¿Qué ocurre cuando suena Serú Girán con David Lebón buscando la entonación que pide “Cuánto tiempo más llevará” en el estadio Obras y, a pocas cuadras, se ahogan los alaridos de un torturado en la ESMA? ¿Qué pasa si en el teatro Colón suben óperas que escenifican el horror y Luis Alberto Spinetta presenta en vivo “Aguila de trueno”, un tema que habla de Tupac Amaru, el símbolo por antonomasia del desmembramiento de un cuerpo? ¿Qué une y separa a Palito Ortega y Alberto Ginastera?

Las preguntas se suman y forman las capas que constituyen Satisfaction en la ESMA, el fundamental libro de Abel Gilbert sobre los sonidos, la música, los ruidos, los gritos, las desafinaciones, que se superpusieron en los siete años de la última dictadura. Esas capas –la memoria, el archivo, los testimonios- funcionan como si fueran los canales de los instrumentos de un estudio de grabación. Gilbert ecualiza, masteriza y no ofrece respuestas: su trabajo tiene la profundidad que no tienen aquellos que desde el dogma o la pereza encuentran explicación a todo. El territorio de Satisfaction en la ESMA tiene que ver con la incertidumbre; uno de sus motores principales es la perplejidad. Abel Gilbert se desliza por zonas incómodas en donde lo personal y lo político se debaten en la búsqueda del fundamento.

El período comprendido entre 1976 y 1983 es interpelado desde la información dura y, sobre todo, desde una honestidad intelectual implacable. La cabalgata es vertiginosa; el galope ocurre por sobre la música que se oía y también por la que no podíamos (o no quisimos) oír durante el terror de esos años. El trabajo de recopilación de información, de análisis y de concatenación de temas define un fresco auditivo espeluznante, un Guernica sonoro. Ya desde su revulsivo título, que sobresale en tiempos de una autocensura bien diferente a la de aquellos años (una autocensura fruto de la corrección política y de la impunidad del dedo moralizante de las redes), Satisfaction en la ESMA no da respiro. “El libro -empieza Gilbert- fue en principio una tesis realizada junto con Alejandro Kaufman para el doctorado de la Facultad de Periodismo y Comunicación de la Universidad de La Plata. Kaufman fue mucho más que un tutor: sus reflexiones sobre un pasado todavía no pensado por completo fueron cruciales. El libro se fue desplegando en el marco de una gran amplitud académica y en diálogo permanente con él”.

Sentado en una confitería de Belgrano, Gilbert toma café y contempla el paisaje barrial. Es lunes feriado de Carnaval, pero no hay calma: pasa un auto del que sale un frenético reggaetón a gran volumen, hay frenadas, gente que charla. Una comparsa urbana difuminada por la lente de la peste “Toda época tiene su sonido. ¿Cuál es el sonido de la actual? No lo sé. Yo creo que estos años no fueron pensados todavía desde esa perspectiva y es lógico: es imprescindible el paso del tiempo. Esa es la ventaja de Satisfaction en la ESMA. Son cuarenta años de una red de relaciones, de lecturas y, en este caso, múltiples escuchas, no solo musicales, alrededor de ese objeto opaco, resbaloso, atroz que, por simplificación, llamamos dictadura”.

La estructura está formada por nueve capítulos que indagan una multiplicidad de temas, siempre apoyados por ejemplos. Ciertos títulos estremecen y marcan el tono del contenido: “La playlist del torturador”, “Los suicidados”, “El Ejército curador (musical)”. Lo primero que sorprende es el nivel de minuciosidad con que investigó ese lapso relativamente corto entre 1976 y 1983. Si bien Gilbert puso en juego sus recuerdos, todo lo contrastó con datos del mundo de la cultura y, también, con los de los expedientes de las causas de la represión. Hemeroteca, barrio y juzgados. De esos expedientes –espesos, lacerantes- provienen testimonios que sirven para enmarcar la época: la detenida que escuchaba “Alfonsina y el mar”, el riff de los Rolling Stones en la sala de tortura y mucho más. Como aquél represor que ponía a todo volumen “Te agradezco, Señor”, de Roberto Carlos. “Una canción –se lee- que formó parte de su exitoso disco cantado en español, de 1973. Su estribillo ponía en juego la propia fragilidad de la existencia de los internos. A modo de una letanía, el brasileño, acompañado por un coro, repite; ‘Te agradezco Señor un día más’, ‘Te agradezco Señor también si lloro’, ‘Te agradezco Señor por el perdón’”.

Debe haber sido complicado tener en claro hasta dónde llegar con tantos testimonios provenientes de esos siete años.

