Desde principios del corriente año el mundo está aquejado por una pandemia ocasionada por un virus hipercontagioso cuyos efectos provocan muertes, alteraciones neurológicas y malestares nada desdeñables. Sobre el final de este 2020 --que será recordado por la humanidad entera-- han llegado lo que usualmente se denominan las Fiestas. Vocablo que hoy suena casi paradójico, hasta cínico, si colegimos que no serán pocos los hogares en que el dolor se incline sobre una mesa signada por la ausencia. Lo cierto es que en toda fiesta --hito erótico si los hay-- el enmascarado es el duelo. No por nada en un texto titulado Un cuento de Navidad Freud precisaba: “Mi opinión es que dentro de la vida sexual tiene que existir una fuente independiente de desprendimiento de displacer”[1], esto es: más allá de toda circunstancia puntual, en la experiencia del ser hablante algo relativo a la finitud y a la sexualidad no funciona.

Así, cual reverso de la tragedia, la institución de la fiesta carga con esta marca constitutiva que hace de una ausencia el motivo para la re-unión. De hecho, el origen cultural de la fiesta indica que lo celebrado no es otra cosa que la porción de goce que hemos cedido a cambio de postergar la muerte: la entrega que se le ofrenda a la divinidad a cambio de un nuevo pacto de convivencia. Durante un cumpleaños, la reunión de amigos o en la rave, lo que nos convoca es el acceso a un renacimiento entre otros. “La fiesta es comunidad, es la presentación de la comunidad misma en su forma más completa.”[2], dice Gadamer en La actualidad de lo bello. ¿Cómo transitar ese poderoso borde erótico, hoy que la pandemia conmina al distanciamiento de los cuerpos?

Por lo pronto, millones de hogares se disponen a celebrar la Nochebuena bajo limitaciones cuya perentoriedad nace del riesgo de perder la propia vida o la de nuestros seres más queridos. En los principales países y ciudades del mundo las autoridades han tomado extremos recaudos para evitar la propagación del virus con su secuela de muerte, dolor y sufrimiento. Las personas de edad son las más expuestas a las consecuencias de este flagelo cuya “segunda ola” amenaza con volver a sumir a nuestro país en los peores momentos de ya este largo año de privaciones y encierro.

Las Fiestas convocan de manera especial la presencia de los adultos mayores. De hecho se suele decir “quizás ésta sea la última Navidad que paso con mis padres o abuelos”; también es cierto que --como ninguna otra-- estas fechas convocan lo familiar y por ende a aquellos que de una manera u otra encabezan o simbolizan la historia singular de un clan, la nona; el seide, el abu, la mumi, diferentes vocablos con las que el lenguaje se las arregla para nominar a aquellos que por su edad re-únen un pasado mítico constitutivo de toda novela grupal.

Ahora bien, hace poco la canciller alemana Angela Merkel brindaba unas palabras que vale la pena tener en cuenta en estos tiempos en que la salud --tal como bien señaló CFK recientemente-- pasó a ocupar un lugar preponderante en la agenda presente y futura de los gobiernos: “si termina siendo la última Navidad con nuestros abuelos, habremos hecho algo mal". Nada más oportuno y preciso. Quizás también la oportunidad para que, por medio del cuidado al semejante, tramitemos el duelo por aquellos que la pandemia nos arrebató para siempre y/o que nos impidió despedir de cuerpo presente. Que en estas Fiestas el amor y el deseo de cuidado y dedicación por el Otro primen por sobre todo arrebato individualista de satisfacción.

*Psicoanalista.

[1] Sigmund Freud, Manuscrito K (Un cuento de Navidad) , en Obras Completas, A. E., Tomo I, p. 262.

[2] Hans Georg Gadamer, La actualidad de lo bello, Barcelona; Paidós, 1991, página 102.