Rechazo de plano la inspiración. Impugno a las musas. Son una trampa. Unas tramposas. Quiero escribir sin deseo, sin ideas, sin plan, ese es mi mandato, mi undécimo mandamiento. Y quiero cumplirlo, claro. Lo estoy cumpliendo. Intento escribir sin entusiasmo, sin energía, sin el fervor típico del hombre enamorado. Escribir por escribir. Como un ángel frío, sin maldad, sin pasión, sin sentimientos. Quiero convertirme –arriesgo aupado por una feroz apatía– en máquina, una máquina de escribir que funcione a todo vapor más allá del estado de ánimo o la variación afectiva. Y para lograrlo sólo concibo una solución (sólo una): la muerte. Volverme un perseguido. Escribir bajo su influjo. O sea, impiadosamente, como si hoy fuese el último día. Escribir hoy como si no hubiese mañana (me convenzo: no hay mañana). Escribir sin ninguna fe. Llevado de las narices por las circunstancias. Y oler, olfatear, respirar. Escribir como se respira. Sin pensar. Igual que un esclavo, preso de su servidumbre voluntaria. Darse entonces una obligación, inventarse entonces un amo. Se sabe de sobra (lo decía Hegel o Engels): el esclavo termina venciendo. Vence el esclavo al amo. Sabemos de sobra también, la muerte es invencible, no cesa nunca de vencer, sin embargo podemos aprovecharla, ponerla de nuestro lado (siempre la muerte a nuestro lado), arrancarle una ventaja (take advantage of death). La muerte, posibilidad radical de lo imposible, gestora de un nuevo hábito (y un nuevo tacto): la muerte me mima, me ama, mi ama, mi alma.

¿Cómo escribir algo que aporte? Pero ¿que a-porte qué? ¿Sentido? ¿Sentido para un lector utilitarista, de arena, de playa? ¿Para un lector playo? “Sirvió”, confirma el oficinista temeroso de perder su tiempo en excesos, en desbordes, en olas de lenguaje que se lleven puesta (le pongan de sombrero) su gramática. Valió la pena, dirá. Mantra de temporada estival, lema o dilema, plegaria moderna del lector actual (la tragedia íntima de la trama). Entonces, el camino debe ser por otro lado, un lado b, o c o d, un desvío, una bifurcación, no un atajo (los atajos sirven a los pobres de espíritu), un desvío que nos conduzca hacia selvas oscuras, inhóspitas, selvas negras, en el mejor de los casos; y en el peor, que nos deposite en el abismo, un abismo innombrable (lo nombré) donde el lenguaje yace aterrorizado (hasta donde sea posible que el lenguaje yazga o yazca o yaga), porque ignora qué daños seremos capaces de infligirle, a qué vejaciones lo someteremos, a qué injurias, a qué ultrajes (quebrarle el cuello a la sintaxis); un abismo dentro cual yacemos también nosotros, calados de ansiedad (una ansiedad perfecta), pues ni siquiera llegamos a intuir cuántas crueldades y cuántas infamias el lenguaje (esa bestia bífida, ese cabro loco) nos tiene reservadas.

¿Cómo (insisto) pasar de la potencia al acto, del anhelo al hecho, de la agonía al éxtasis? Preferimos no hacerlo. Preferimos esperar, guardar la joyita que supuestamente somos para un tiempo venidero, para un futuro mejor. El lunes, por ejemplo. El lunes empiezo. ¿Límites? Estudiarlos. Analizarlos. ¿Con qué objeto? La escritura. Escribir para descifrarme mediante una exégesis infinita: soy mis límites (cada uno de ellos), soy mis fallas (cada una de ellas). Soy aquel que quiso y no pudo (¡oh!). Soy aquel que fantasea estar siendo lo que no es (mi querida neurosis). Y eso, esa desconexión, ese desconcierto, ese desfasaje, se vuelven lo único original en mí, mi única potencia realmente existente, mi único acto de audacia: escribir lo incómodo (el cómo) de la lengua (la lengua añora, la lengua extraña, la lengua alucina).

5 de enero, 2021, 33 grados (a la sombra de un nogal), combino (margino) palabras.

Esta es la historia de un hombre que cree estar habitado por un doble. No. Habitado no. Es la historia de un hombre que sospecha de la existencia de otro hombre igual a él. Escribo entonces sobre una sospecha, la de uno y su doble. Esa es la historia. Se me acaba de ocurrir mientras escribía, mientras escribo bajo la sombra de un nogal. Acaece. Acaeció. ¿Será esta la palabra justa? Acaeció durante la escritura. No antes ni después. Durante. Y así debe ser, y así fue, y así es. Aunque parezca lo contrario (lindo feo). El hombre, decía, sospecha de la existencia de otro. De un yo idéntico a él. ¿Qué hacer frente a esta circunstancia? ¿Busca a su doble y lo asesina? ¿Lo busca y le propone fundar una sociedad secreta? ¿Organizar una banda criminal? ¿Un taller literario? El plan se presenta difuso, pero el protagonista comprende que en caso de existir dos seres humanos idénticos, al menos en apariencia, se anularían mutuamente: nace el hombre invisible. A ver si me explico. Me resisto a explicar. Bueno, voy a precisar. Suponiendo que nuestro personaje se llamara A y su doble B. No, mejor llamemos A1 al doble. No, mejor llamémoslos A1 y A2 respectivamente. De acuerdo. Entonces, si a la hora T de un día X, A1 perpetrara el robo de un Banco y A2 estuviese mirando televisión en su casa (en la casa de A1), ¿no podría justificarse el primero frente a un juez o un comisario diciendo: “yo a esa hora miraba televisión en mi casa […] (y sería verdad, una verdad a medias o duplicada o sesgada, aunque verdad al fin) no pude haber estado al mismo tiempo robando un banco”? Habría sido materialmente imposible. ¿Se entiende o me enredé? A1 (o A2) de cuerpo presente en el Banco, A2 (o A1) de cuerpo presente en la casa. Ambas presencias se anularían entre sí, por lo tanto A1 (o A2) desaparecería de la escena del crimen, que resulta ser el lugar de donde el protagonista pretende esfumarse. Corolario 1: no fue él quien cometió el delito. Corolario 2: no fue nadie (el crimen perfecto). En este sentido me refería al hombre invisible. Un hombre presente/ausente. Depende del criterio, como siempre. Por otra parte, ¿qué es robar un banco en comparación con…?

