EL CUENTO POR SU AUTOR

La literatura es una manera de aproximarnos al enigma de la existencia. Hay otras maneras, algunos hacen deportes extremos, otros meditan.

Uno de los enigmas que me interesa explorar, tanto cuando leo (lo que busco leer) como cuando escribo, es el universo de los vínculos y cómo estos se construyen sobre los escombros del pasado. Es inexorable, no hay nadie que zafe de eso, como tampoco del paso del tiempo y de la muerte.

Por eso, cuando trabajo sobre una historia, me obligo a responder: ¿Qué le sucedió, a esta persona protagonista en su pasado para que ahora (el presente del relato) se comporte de ese modo y no de otro modo? Me exijo además que la respuesta a esa pregunta no sea inespecífica. Busco, localizo, para finalmente hacer foco en escenas concretas. Busco, creo, invento esas imágenes o sucesos que hacen que en el ahora -presente narrativo- el personaje tome tal o cual decisión. Luego, esa línea de vida que construyo para justificar el comportamiento, puede estar o no en el texto. En lo que Ricardo Piglia llama en su "Tesis sobre el cuento", la Historia 1, la que se lee, lo que se ve y se dice en un texto. De lo que intento asegurarme es de que eso que construyo artficialmente, funcione dando cuerpo y profundidad a la historia. Lo que Piglia llama la Historia 2, lo que no está a la vista pero opera en los intersticios del texto.

Este cuento en particular quedó fuera de mi último libro, Date cuenta de tu suerte, que se publicó a fin del año pasado en La parte maldita. La historia no era compatible con el simbolismo que exigía el corpus total del libro. A pesar de que -curiosamente- lo último que dice su protagonista coicnide con el título del libro. Claro que eso no le alcanzó para hacerse un lugar en la sinfónica que supone el armado de un libro. Por otra parte creo que no es necesario -ni conveniente- decirlo todo de una vez.


INTENSIDAD MEDIA

“Querías tu senderito, ahí tenés tu senderito”, le encantaría gritarle eso a su marido que camina adelante con el nene. Pero el grito le queda atravesado en el esternón y la oprime tanto que puede sentirlo, darle forma: una piedra gris entre la boca y el estómago. La reikista le dijo que la ira que no expulsa se convierte en cáncer, porque durante la duermevela de la última sesión se vio a sí misma flotando en una balsa blanca y brillante sobre un río de mierda.

El folleto de Parques Nacionales decía “sendero de intensidad media”, un reloj verde, amarillo y rojo con la aguja sobre el amarillo. Pero si esos chicos que pasan dando grititos de excitación, o los viejos alemanes con sus bastones de aluminio la adelantan como si nada, ella también tiene que poder. Una francesa, engamada caqui, se les acerca y en español les dice si no vieron esas caras sobre los troncos, mientras muestra las fotos del celular: sobre el musgo de los árboles alguien talló caras, perfectas, hasta con expresión. “Arte”, dice y que las personas no miran lo importante. Se entiende, aunque hable atravesado. A ella un escalofrío le recorre la espalda, no le parece inspirador. Su padre tenía en la biblioteca un libro sobre duendes, de chica ella quedaba capturada por esas imágenes con seres deformes, semi humanos, capaces de comer gente. Por supuesto lo de la francesa a su marido le parece sublime y en lo que resta del camino, él y el nene van tratando de descubrir esas caras. Señalan: “¡Allá!” y también ellos apuntan con el celular. Hace un esfuerzo tan grande por parecer encantada con la situación, que se cansa. Un cansancio alojado en cada célula de su cuerpo, que corre por sus venas, sus músculos y la hace apretar la mandíbula y dormir con una placa entre los dientes. Pareciera que su marido lo hace a propósito, espera a que ella tenga eso en la boca para querer hablar. Ella se hace la dormida, nunca le dijo que aprieta ese coso por las noches. Él igual lo sabe, pero también disimula. Como cuando entra con un libro al baño, se eterniza y deja el borde del inodoro caliente. ¿Cuánto hay que fingir para poder seguir juntos? Tan desamparada estuvo de niña que se desespera por nada. Así resumió su nuevo terapeuta –ese viejo con cara de niño contento - sus males. Que en la amígdala se almacenan las vivencias tempranas, las marcas a fuego, no registradas por la mente. Así que toda esa ira que a ella se le dispara en familia, con los que más amorosa debería ser en este mundo, era producto de heridas del pasado. Después el hombre le hizo mover los ojos siguiendo una vara. Que así estimulaba el cerebro, ella recuperaría los recuerdos y podría sanar. “Seremos pescadores de pesadillas”, le dijo. Ella no creía en nada y estuvo a punto de reírse cuando de golpe, como un cohete disparado en su cabeza, apareció con su hermano, bajo la mesa del vecino que los cuidaba cuando sus padres salían a trabajar. ¿Qué hacían ahí, debajo de la mesa? La madre del vecino, una vieja que vivía frente al televisor, hamacaba el pie y la chancleta con un olor rancio y húmedo, les rozaba las caras. Y seguido, como imágenes de una misma película, aquella vez cuando al llegar a la chacra del abuelo, había lauchas muertas por toda la casa. Algunas ahogadas en los botellones de aceite que el abuelo ponía como trampa (supo que las lauchas tentadas por el olor, trepan y se lanzan desde la boca ancha de los botellones); otras reventadas con la goma espuma del sillón que se habían comido. Y su abuelo a las carcajadas: “Tener que morir así con goma espuma saliéndote por el culo”.