-Sí. Siempre supe que iba a ser un ensayo relacionado con la escucha y la memoria. Fue importante partir de esa idea. También fue importante encapsularlo en ese período: podría haber partido desde los tiempos de la Triple A y llegar hasta la transición democrática. Hay mucho ahí también: leer El Porteño o Humor ahora puede causar escalofríos por otros temas, como por ejemplo desde cierto elitismo, cómo trataban a artistas populares como Sandro por caso. Satisfaction en la ESMA no tiene de ninguna manera aspiraciones de totalidad aunque sí supone un intento de apertura de puertas que otros seguirán traspasando y revisando.

Sos de 1960, fuiste adolescente en dictadura. ¿Cómo recordás esos años que, por la edad, se viven con tanta intensidad? ¿Confiás en tu memoria?

-Eso es lo interesante: más allá de los recuerdos, el horror estaba naturalizado. Trabajar en esos dos campos, la escucha y la memoria, no fue sencillo. Entre otras razones porque sí, es cierto: uno olvida o confunde. Te doy un ejemplo: yo estaba completamente convencido que el recital del grupo de mi escuela, Holocausto, había tenido lugar en la Iglesia San Patricio, escenario de la masacre de los curas palotinos, un año antes. Me pareció interesante meterme ahí, en ese recuerdo, teniendo en cuenta semejante nombre de la banda. Pero cuando conseguí la reseña del Expreso Imaginario, advertí que el recital había ocurrido en otra escuela. Nada que ver. ¿Qué se juega en esa confusión? No lo sé.

En esa equivocación –el error en el horror- tal vez se esté jugando una verdad tuya.

-Es posible. Hubo muchas situaciones que solo se me terminaron de aclarar con el acceso a la fuente, pero a la vez me abrían preguntas sobre cómo opera el recuerdo. Claramente este libro dialoga con otros libros porque de eso se trata: de un gran enfoque colectivo sobre una época. Ningún libro saca del camino a otro. Se juntan. Por eso todo está cotejado, con sus respectivas fuentes. Los libros que vengan podrán tener un capital conjunto a su disposición. En cuanto al estilo de escritura, esas tensiones entre la data y la memoria fueron a la vez generando un tono, una forma.

Recién citaba una canción de Roberto Carlos. Lográs hilar a Ennio Morricone componiendo una música para el Mundial 78, Alberto Olmedo simulando su muerte por televisión, a Astor Piazzolla, a Charly García, a Luis Alberto Spinetta, a Cacho Castaña. ¿Cuándo supiste que eran eslabones de un posible libro?

- Fueron revelándose temas, algunos con una claridad supina. Por ejemplo “Aguila de trueno”, de Spinetta, sobre Tupac Amaru. Una cosa es pensarlo en 1977 y otra desde el presente. Spinetta en aquel tiempo tenía la necesidad de aclarar en vivo que no era una canción “ideológica”. Visto y escuchado desde ahora, la cosa cambia. Igual siempre tuve cuidado de hacerme el canchero, y presentarme yo muy suelto de cuerpo y analizar una trama tan espesa como la del Flaco cantando una canción sobre Tupac Amaru, como si yo en esos años hubiera sido un marciano. Como si viniera de otra parte. Si quería ser honesto debía ser el investigador y también el pibe que fui.

¿Y qué pibe fuiste?

-Era un adolescente melómano. Me gustaba la música progresiva. Como a todos, algunas cosas me pasaban por delante de los ojos y sus significados evidentes quedaban al margen. “Estamos ciegos de ver”, cantaba Charly en “Los sobrevivientes”, en 1979. Y era así. Yo agregaría: sordos de escuchar.

“Los sobrevivientes” es un tema clave.

-Sí, Serú Girán fue muy importante. Pero también lo anterior de Charly. La Máquina de Hacer Pájaros fue una banda de rock con muchos pasajes instrumentales, muy enfocada en el ensayo y el toque, que, no obstante, tenía letras muy significativas. Y su tiempo de vida fue de 1976 a 1977… Qué añitos, ¿no? He revisado canciones. Muchas, demasiadas. Pero para mí, finalmente, la canción más tremenda es “No te dejes desanimar”. Y lo más sorprendente es que las críticas y reseñas de la época coincidían en que se trataba de una canción “en contra del bajón”. Y habla de no dejar que te maten. Dice: “Si el miedo te derrumba / si tu luna no te alumbra / si tu cuerpo no da más”. Y después: “No te dejes matar”.

El disco “Películas” tiene varias letras fuertes.