Quiero seguir escribiendo sin plan previo, aunque a la par escriba o reescriba otros textos. Eso no importa. Nada me importa menos que convertirme en un escritor profesional, con horarios y agenda. Yo prefiero dejar abierto un resquicio a lo contingente, lo inesperado; sin embargo, verifico en mí la necesidad apremiante de forjar una rutina. Una rutina desesperada, condición sine qua non para construir mi obra. El modelo a seguir lo personifica el escritor argentino Roberto Bolaño. ¿Argentino? En cuestiones literarias la nacionalidad es un detalle nimio. Corrijo, entonces. El modelo a seguir sería Bolaño, un escritor con la muerte en los talones. Toc Toc, suena el golpe de la muerte en la puerta de la casa de Bolaño. (Inflexión fantasmal): “Bolaño… el trasplante se retrasa”, “Bolaño… el hígado no llega”, y así sucesivamente. Un regalo divino. Un pacto con el diablo. Muerte. Disciplina. Convicción y coraje. What else? ¿Soy disciplinado? Sí. ¿Tengo convicción? Sí. ¿Coraje? Un poco menos, pero algo tengo. Me falta tan solo el toc toc de la muerte en la puerta de casa. Sin muerte, adiós obra.

¿Aprenderé alguna vez a escribir? Demasiadas preguntas, demasiadas repeticiones, demasiadas consignas. De todo demasiado y nada me alcanza para construir una voz propia, una voz ajena. No consigo construir una voz propia. Soy incapaz de construir una voz ajena. Carezco de la destreza necesaria. Padezco la angustia de las influencias. Las sufro. Por eso, para dejar de sufrir, si bien son apenas las 8.48 de la mañana, voy abandonando este ejercicio. ¡Momento! Antes de abandonar la escritura, una sugerencia (constructiva): evitá hacerte el Levrero que te queda pésimo. Vas a hacer papelones. Prestame atención. Yo sé lo que te digo. En todo caso, escribí tus obsesiones, dales rienda suelta, pero con estilo propio. ¿No es eso justamente lo que te falta? Las obsesiones por sí mismas no valen un centavo. Los padecimientos por sí mismos valen menos que un grano de arroz en épocas de abundancia. Lo único que vale a la hora de escribir es… ¿Y si continúo? ¿Y si no me detengo? ¿Si no me detengo como qué? ¿Como una locomotora? ¿Como el ave solitaria que se interna, ciega de pasión, en la negrura del bosque? Expandir la metáfora. Unir palabras. Darles un nuevo rigor, una nueva combinatoria. Trabajo. Mucho valor. Las barbas (si las tuviera) en remojo, ¡y a trabajar hermano! Nadie quiere trabajar. Se constata el hecho diariamente. Todos quieren vivir de rentas, sacar réditos o créditos. Nadie está dispuesto a esforzarse. La mediocridad prima. La mediocridad de una de mis primas, a quien no pienso nombrar, por una razón de buen gusto. Y ahora sí, cuando ya empiezo a desvariar, a perder el hilo de una narración que nunca tuve, cuando no comprendo claramente lo que estoy escribiendo, digo stop y activo, como reclamaba Marx, el freno de mano (y me arrepiento al instante).

Construirme un hábito a pesar de los señuelos, de la abulia, del sol. Un hábito se construye de esa manera, pese a todo y todos y todas. Y un día, de pronto, pum. ¡Voilá! Estamos habituados, y da lo mismo si llueve, si caen relámpagos o hacen mil grados de calor. Un infierno. Quiero trabajar en el infierno. Ese sería mi ideal. Trabajar en el infierno como si fuera el paraíso. Y así convertirme definitivamente en un rehén, en un rehén feliz, próspero, venturoso. De hecho, es lo que soy, un rehén de la lengua de mi madre.

“Rostro enjuto, mal afeitado”. ¿Enjuto? Enjuto era el apellido de un compañero de la primaria, y cada vez que leo la descripción de un personaje de “rostro enjuto” la imagen que se me impone es la de este compañero. Enjuto. Si no recuerdo mal su padre era pastor evangélico o de alguna secta parecida. No sé a santo de qué traigo el dato, pero es la única información que retengo. Que el padre era pastor y que se llamaba Guillermo. Guillermo se llamaba mi compañero, no el padre de mi compañero. Aunque quizás también su padre podría haberse llamado Guillermo, siguiendo la tradición familiar, quién sabe, a quién le importa. Ah, otro dato. Vivían a tres o cuatro cuadras de la escuela. Mi memoria se agota allí. De su apariencia, casi nada, unos lentes recetados, un antológico diente de lata –producto sin duda de un penoso accidente– y una pregunta obligada, de rigor: ¿el rostro de Enjuto era enjuto?