Eduardo Crespo está de estreno con su tercer largometraje, luego de la ficción Tan cerca como pueda (2012) y el notable documental Crespo (La continuidad de la memoria), estrenado en 2016. Nacido en Crespo en 1983, el realizador es una de las figuras más relevantes de la usina cinematográfica forjada en esa ciudad entrerriana, compañero de ruta de los también cineastas Maximiliano Schonfeld e Iván Fund, con quienes ha compartido ideas, esfuerzos y colaboraciones. Pero el estreno, como consecuencia directa de la situación sanitaria local y global, no será a la vieja usanza. Al menos, en parte: Nosotros nunca moriremos puede verse desde este jueves en la plataforma Flow y, a partir del jueves que viene, se estará presentando en la sala de cine América de la ciudad de Santa Fe, que de esa manera reabrirá sus puertas luego de un año de clausura.

Más allá de esa oferta presencial reducida y de la posibilidad de apreciar el film online, Crespo espera que las condiciones no cambien demasiado en el corto plazo con la esperanza de poder estrenar en salas en Buenos Aires. “Todo es tan incierto”, reflexiona el realizador en comunicación con Página/12 desde Crespo, donde está de visita (hace varios años que vive en la ciudad de Buenos Aires). No la pudimos mostrar acá, ni siquiera al elenco. Algunos la vieron durante el Festival de Mar del Plata, pero en su casa, claro. Nos parecía bueno que se empiece a ver, que tenga un acceso fácil. La verdad es que no sabemos qué puede pasar de aquí en adelante y justo nos llegó esta propuesta de Flow, un lugar que no es tan habitual para este tipo de películas. Creo que puede estar bueno aprovechar eso, abrir nuevos caminos”.

Nosotros nunca moriremos, cuyo guion fue escrito por el propio Crespo junto a sus compinches Lionel Braverman y Santiago Loza, comienza con el hallazgo casual del cadáver de un joven en un remoto paraje rural. Su madre, interpretada por Romina Escobar (actriz trans que también participó de Breve historia del planeta verde, de Loza), llega junto a su hijo menor al pueblo en cuestión en busca del cuerpo y, tal vez, de algunas respuestas. Film de un tono híbrido que podría describirse como inasible, el coqueteo con el policial nunca desaparece, aunque muy rápidamente comienza a cederle un espacio importante a la reflexión sobre el duelo e, incluso, al relato fantasmal. O, al menos, fantasmático. Al final del camino, el de Crespo (ver crítica aparte) se revela como un relato de múltiples sentidos, donde el paisaje tiene tanta presencia como los cuerpos (los de los vivos y los de los muertos) y una ligera excentricidad termina dándoles a los personajes una silueta más humana y tangible de lo que podría pensarse en un primer momento.

“En principio, fue estresante”, recuerda Eduardo Crespo, entre risas, el estreno mundial en el Festival de San Sebastián, el pasado mes de septiembre. Luego de esas primeras exhibiciones, como a tantas otras películas de aquí y de allá, a Nosotros nunca moriremos la “agarró” la pandemia. En el festival marplatense, que en su última edición adquirió forzosamente las normas de la virtualidad, formó parte de la Competencia Internacional, pero en Donostia pudo verse como debería ser vista cualquier película: en una sala de cine, a oscuras y sobre una gran pantalla. Aunque, desde luego, con aforo reducido y un protocolo sanitario respetado a rajatabla. “Era un momento en el cual recién comenzaban a haber algunos pocos vuelos para salir del país. Y fue toda una sorpresa, porque habíamos terminado un primer corte de la película y lo presentamos en la sección work in progress. Pero un par de meses antes nos escribieron para preguntarnos si llegábamos a terminarla para la Competencia Oficial. En plena pandemia, con todo cerrado, hicimos la posproducción de manera urgente. Fue una gran corrida y casi todo se hizo virtualmente. Recién sobre el final me pude acercar a ver y escuchar la película en una sala. Lo loco es que no fue hace mucho, pero mi impresión es que pasó un montón de tiempo. Por eso también tenía ganas de estrenarla”.