-Sí, Películas es muy interesante. En “Hipercandombe”, se sabe, habla de la paranoia que se sentía en la calle, pero también en un momento Charly grita “¡Mambo!”. En el argot “tener un mambo” era estar confundido, andar con un desorden personal en el país donde todo tenía que ser vigilado panópticamente. Pero, repito, nadie podía ver estas cosas en el momento; tuvieron que pasar las décadas. Eso es el terror: quedarte ciego de ver. Vos pensá que la dictadura es una palabra de la democracia. No se hablaba de dictadura, apenas de gobierno. O, en el mejor de los casos, gobierno militar o Proceso. Tampoco hay que olvidar que, al fin, las instituciones se recuperaron por una guerra perdida. Hay un agujero negro ahí.

DE PROGRES Y PROGRESIVOS

“Ciegos de ver” y “sordos de escuchar”. Entre los muchos y diversos contenidos, destaca el tratamiento dado a la novela y película La naranja mecánica. Escrita por Anthony Burgess, publicada en 1962, A Clockwork Orange fue llevada al cine por Stanley Kubrick en 1971. Gilbert habla de las técnicas nazis de tortura, de la música de Beethoven, del método Ludovico que pretendía “curar” la violencia del protagonista del film. El capítulo concluye con el testimonio crudo del expediente de Maricel Marta Mainer: “Nos encapucharon, nos golpearon, nos llevaron a un lugar que suponemos que es Campo de Mayo, porque estábamos como en unos nichos, bueno, y pasaron más o menos veinte días y honestamente no sé con quién estábamos porque estábamos completamente vendados, atados, a veces escuchaba alguna voz que me resultaba conocida, pero no podía reconocer a nadie con nombre y apellido, sí me acuerdo de la música, que ponían música de Beethoven cuando torturaban”.

VIDELA, EN PLENO MUNDIAL 78, FESTEJANDO GOL ARGENTINO EN LA FINAL

“En un momento necesité aparecer, en primera persona. Fue una decisión. El libro va cambiando de registros hasta que irrumpo: es un Yo que no sale indemne de sus propias limitaciones. Era el tiempo de mi formación y esas limitaciones eran tan sensoriales como políticas”, dice Abel Gilbert. El autor tuvo una adolescencia y primera juventud que combinó calle y estudio; ya de grande, esos elementos constituyeron una mirada que no abandona lo popular, desde la academia. Adoraba, como decía, el rock progresivo: Gentle Giants, Yes, Van der Graaf Generator. Su padre al principio miraba con desconfianza. Su padre no fue cualquier padre: fue Isidoro Gilbert, uno de los intelectuales marxistas más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. “Recuerdo que en 1975 me compré por primera vez la revista Pelo, porque traía un póster de Jimi Hendrix. Era aquella famosa foto en la que era subido en andas por Noel Redding y Mitch Mitchell, sus compañeros de Experience –evoca Abel-. Apenas llegué a casa del quiosco pegué el póster en mi roperito. Todavía recuerdo que mi papá entró a casa y quedó pasmado. “¿Qué es eso?”.

Habrá pensado: mi hijo fue cooptado por el Imperialismo yanqui.

-Claro. En un mundo cultural y político tan monástico como el del comunismo, había aterrizado un plato volador. Pero mi papá era dogmático y abierto a la vez, entonces podía sentir extrañeza e incluso rechazo por una música que empezaba a sonar a su alrededor y, al mismo tiempo, recuerdo cuando me trajo, motu propio, el disco doble de Tommy, de The Who, en la versión de la película de Ken Russell. Hablando de sonidos, tengo patente una rutina de mi viejo cada vez que regresaba de noche a casa: hacía sonar su llavero. Ese ruido era la contraseña de que estaba todo bien… Nuevamente, el miedo naturalizado.

¿Qué te ocurría con el Partido Comunista?

-El universo del Partido Comunista, te hablo especialmente de los primeros años de la dictadura, me resultaba completamente ajeno. Debo decir que en casa nunca fui presionado a creer en los mantras leninistas. Y el rock fue para mí, como para tantos, una tabla de salvación, un modo de situarse en la intemperie. Era un rock, hay que decirlo, que te facilitaba conexiones con el cine, la literatura. Yo tenía una campera de jean con el logo de Yes que me había hecho en la Galería Jardín. Ese era mi santo y seña, aunque no entendía una sola de esas letras.

Después ampliaste la paleta.

-Sí, pero yo entré a Stockhausen por la tapa del Sgt. Pepper.

