Tigre blanco             5 puntos

The White Tiger; Estados Unidos/India, 2020

Dirección: Ramin Bahrani.

Guion: Aravind Adiga y Ramin Bahrani.

Duración: 125 minutos.

Intérpretes: Adarsh Gourav, Rajkummar Rao, Priyanka Chopra, Mahesh Manjrekar, Swaroop Sampat.

Estreno: en Netflix.

En cierto momento de Tigre blanco el protagonista, narrador de su propia historia de ascenso social, hace una referencia directa a ¿Quién quiere ser millonario?, aquella oda miserabilista que terminó ganando ocho premios Oscar en la temporada 2008. Esta adaptación de la novela homónima del indio-australiano Aravind Adiga, dirigida por el iraní-estadounidense Ramin Bahrani, posee muchas diferencias con la famosa película de Danny Boyle, pero comparte en su código genético algunas características. En particular una mirada paternalista y, por momentos, abiertamente cínica, hacia la India. Como el libro, el film es también una particular apropiación del policial negro y en esas instancias, formateadas por los trazos del género, el relato genera chispazos de interés. Cuando, en cambio, intenta ofrecer una lectura satírica de la sociedad del gigante asiático, amparada en aquello de que el pez grande se come al más chico (con excepciones, como en este caso), el relato no logra despegar del nivel más básico de interpretación de la realidad.

El cuento de hadas oscuro de Balram (Adarsh Gourav), un joven de casta inferior del estado de Delhi, comienza con la posibilidad de acceder a un puesto de chofer en la mansión de una rica familia de la capital india. Los mismos “patrones” que vienen cobrando en su pueblo natal dinero de protección y otras yerbas desde tiempos inmemoriales. El joven Ashok (Rajkummar Rao, estrella del cine de Bollywood), recién regresado de los Estados Unidos con una joven esposa, será de allí en más su jefe. Su amo, en términos ancestrales. Concepto que, como su complemento, “sirviente”, Balram lleva en sus venas como una maldición transmitida de generación en generación. Así, las humillaciones se sobreponen siempre con una sonrisa en los labios y un “sí, señor” a flor de piel. Al menos en un primer momento: el comienzo de Tigre blanco, con el protagonista instalado en Bangalore, vestido con un traje lujoso y una actitud mucho menos servicial, demuestra que, en algún mojón del camino, su vida dará un giro radical. Por las buenas o por las malas.

En el punto más bajo de las aspiraciones del particular héroe, el joven se topa con un marginal que, sin letrina a la vista, defeca al aire libre y a la vista de todos. Balram lo imita, mientras ambos se miran y sonríen. Es una breve escena que recrea la descripción de Adiga de la pobreza extrema de ciertos estamentos de la sociedad india. Otro personaje secundario, pero de relevancia, explicita la expansión de la corrupción: una mujer a quien todos llaman La Gran Socialista, una encumbrada política surgida de las clases bajas que, como sus contrincantes, ha hecho carrera a partir de las ofrendas en metálico de las fuerzas vivas de Nueva Delhi. Balram observa y anota, sin poder accionar sobre su situación y estatus, hasta que la determinación de quebrar el círculo que lo mantiene esclavo –la jaula de las gallinas, en sus palabras– lo empuja a cometer hechos que nunca hubiera imaginado.

Todo ello, por supuesto, luego de casi dos horas de película, de manera tal que el espectador empatice por completo antes de enfrentarlo con las zonas menos luminosas del protagonista. La película de Bahrani (el director de 99 Homes y la versión 2018 de Fahrenheit 451) es ingeniosa, narrada como está a la manera de un rompecabezas, con idas y vueltas en el tiempo que van acercando información y detalles. Pero hay algo del orden de la misantropía, perfectamente calculada y calibrada, que comienza a molestar desde temprano. No se trata de pedir condiciones redentoras al relato o a los personajes: nadie debería demandarle eso a una película. Pero como fábula de odio de clase, revelado a la manera de una epifanía y encumbrado como ejemplo del capitalismo más salvaje, Tigre blanco no logra ir más allá de la farsa superficial.