gente de a pie, será nutrida y pasional. No hace falta ser adivino para predecirlo.

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De cebollita a campeón, se bebió la vida a velocidad imparable. Alguna vez caminó despacio de la mano de aquella enfermera yanqui. La asió acaso con candidez, se fue yendo a su cadalso. Había jugado dos partidos formidables en ese Mundial. En el primero, contra Grecia, metió un golazo y lo festejó con un rugido ante una cámara de tevé. Otro cortometraje sobre la vida de Diego.

Existieron en tiempos remotos ídolos deportivos surgidos desde abajo, burlones, provocadores. El Mono Gatica, Oscar Bonavena. Pícaros, mal entretenidos, cachafaces. No rayaron tan alto en sus actividades ni fueron tan agudos en sus epigramas.

Dador de alegrías, creador de escenas preciosas, inspirador de decenas de canciones populares, protagonista clavado de películas de surtido pelaje, Maradona se va dejando llorosos a los argentinos, desolados a sus compañeros. La gente sale a las calles de Nápoles o de la Argentina porque se les fue un cachito lindo de la existencia. Un don reservado a tan pocos.

Este cronista lo vio jugar la final del torneo Evita en los ‘70, debutar en la Selección, gozó de su juego en el Mundial juvenil de Japón, deliró en México, lo padeció en Boca-River. Disfrutó de sus intervenciones, su desparpajo...  Refractario a valerse del verbo “sentir” en sus notas, se rectifica hoy: siente la pérdida, el momento del adiós. Termina esta columna para irse rajando a ver tevé, los goles que conoce de memoria, las jugadas que podría dibujar si tuviera destreza. Sabe que lo va a extrañar y que, también en eso, es (nada más ni nada menos) uno más entre millones de personas de todo el planeta.

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