“Otra que Disney, mirá lo que es esto”, dice ahora su marido, desde lo alto de una piedra como un Colón avistando América. Agita los brazos llamando al nene. Ella dice que no, que se puede resbalar, sin sacar la vista del precipicio, ese río dibujado abajo y profundo; mientras su hijo trepa lo mismo. Ella tiene que reconocer lo bello de ese lugar. La montaña rodeándolos como un gigante amable, laderas cubiertas de un follaje que muta de verde a ocre, la brisa límpida. A los cuatro lados horizonte y el cielo celeste intenso, una capa sobre ellos. Pero lejos de generarle un efecto energizante como le dijo la reikista, que abrazara los árboles para limpiar los chakras, se le cierra el pecho, respira corto y el aire no le alcanza. “¿Podemos descansar?”, grita porque ellos siguen adelante como dos Boy Scouts. Pero el viento apaga su voz. Y otra vez tiene que seguir, hacer un esfuerzo por no perderlos.

Al bordear la ladera, el tiempo cambia de golpe. El cielo se torna gris, la temperatura baja y una llovizna de hielo impacta como un ejército de agujas sobre su cara. Los de Parques Nacionales anticiparon lluvias al subir. Y les hablaron de las Chaquetas, unas avispas carnívoras que atacan porque sí y nunca pierden el aguijón, pueden morder varias veces y antes de que las maten arrojan ácido a la cara. Así que, si se les posaban, lo único que podían hacer era permanecer quietos. Ella había escuchado al dueño del hostel hablando de las Chaquetas, cómo para cazarlas les ponía carne cruda dentro de un tambor. Una vez habían invadido el pueblo y debía salir cubierto de la puerta de la casa hasta el auto; parecía que el piso se movía, como un oleaje amarronado. Había seguido atenta esa conversación durante el desayuno que tomaban en mesas comunitarias donde se hablaba del pronóstico, la intensidad del viento (que era capaz de sacar los autos de la ruta) y la conveniencia o no de cada sendero. Si había huemules o pumas. De a poco ella había entendido dónde estaban pasando las vacaciones. Su marido había querido volver al lugar donde iba con sus amigos de juventud. Quería enseñarle a su hijo el poder de la naturaleza, por eso vino munido de cantimplora, zapatos de montaña y ese gorro ridículo con orejeras a los lados. Pero a ella, la naturaleza sin límites le desata una inquietud abismal. Sus padres solían elegir para vacacionar lugares inhóspitos, se jactaban de descubrirlos antes que el turismo masivo. Su padre se había hecho amigo de un viejo que alquilaba una cabaña precaria pero limpia y con ventanal a las sierras. El hombre cocinaba para ellos, guisos con trozos de carne nadando en salsas amarronadas. Después había que caminar kilómetros hasta el río a pasar la tarde. Las cabezas se les hervían al sol pleno y los tábanos se les venían encima atraídos por el Sapolán. En el río ella se quedaba sobre una lona, muerta de calor, hasta que su padre la obligaba a meterse. La llevaba sobre los hombros y le señalaba las ollas. Esos círculos más oscuros que el resto del agua, pozos tan profundos que no se sabía dónde terminaban. Por las noches la luz se cortaba a las diez, así que después de las cenas en la casa del hombre tenían que caminar hasta la cabaña en medio de la negrura. La oscuridad en ese lugar era compacta, sólida, daba la sensación de que podía aprisionarla. Una de esas noches, su padre se paró en seco y los hizo mirar hacia el cielo. Era una lluvia de estrellas. Y por primera vez ella contempló la verdad: lo que había sobre sus cabezas no era un cielo, sino la bóveda del espacio. Su cuerpo se elevó, liviano como un globo y sintió que caminaba en el vacío a pesar de tener los pies sobre la tierra.

