¿Quién fue Frau Troffea? Fue la mujer que un día de verano empezó a bailar y lo hizo sin parar durante días, semanas y meses en la Estrasburgo desigual y hambrienta de la Edad Media; la paciente cero de una peste; un brote de lascivia que salió a bailar a la calle "para humillar a su infeliz marido excitada por deseos voluptuosos, sin miedo o respeto”; una conveniencia teórica; un corto reciente de Jonathan Glazer en tiempos de coronavirus; una referencia a la experiencia queer que cuestiona las reglas, trastoca el conformismo y trastorna a puritanos; un espectáculo con inspiración Pina Bausch; una mujer de sangre rancia; un nombre inventado por Paracelso cuando llegó a Estrasburgo en 1526 para desentrañar el misterio de la coreomanía que inició su danza. 

Todo eso es Frau Troffea, un amasijo de identidades dibujadas sobre la verdad ausente que levanta el fuego de la imaginación. La historia de la peste de 1518 comienza con ella. Un día de julio (alguien aventuró una fecha, el 14) sin música ni previo aviso Frau Troffea salió de su casa y comenzó a bailar un baile sin descanso. Extendía su cuerpo hasta el infinito, se retorcía, caía agotada, se levantaba y volvía a bailar. Bailaba sola pero enseguida la acompañaron más de treinta bailarines que un mes después contagiaron a otros cuatrocientos. La peste de la danza tenía fecha de inicio y nombre de mujer. Las razones del trance espástico se las adjudicaron al hambre, al calor sofocante, al cornezuelo de centeno que podía causar efectos parecidos al LSD y a la superstición. 

La maldición estaba echada (brotes parecidos en Bernburg, 1021, Maastricht, 1278, Países Bajos, 1370) y la ficción la contaba: un obispo francés en un relato del siglo VII maldice a un grupo de bailarines con la ira de un baile sin descanso durante todo un año, un misionero en el siglo VIII hace lo mismo con un grupo de jóvenes que bailaban en un cementerio de Waxweiler. Las autoridades de Estrasburgo creyeron que la única forma de curar a los bailarines salvajes era mantener la sangre caliente (“para que evacuaran la enfermedad bailando”) y para eso montaron un escenario entre los establos y el mercado con una docena de músicos profesionales que tocaban día y noche la pandereta, el tambor, el violín, la flauta y cuerno. Pero como la gente moría y ya no había lugar para los cuerpos amontonados en carros, decidieron que habían sido maldecidos por un santo, San Vito, (tenés el mal de San Vito, decían las abuelas cuando nos movíamos mucho). 

El santo con poderes curativos para trastornos nerviosos se había enojado y los estaba castigando. Muerte, desmayos, ojos vidriosos, ropa desgarrada, corazones rotos, derrames cerebrales, sudor, pies despedazados y gritos de socorro: la danza de la muerte se propagaba como un virus. Empujados a la destrucción, los cuerpos revelaban agotamiento y pedían liberación. Ya sabemos, las pestes infunden miedo, desconciertan a epidemiólogos e historiadores, sustentan misterios y piden explicaciones. 

La explicación que propone John Waller en su libro sobre la coreografía histérica de 1518 es etnológica y habla de un invento que las sociedades crean para resistir, para racionalizar el curso de los acontecimientos y para encontrar una respuesta en medio de la patología de la desesperación y el terror religioso. ¿Un frenético baile que quería ahuyentar los horrores de su vida diaria? ¿Una fe inquebrantable en la ira de Dios y sus santos? ¿Una contaminación divina? Dicen que Frau Troffea murió bailando pero dicen también que fue curada en el santuario de San Vito donde los sacerdotes ponía a los coreómanos que se agitaban como peces recién salidos del agua debajo de una madera tallada con la imagen del santo.