¿Por qué lloran y se abrazan las muchachas? ¿Por qué esperaron una ley cantando? ¿Por qué las viejas luchan si no se van a quedar embarazadas? ¿Qué se celebra si el aborto es una experiencia espantosa? Las emociones y razones en juego circulan en canciones, en murmullos, en fórmulas como “un día histórico” y exceden lo que se ha venido definiendo como “una cuestión de salud pública”. Es que así como cuando se debatió la ley de matrimonio igualitario –bajo el compromiso de este mismo proyecto político- las voces favorables se concentraron en el derecho al amor para no herir la sensibilidad de los dinosaurios, el debate sobre el aborto procuró concentrarse en la salud, un bien valorado como nunca en el contexto pandemia. Pero aún abrazando ambas razones no podremos ignorar que lo que se está celebrando en la calle es la redefinición de, como mínimo, tres conceptos básicos del edificio patriarcal: el amor, la salud y lo público.

Nos abrazamos por esto: hasta la madrugada de este miércoles 30 de diciembre de 2020, toda mujer, toda persona con capacidad de gestar ha crecido sabiendo que si alguna vez le tocara decidir no tener un hijo, debería someterse y humillarse. Estar dispuesta a morir. Compartir con sus amigas la muerte. Estar dispuesta a pagar siempre de más. Aun quienes nunca abortaron llevan esta marca, es una de las distinciones de feminidad y va más allá de la clase. Si es pobre, como se dijo en el debate hasta el cansancio, tiene la opción de desangrarse. Pero si no es pobre debe endeudarse, pedir prestado, juntar el dinero del sobreprecio, rebotar en consultorios, entrar en un lugar sin garantías.

¿Y la vida? Si la pregunta es cuándo comienza la urgencia es cómo continúa. Al filo del 2020, a partir de este miércoles a la madrugada cientos de bebés quedan expulsados del mundo: Alma, Esperanza, Mercedes y tantos otros bebitos de cartapesta, fetos parlantes, llaveros y embriones articulados que transitaron rutas y ciudades transmitiendo un mensaje imposible de cumplir se van como lo que son: representaciones de un optimismo prepotente que catequiza el discurso público con la propuesta de una familia utópica donde los “niños por nacer” nacen y chau, el embarazo no existe, y la crianza no es un tema. Un optimismo menos tonto que cruel que desoye testimonios, clamores y cifras y que no está dispuesto a renunciar al confort de sus propias ilusiones. La ilusión de que puede estar todo bien aunque haya gente por debajo de la línea.

No es extraño que este buenismo vitalista haya encarnado en un feto gigante recubierto de yeso, alambres y una tela que simula el color de la piel (siempre blanca) engendrado gracias a donaciones de corralones y aportes de creyentes, concebido sin sexualidad de por medio ni más fluido que algunas manos de engrudo. Sin futuro y por la vida. ¿Quién necesita de la ESI con este bebé imposible y gigantesco que no podría prosperar en panza humana? ¿Por qué tan grande? “Para que cuando marchamos se pueda visibilizar desde lejos, incluso desde varias cuadras entre quienes no participan de la marcha por la vida” dicen sus creadores.

El optimismo sinsentido atenta contra la realidad, la va carcomiendo mientras justifica los males que él mismo provoca. Hace unos días el obispo de San Isidro y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, monseñor Oscar Vicente Ojea, con evidente intención de presionar senadores daba soluciones prácticas citando a Paulo VI, representante como él de una institución fundada en la práctica de la no reproducción: “Cuando hay problemas y conflictos grandes en un embarazo no deseado, no se trata de segar la fuente de la vida, sino de ampliar el lugar en la mesa de los que son llamados a la vida, para que quepan todos.”

¿Donde está en la realidad esa mesa larga donde todos comen?¿Quién en el mundo real quiere una mesa grande para parir? ¿Y qué tiene que ver la mesa con la maternidad? Abrazar el absurdo es una estrategia para cancelar el mundo y sus imperfecciones. Esta ley deja en evidencia esa cancelación. Deja en evidencia la importancia de la política en el entramado social. Sólo en ese mundo de cartapesta se pueden salvar las dos vidas haciendo la señal de la cruz, paseando un bebé de juguete luego de que el aborto ya se llevó a cabo en la clandestinidad.

A partir de hoy, el optimismo del sinsentido y la vida de cartapesta pierden su poder de estigmatización. Aunque cause mucha risa el cuento del hijo provida y aunque se convierta en meme, aunque la alusión a los chanchos ingleses de un senador resulte desopilante, el sinsentido no es inocente, confisca el significado, se lo lleva para su molino. “La vida” con el “pro” como bandera está llena de plástico, vírgenes, santas, madres abnegadas y padres ausentes que crecen como yuyos, sin historia, sin conflicto, sin contradicción.

¿Por qué viene a la marcha? Para que mi madre que tuvo diez hijos y quiso abortar a tres de ellos, no los haya abortado, que ella no se reproduzca en otras madres, que no haga lo que no pudo hacer. Mientras tanto en el Congreso un senador afirma que sin dudas las niñas no deberían ser abusadas pero que “el proyecto pasa a la clandestinidad el abuso, la violencia”. La maternidad considerada una prueba del delito.

La salud, el amor y lo público, allá vamos. La cuestión de los derechos reproductivos y sexuales contiene en sí misma, dice la antropóloga Andrea Lacombe, una promesa de eficacia para recuperar esas demandas feministas que han quedado soslayadas por las políticas de igualdad en la medida que hay una igualdad que no puede tener lugar. La diferencia entre hombres y mujeres, entre personas cis y personas trans, da lugar a la pregunta por las diferencias en su relación con el poder, con el lenguaje, con el sentido. Y no hay bebé de cartapesta por más grande que sea, capaz de aplastar esas preguntas.