“A la mierda con la identificación del lector en el sentido convencional o con un personaje que despierte simpatía”, escribió Patricia Highsmith en su diario, cuyo contenido verá la luz este año en el hemisferio norte, en el centenario de su nacimiento. Esa fórmula define en parte el destino de su literatura, habitada por personajes culposos o inescrupulosos, arrastrados lentamente hacia el mal, de moral ambivalente y al servicio de distintos amos. Por otro lado, el carácter sombrío de su obra (y de su personalidad) determinó la suerte de su obra literaria en Estados Unidos, donde sólo después de la muerte de la autora, en 1995, se la reconoció como a una de las grandes escritoras del siglo XX. En Europa, en especial en Francia, España e Italia, la adoptaron de inmediato. Siguiendo una tradición enriquecida por Henry James, Gertrude Stein y Ernest Hemingway, muchos de sus personajes deambulan por ciudades europeas en búsqueda de inspiración, riquezas, secretos o venganza. “Que Dios me perdone por emplear mi talento a favor de la fealdad y la mentira”, expresó antes de la publicación de su primera novela, donde dos desconocidos hacen un pacto asesino. Publicada en 1950, y llevada al cine por Alfred Hitchcock, Extraños en un tren inaugura una larga serie de historias donde el suspenso es utilizado en dosis tan malsanas como adictivas.

En su juventud, luego de graduarse en literatura inglesa y lenguas clásicas, Highsmith fue abandonando sus ideales cristianos, comunistas y amorosos (en ese orden) para volver a ser lo que había sido en la infancia: una chica solitaria e introspectiva que quería dedicarse a escribir. “La vida sin otra persona, la sensación de depresión de vez en cuando –registró en sus diarios-. Gran parte de la dificultad está en no tener al lado a otra persona para la que hacer un poco de teatro: vestirse bien, presentar una expresión agradable. El truco, a veces difícil, está en mantener la moral sin la otra persona, sin el espejo”. Hacer pasar grandes obras de indagación psicológica como Las dos caras de enero y El grito de la lechuza por “novelas policiales” resultó ser uno de sus mejores trucos.

Se volvió célebre y adinerada gracias a la serie de cinco novelas protagonizadas por Tom Ripley, el falsificador que asciende en la escala social gracias a sus dones para el engaño y el asesinato (este último, solo cuando era necesario según su perspectiva). Desde El talento de Mr. Ripley, de 1955, hasta Ripley en peligro, de 1991, Highsmith dio vida a un Odiseo contemporáneo: inteligente, seductor, con sentido de la oportunidad y muy poca compasión. Alain Delon, John Malkovich, Dennis Hopper y Matt Damon, entre otros, encarnaron al personaje, tan encantador como libre de conciencia culpable. “Seguía en libertad y nadie iba a detenerlo”, reflexiona Ripley en la primera novela de la serie, cuando se percata de que unos desconocidos que quieren abordarlo no son policías sino, tal vez, probables nuevas víctimas de sus fraudes. 

Según anticiparon los editores de sus diarios y papeles privados (unas ocho mil páginas halladas luego de la muerte de Highsmith en su casa-búnker en Ticino, Suiza, donde se había instalado en 1991, harta de Estados Unidos), la autora de Ese dulce mal vivió con culpa su lesbianismo, era alcohólica, racista y misógina, tenía arranques antisemitas y una opinión despectiva sobre los varones de su país. “Los estadounidenses no están realmente deprimidos o inhibidos por los controles del puritanismo: simplemente no saben qué hacer en la situación sexual”, diagnosticó. En sus ficciones, un mundo sin límites morales, y donde reina cierta resignación ante la escasa circulación de la moneda del bien, se parece demasiado al actual. Hoy, seguramente, no representaría el papel de la escritora comprometida que adhiere a todas las causas justas. No era feminista, no la desvelaban las luchas de las disidencias sexuales y la política le parecía apenas un avatar de la codicia. Su rol fue, para fortuna de lxs lectorxs, crear fábulas pesimistas con héroes que, por conveniencia o fatalidad, aspiran ser impersonales.