¿Vale la pena escribir? ¿Sirve para algo? Se ha dicho que la literatura (en la que incluyo a los ensayos, como brillantemente lo hizo el prócer matarife Sarmiento) no tiene por qué ser servicial sino buena. Para algunos pareciera que cuanto más se aleja de lo concreto, de la áspera realidad, mejor es. En los ’60 eran frecuentes los debates sobre ¿para qué sirve la literatura? Habitualmente era el persistentemente olvidado Sartre el que ocupaba la centralidad de estos debates. Con el paso de algunas décadas, la idea del compromiso literario fue desapareciendo. El escritor ni siquiera debía pensar en el lector. Escribía lo que legítimamente se le antojaba. Hoy nos hacemos la pregunta sobre la eficacia de la escritura a partir, precisamente, de su ineficacia. El mundo ya no es transformable. Si Marx –en la célebre Tesis 11- proclamaba que no se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo, hoy se trata de lo contrario. Ante la dolorosa realidad real, ante su dureza de granito, no hemos renunciado a la noble tarea de transformarlo, pero sabemos que es en vano. Ni siquiera nos consagramos a interpretarlo. La historia es un caos. Sobre todo: un caos ético, humanitario. (Por adjetivarlo así: nosotros creemos que el caos es también humanitario. En tanto confiamos en la lejana frase de Protágoras: El hombre es la medida de todas cosas.) La palabra histórica hoy la pronuncia la muerte, el sufrimiento, el egoísmo, la mezquindad.

Hay una relación profunda entre quienes comercializan o esconden o niegan la vacuna contra el virus mortal que nos asedia, y el simple asesinato. Aquí no se trata de la rentabilidad de los laboratorios. Ni de las naciones más prósperas y privilegiadas. Aquí está en juego la vida tanto de los ancianos como de los niños. País que escamotea lo que tiene para no darlo a los otros, no es simplemente egoísta, es un país criminal, asesino. Los que se oponen a que se vacune a los demás o no se vacunan ellos son lo mismo: asesinos y, además, suicidas. Ya es tarde. Nadie puede hablar de las ventajas que, paradojalmente o no, traerá el virus. No trae ninguna. Salvo para los que lucran con él. O para los que creen en las limpiezas étnicas.

Veamos el panorama en nuestro país. No hay cosa que no se haya dicho sobre la “vacuna rusa”. Se trata de un mero juego geopolítico. Ha vuelto la Guerra Fría. Recordemos que durante ese lamentable período de la historia las guerras no se desataban entre las dos potencias hegemónicas. Se desataban en el Tercer Mundo, en los países pobres. Las potencias –a lo sumo- hacían películas-advertencia. Sobre todo Hollywood, la Meca del Cine. Muy cercana una de la otra se hicieron tres buenas películas. Todas terminaban con una catástrofe nuclear. Fueron Fail Safe (Límite de seguridad) con Henry Fonda, dirigida por Sidney Lumet, The Bedford Incident (Estado de alarma), con Richard Widmark, dirigida por James B. Harris y Dr. Strangelove (Dr. Insólito), con Peter Sellers, Sterling Hayden y George C. Scott, dirigida por Stanley Kubrick. 

Volvamos a nuestro país. Si Ud. fuera un productor agropecuario, con veinte mil hectáreas en su poder, ¿no entregaría su cosecha a un precio justo -pero tal vez con un menor margen de ganancia- si sabe que su país padece una pandemia, que hay hambre, que hay pobreza e indigencia? Pero no: usted no es decididamente una persona con sentimientos abiertos a los otros. Para usted la vida es cuantitativa. Hay que tener cada vez más para seguir en lo alto de las grandes ganancias. No hay una ética de la generosidad. Como todos saben que dijo Hobbes: el hombre es el lobo del hombre. Hobbes proponía un estado fuerte para ordenar una sociedad carnívora. Bien, preguntemos ahora una pregunta dolorosa: ¿tenemos en nuestro país un estado fuerte?

Eso que se llama “el poder real” es –sin discusión alguna- el verdadero poder de este país. El gobierno actual vino muy condicionado, con un país en default, con una justicia injusta, cuasi delictiva, enredada en causas miserables, enamorada del lawfare, sometida a él y practicándolo con odio, un empresariado envilecido por el capital financiero, con una deuda ilegal, contraída para robustecer los off-shore y no el in-shore, un empresariado que escupe sobre el mercado interno, sobre toda esa gente a la que despectivamente llaman “el pobrismo”, con una policía y una gendarmería poco amigables, con una clase media que prefiere reventar de hambre pero no dejar de odiar a Cristina (que es el Aleph donde todos los odios se concentran), etc, etc, etc. Para mayor desamparo, el gobierno vacila, avanza y retrocede, y tiene que luchar con el maldito virus. Cierta vez, Michael Moore le pidió a Obama: “Póngase los guantes y pegue”. No estaría mal que se los pusiera Alberto Fernández. Cuando asumió, CFK dijo: “No vengo para ser la custodia de la rentabilidad de los empresarios”. Alberto pareciera preocuparse demasiado por esa siempre excesiva rentabilidad. Para conocer la fuerza del rival hay que pegar y recibir golpes. O para recurrir a la expresividad popular: En la cancha se ven los pingos.