A esta altura habrá que decir que además de escritor y periodista, Gilbert es músico. Como ya se puede advertir, su universo combina elementos variopintos. Su gran creación es el grupo Factor Burzaco, con el que sacó cuatro discos. Y es el compositor y autor de El astrólogo (2017), una ópera de inspiración arltiana que protagonizó Gabo Ferro. Fue uno de los últimos trabajos escénicos de Gabo. “Su muerte me dejó muy abatido. Meses antes nos habíamos escrito. Me dijo que tenía "un problemita de salud". Cuando le pedí algún detalle no hubo respuestas. O sí. Pero uno muchas veces entiende tarde los silencios. Gabo fue un ser excepcional, un artista de muchos mundos, que convertía en oro todo lo que tocaba”.

Casi todo en la vida y obra de Gilbert parece conectado. Cuenta de su trabajo desde hace casi una década como corresponsal de El Periódico de Catalunya, de su fascinación por la música brasileña, de sus cátedras en la Universidad Nacional de Quilmes y en la del Di Tella. Y con un libro recién editado, piensa en más y más. “La pandemia fue un momento de mucho trabajo y espanto. La música está actualmente entre paréntesis, aunque tengo algunas cosas a medio hacer. Si la suerte me acompaña, me esperan varios libros antes de retomar la composición. Voy a escribir un texto acerca del Festival de la Solidaridad de mayo de 1982, para un trabajo colectivo sobre la guerra de Malvinas. Y comencé un largo libro sobre la música y las calamidades: la música y la peste, la peste del streaming y la escucha dispersa. Como todo el mundo, me siento perplejo ante un montón de fenómenos. Estamos en una transición vaya uno saber a qué, pero en el medio se lleva puesto oficios, paradigmas, formas de relacionarse, vidas. El periodismo, la escritura, la música, no son ajenos a estas transformaciones brutales”.

Da la impresión de que todos los libros, los que vas a escribir y muchos de los que escribiste (sobre Cuba, sobre el Mundial ’78, incluso sobre Astor Piazzolla) forman parte de un solo libro.

No sabría decirte si al menos hay un diálogo entre mis trabajos, pero sí que desde mi primer libro, Cuba de vuelta, de 1993, busco un mismo mecanismo de escritura e interpretación. A casi treinta años de su edición, creo que hoy ese mecanismo tiene un campo más propicio para desplegarse. Ahora acaba de salir una reedición actualizada de Piazzolla: El mal entendido (Sudamericana) que hicimos junto a Diego Fischerman, en coincidencia con el centenario del nacimiento de Astor. Por supuesto, Piazzolla está presente en Satisfaction en la ESMA. Pensándolo: hay diálogo, sí.

Tenés una poderosa tendencia a analizar las palabras: los diferentes significados, los contextos. Casi de una manera psicoanalítica. Apuntás, por ejemplo, que “cantar” era la palabra utilizada para referir a una confesión luego de una sesión de tortura.

-Tengo una predisposición a buscar esas fisuras. Trabajo el sentido oculto. Si te tomás el trabajo de pasar el peine fino a mucho de lo que se decía, no lo podés creer. Otra vez, la naturalización. Analizando desde el presente, Spinetta o Charly podían decir barbaridades en las entrevistas… ¿Y? ¿Dónde estaban los intelectuales? Había cuarenta mil jóvenes cantando “Canción de Alicia en el país” y nadie lo advertía en su justa dimensión. La Argentina es un país muy conservador.

¿Alguien criticó el título del libro?

-Hizo ruido. La idea fue de Martín Sivak, idea que hice propia al instante. Mi título era Mató mil, pero consideré que Satisfaction en la ESMA presentaba problemas mayores en las relaciones entre la música y la experiencia del horror.

¿Te quedó algo pendiente para incorporar a este fresco sonoro?

-Sí. Me habría gustado analizar Grandes Valores del Tango, por ejemplo. Pero el problema que tenemos para esas cosas en la Argentina es el acceso a la documentación. No hay archivo. Se trabaja de manera muy precaria. Ese mundo ensimismado de Grandes Valores durante la dictadura quedó al margen debido a imposibilidades materiales. Y tengo más cosas en el tintero: meterme con el peronismo y la música. ¿Vos sabía que las tres mujeres de Perón tocaban el piano? Él mismo era un pianista aficionado. En fin, hay cuestiones que me inquietan. ¿Por qué no hay canciones que refieran de una manera clara a temas de la represión de la última dictadura? Más agujeros negros ¿Por qué no se escribieron temas sobre los bombardeos de Plaza de Mayo del 55? ¡Fue el bombardeo más importante luego del final de la Segunda Guerra Mundial!

¿Tenés alguna respuesta?

-¿La verdad? No.