El verano nos empuja fuera de casa, a recibir el sol, a pasear y reunirnos por las noches, un movimiento opuesto al de las restricciones frente al contagio vividas los meses anteriores. Las precauciones colectivas efectivas y la recomposición de la atención sanitaria llevada a cabo permitieron una mayor flexibilización con las recomendaciones del caso y la advertencia de volver a fases anteriores en caso de desborde.

No resulta fácil trasladar los planes imaginados a la experiencia concreta con la masa humana. El hombre siempre resulta impredecible, no programable, solo en parte controlable. A la mayor exposición, sucede mayor número de contagios, como era de esperar. Pero esta situación resulta inquietante, ¿cómo es la relación costo-beneficio?, ¿se llegará a una emergencia hospitalaria? ¿nos veremos obligados a una nueva cuarentena?

En este contexto, además de análisis científicos y racionales, surgen las miradas escudriñadoras: ¿de quién es la culpa? Y existe una tendencia creciente: la culpa es de la juventud. Irresponsables, incapaces de limitar sus goces al precio de poner en riesgo la vida de la tía o del abuelo. Es así como desde distintas publicaciones masivas, radio, televisión, en noticieros o audiciones formadoras de opinión, se viene desarrollando un ataque sistemático estigmatizando la juventud en forma directa o solapada. Se corre el riesgo de un progresivo giro hacia ver al joven como alguien que se mete en problemas, un rebelde.

Culpabilizar a los jóvenes no es una idea nueva. Proyectar en ellos los deseos irrealizados e insatisfechos de los adultos, fantasear con una liberación y una felicidad que está bastante lejos del drama adolescente, envidiar sus proyectos aún factibles de realizarse. Frente a esto surgen algunos interrogantes: ¿han sido los jóvenes los propulsores del “no” a la cuarentena, al barbijo a la distancia social y ahora a las vacunas? El censurable uso político de lanzar a la población a la desprotección, la enfermedad o la muerte para luego culpar al sector directivo por inoperante no es precisamente una idea juvenil.

¿Son los jóvenes los organizadores de las fiestas clandestinas? En algunas ocasiones sí, pero no siempre ocurre así, sobre todo con las fiestas más numerosas. Los jóvenes impulsan el mercado y a su vez son manejados por él, manipulados hacia el consumo. Aquellos cuyo trabajo y sustento se basaba en las necesidades de los jóvenes también tienen sus razones, pero deben ser prevenidos acerca de lo indispensable de cuidar los protocolos. Nada es sencillo en estas épocas.

Los jóvenes, solos o agrupados, expresando opiniones, despiertan el mismo miedo atávico de otras épocas dirigido a lo que escapa de control, sin tener en cuenta el aporte de sus innovaciones, sus reflexiones que impulsan el pensamiento. Ya lo dijo Freud con su espíritu abierto: uno de los logros más importantes del adolescente es su despegue de la autoridad de los padres, “el único que crea la oposición tan importante para el progreso de la cultura, entre la nueva generación y la antigua”. Están en un período de transición donde la identidad se construye y reafirma en la relación con sus pares, necesitan tomar distancia de sus familias de origen, controlar sus angustias, buscar sus propios deseos.

Restringirse es doloroso pero necesario y las redes sociales han suplido en parte este proceso. Los jóvenes aman a sus familias, pero muchas veces no solo están acuciados por sus necesidades sino estimulados por aquellos que buscan satisfacer sus propios objetivos. Todos sufrimos las restricciones por distintos motivos. No sólo es la juventud la que se está “liberando” ahora sino también las familias con niños, los adultos mayores ansiosos de reencuentros familiares y de conectarse con la vida, la población en general que busca recuperar parte de lo que ha perdido. Por ello es necesario prevenir, cuidar, educar. Por ello mismo, nos encontramos ante la nada fácil situación de asumir que aún falta un esfuerzo más.

Diana Litvinoff es psicoanalista de la Asociación Psicoanalítica Argentina.