Dead Pigs                                       5 Puntos

China/EE.UU., 2018.

Dirección y guion: Cathy Yan.

Duración: 130 minutos.

Intérpretes: Vivian Wu, Meng Li, Haoyu Yang, David Rysdhal, Mason Lee.

Estreno en Mubi.

Colmo de la autoconciencia --tal vez de la redundancia--, después de que Dead Pigs disuelve su acidez inicial en una sopa edulcorada, una periodista de televisión comenta, mirando a cámara: “Esto es como una verdadera película de Hollywood”. Se supone que la autoironía debería ser recibida con semisonrisa cómplice. Pero la complicidad implica un acuerdo del espectador con los códigos que la obra establece. ¿Qué pasa cuando esos códigos generan unas expectativas que terminarán traicionando, en función de un contrato tácito firmado a espaldas del espectador? Opera prima de la realizadora china Cathy Yan, Dead Pigs fue coproducida con capitales estadounidenses y filmada en su país tres años atrás. Radicada en los Estados Unidos desde pequeña, Yan luego hizo una “verdadera” película de Hollywood. Y grandota. Se trata de Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de una Harley Quinn), nadería colateral a la saga del Guasón, estrenada en todo el mundo a comienzos del año pasado. Dead Pigs equivaldría a una visa cinematográfica que la realizadora gestionó previamente, para que se le autorice el ingreso a la nación llamada Hollywood, con escala en el Festival de Sundance.

Escrita por la propia Yan y ubicada en Shanghai --patria de la modernidad china--, Dead Pigs se estructura de acuerdo al viejo truco de las historias cruzadas que terminarán convergiendo. Está la dueña de una peluquería, representación del emprendedorismo que el actual sistema chino estimula (Vivian Wu, cuya foja de servicios compadece El último emperador, Las tortugas Ninja III y 8 mujeres y ½, de Peter Greenaway). Su hermano, un bueno para nada que además es mal bicho. El hijo de éste, camarero solitario al que aquél ve sólo para pedirle plata. Una bella clienta del restorán donde trabaja el camarero, que quiere bajarse de un vida de lujo, vendida al mejor postor. Su padre, dueño de una gigantesca corporación inmobiliaria. Y un joven arquitecto yanqui, encargado de diseñar un conjunto edilicio kitsch hasta la náusea, que tiene en su centro --como un Miguel Ángel enterrado en una torta de crema-- una reproducción a escala de La Sagrada Familia de Gaudí. La idea de que una empresa china ponga a un estadounidense al frente de un proyecto multimillonario es tan factible como rociar los dumplings con kétchup, pero todo sea en aras de la coproducción.

La idea de la China moderna como imitación degradada de la cultura europea hace pensar en el parque de diversiones de The World (2004), escupitajo que el realizador Jia Zhangke lanzó sobre el capitalismo de Estado de su país. Y resulta que Zhangke es el principal coproductor de Dead Pigs por el lado chino, junto a la propia Wu. La película de Yan se abre bajo el sello disidente del realizador de Plataforma, en clave de sátira social y política. El pobre tipo mencionado más arriba se gasta los yuanes que no tiene en un casco de realidad virtual, su hermana entrena a las peluqueras en una de esas canciones motivacionales tan caras a la China de Mao y a la de Xi Jinping, la corporación inmobiliaria anuncia que China es el futuro con un spot en el que un sol dorado refulge sobre fondo rojo, las chicas lucen relojes Cartier y los varones camisas de Gucci. Mientras tanto el río se contamina con miles de cerdos muertos.

So far so good, dirían los anglosajones. Pero antes de que el espectador se dé cuenta la peluquera se convirtió en indomable heroína anticorporativa --una imagen aislada pero poderosa la muestra enfrentando a la grúa municipal, en el mismo plano, como si fuera una mujer prehistórica ante un dinosaurio--, su hermano en arrepentido, la chica que olía dinero en ingenua de comedia musical, y así sucesivamente. Pero claro, convertir todo eso en guiño libra a la película de la posible acusación de complacencia descarada para con el gusto hollywoodense y la hipersensible censura china al mismo tiempo. ¿O no?