Cuando por las tardes vuelven al hostel, su marido se pone esa musiquita relajante y dice que se siente renovado, que no hay como la montaña para hacerte ver quién sos y la vida que llevás. “¿Lo decís por nosotros?”, le dijo ella todavía envuelta en el toallón y asegurándose de que su hijo estuviese conectado al celular y no escuchara. Estaba dispuesta a entrar en una discusión que terminara en la locura de dilapidar los míseros siete días de descanso en caminatas, muertos de frío y mojándose; que claramente no eran vacaciones, más bien se parecían a algún castigo que tenían que expiar. Y que no diga que lo hacía por su hijo, lo hacía por él.

“Vení, desde acá se ve el cerro, si esas nubes se corren, mañana lo vemos entero”, dice él. “Vení”, vuelve a decir, y le extiende los brazos desde la cama. Ella podría aprovechar, y darle un beso. ¿Cuánto hacía que no se besaban? La noche anterior había soñado con esa continuidad de sus bocas unidas por la saliva y el olor de cada uno, tirados en el piso de un lugar inexistente pero que, en el sueño, era parecido a cuando de novios pasaban días encerrados con las persianas bajas, las voces de Alanis Morissette y Avril Lavigne como un quejido amoroso y desapacible. No necesitaban hablar. Ahora se dicen: “Me ocupé de las compras”. “Arreglé el ventilador”. “Saqué al perro”. La crónica chata de la sucesión de los días. Hasta la muerte de cada uno. Y ese día estaba más cerca. A ella se le ensancharon las caderas y los jeans de tres años atrás no le prenden; él usa protector donde ya no tiene pelo, un anillo perfecto en la coronilla. Tienen una foto sobre la cómoda, de ese tiempo de los besos, él con el torso desnudo, ella lo abraza por detrás. Habían ubicado la cámara en el trípode, sonríen, jóvenes, todo por delante. Ese por delante del cual ya había transcurrido casi todo.

Llegan a la cima. Ella levanta la cabeza y lo ve: un glaciar, tan blanco que parece gris como esos vestidos de novia muy blancos. Debajo la laguna es un espejo quieto, mudo, y sin embargo parece tener vida, hablarle. En otro tiempo estuvieron allí otros hombres, otras mujeres, y murieron. Ellos también van a morir. “Mami”, grita su hijo que ya la superó a pesar de ser pequeño. Ya no lo puede subir a su regazo, apenas alcanza a abrazarlo por el cuello. Su hijo es el que la levanta y la hace dar vueltas como a una nena. Ellos se entusiasman, dicen que quieren llegar hasta la laguna, tocar el agua. Ella los mira y piensa que, a pesar de todo, tiene algo de suerte.