“Me puse la carterita chota, me pinté los labios de magenta, todavía media boleada por la fiesta de anoche. Me dejé puesto el disfraz”, cuenta Aimé, uno de los personajes de Trópico del Plata, pieza escrita y dirigida por Rubén Sabbadini que –aún cuando su protagonista la presente como una historia de amor– enmascara violencias profundas. El otro personaje es Guzmán, y ambos son encarnados con gran destreza por la actriz Laura Névole. La obra se presentará los viernes 5 y 12 de febrero a las 21 en Nün (Juan Ramírez de Velasco 419) y las localidades pueden comprarse en Alternativa Teatral.

¿Cuánto es capaz de soportar un cuerpo? Este es uno de los grandes interrogantes que formula Trópico del Plata, pieza que lleva siete temporadas y que en 2014 fue declarada de interés cultural por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. Por momentos, Aimé estará tan metida en el relato que echará mano de cierta ingenuidad para poder aguantar: la protagonista narra su historia como si se tratara de un cuento de hadas pero, a medida que avanza, la trama se oscurece. A Guzmán lo conoció en un baile de carnaval: lo describe como un muchacho medio tímido pero de buena presencia, dientes brillosos y sonrisa fresca. De su relato, sin embargo, emerge una figura bestial.

Todo transcurre en el Baile de los Enmascarados, esas “festicholas” que sólo es capaz de tolerar porque ama a ese hombre y desea complacerlo. “Desde tiempos inmemoriales y en todas las culturas la máscara, el disfraz y el carnaval funcionan como rituales de liberación. La obra se vale de esto para desenmascarar ciertas convenciones sociales, para hablar –a través de la metáfora de un 'baile de enmascarados'– del carnaval de la historia, de la hipocresía de nuestro momento histórico social caracterizado por la doble moral”, señala Sabbadini.

Al igual que los invitados, Aimé lleva puesto un riguroso disfraz: batido glamoroso en el pelo rubio ceniza, soutien con detalles dorados, bombacha de seda, medias finolis, zapatos mononos, pestañas, cejas, bozo, ojos color verde, cuerpo depilado, bijouterie semi-costosa y, sobre todo, la piel cubierta de ungüento blanqueador. “Si naciste en provincia o en un barrio lejos del centro te sentís negra para toda la vida”, asegura, y se rinde ante un destino que parece ya escrito. El dramaturgo señala que “en el fondo, también es una historia de amor porque Aimé está dispuesta a ‘blanquearse la piel’, a atender a los invitados y a complacer a otros por amor. Esto tal vez sea lo más cruel: la violencia disfrazada de amor”.

Trópico del Plata no sólo problematiza cuestiones de género, sino también de clase y de raza. El lenguaje es aquello que marca las fronteras: Aimé dice “bailábamos lindo” pero Guzmán prefiere decir “fluíamos en el movimiento”, aunque ella sabe perfectamente que esas florituras son parte de la gran farsa que alimenta su ritual orgiástico. Obsesionado con la máscara, él argumenta que al ataviarse con ropas extrañas podrán hallar su verdadera esencia, aunque luego descubren que el mejor disfraz es el no-disfraz. Guzmán es el anfitrión generoso que comparte porciones de Aimé con sus invitados. Más tarde le preguntará cómo estuvo y, morbosamente, consultará los detalles.

La pieza de Sabbadini aborda la dialéctica del amo y el esclavo, pero la violencia no se expone de manera cruda ni con golpes bajos; se trata de un trabajo fino que parte de la naturalización del mal y, quizás por eso, genera un impacto mayor. La violencia se aloja en las grietas: en las palabras de una narradora que por momentos parece ausente de la situación o en un cuerpo que baila, se sacude y se retuerce con pequeños espasmos para ilustrar lo que alguien es capaz de hacer con un otro. “Vos serás mi mayor creación”, proclama Guzmán. Y en la fragilidad de ese cuerpo se funden (y confunden) dos identidades: la chica que viene de los márgenes y el hombre devoto de la impostura.

El trabajo con el espacio es otra de las coordenadas que permiten comprender adónde se sitúa el personaje cuando advierte que ya no está cómoda en ese disfraz, que extraña su ropa, que la cartera no combina con nada y que los zapatos le quedan demasiado grandes. Aimé vive abajo, en un submundo que también puede verse como una pequeña isla; Guzmán siempre viene desde arriba como un animal en celo, camina por las chapas del techo y se abalanza hacia su presa. En Trópico del Plata la actuación de Névole tiene algo de trance, de posesión, y el sentido de las acciones termina de construirse siempre en la mirada del espectador.

El carnaval habilita la máscara y perpetúa el estado de confusión: nadie sabe quién es quién y hasta la propia identidad tiende a ser borrada, olvidada. Aimé le reprocha a Guzmán: “Hasta tu forma de decir se fue incrustando en mi lenguaje”. Finalmente, la pieza expone el modo en que un cuerpo puede ser atravesado por otra voz, la manera en la que un esclavo adopta la voz de su amo aunque crea estar hablando por sí mismo. “Tal vez ahí se aloja la tragedia: la naturalización del disfraz social que uno se fue armando y que los demás fueron armando de uno hasta perderse como persona dentro de él. Creo que la obra habla sobre la violencia enmascarada que hay en todo poder, ejercida a través de las instituciones”, explica Sabbadini.

El abordaje elude la solemnidad y ese es un punto a favor: por momentos se incorporan guiños rioplatenses y hasta cierto tono humorístico que no está fuera de clima sino que –por el contrario– generan nuevos sentidos en torno a los personajes y sus acciones. Trópico del Plata, además, dialoga con otros unipersonales recientes que abordan temáticas similares: Beya durmiente (inspirada en textos de Gabriela Cabezón Cámara con dirección de Victoria Roland), Turba (escrita por Laura Sbdar y dirigida por Alejandra Flechner) o La Fiera (de Mariano Tenconi Blanco). La obra se vale de una dramaturgia sólida y una actuación poderosa para hablar de un modo novedoso acerca de las violencias enmascaradas como actos de amor.

Informe: Laura Gómez