-Si bien se trata de dos películas muy diferentes, y no solamente por tratarse de un documental y una ficción, Nosotros nunca moriremos comparte con Crespo (La continuidad de la memoria), un interés por el duelo personal, familiar y colectivo. ¿Cuál fue la chispa de origen de tu último largometraje?

-A medida que íbamos filmando la película anterior fui descubriendo que había una sensación ligada a Crespo, el lugar, y en el caso del rodaje de Nosotros… eso se potenció. Algo que tiene que ver con una despedida, un duelo personal con el pueblo en sí. Hace mucho que vivo en Buenos Aires y me pasaba que cada vez que volvía había un tono, un clima, de disolución de ciertas cuestiones. Me dieron ganas de filmar una película en Crespo como si fuera la última vez que pudiera retratar al pueblo. Al mismo tiempo, teniendo en cuenta que Crespo (La continuidad de la memoria) tenía que ver con mi padre, pensé que sería interesante darle espacio a una madre. Y a este chiquito, el hijo, que de alguna manera comienza su vida de adulto acompañándola, haciéndose cargo de ciertas cosas.

-¿Cómo fue el proceso de escritura del guion? ¿Estaban ya presentes allí todos los tonos que la película va adquiriendo: la investigación, al drama personal, la posibilidad de lo fantástico?

-Fue un trabajo de escritura a la par con Lionel, sabiendo de antemano que él también iba a ser el asistente de dirección, así que ya estábamos mentalizados para que el texto se traspasara al rodaje. Con Santiago Loza colaboramos desde hace mucho tiempo y siempre está ahí, un poco entre las sombras, pero muy presente. La idea del policial formó parte desde un primer momento, pero con la intención de disolver el género, de deshilacharlo. Cruzar los climas y hacer que el género, de alguna manera, quede desarmado. Me gustaba también la idea de los fantasmas, de jugar con los tiempos. Que el pasado, el presente y el futuro no estén tan definidos, que se mezclaran, sin tener que recurrir a explicaciones de formato clásico. Cuando uno está en una situación de duelo ocurre algo de eso, todo se empieza a mezclar un poco y los recuerdos se solapan al presente. Una suerte de limbo, que es también ese pueblo del interior un poco suspendido, un pueblo inventado, de fantasía. Un espacio de dolor, tal vez, con esta madre que aparece para ampararlos, la que abraza a todo el pueblo que quedó desolado por esa muerte.

-La película también se permite ciertas derivas, como cuando se desvía para registrar la vida de un grupo de bomberos del lugar.

-Sí, me gustaba la idea de poder abrirse a otras personas que, normalmente, uno pasa de largo. También creo que los protagonistas, de alguna manera, serían personajes secundarios en otras películas. Pero todos lo serían de alguna manera, y la historia se detiene un tiempo en cada uno, los escucha y les da su lugar.

-¿Cuándo decidiste elegir a Romina Escobar –una actriz trans interpretando un rol cis– y cómo fue el trabajo de dirección actoral, que debió ser muy preciso para lograr el tono adecuado?

-Mientras el guion avanzaba, estaba trabajando en paralelo en un documental sobre una escuela rural de Crespo. Allí conocí a Rodrigo Santana, el chico que terminó interpretando el personaje del hijo. A Romina ya la conocía porque estuve a cargo de la fotografía de Breve historia del planeta verde, y me quedé muy enganchado con su energía, lo que contagiaba su trabajo en el set. Me dieron ganas de volver a trabajar con ella. Y cuando entendí que ellos dos podían ser una pareja, una especie de dúo dinámico, eso dio un impulso que permitió que todo siguiera su camino. Después empecé a pensar cómo podía ser leído que una madre cisgénero fuera interpretada por Romina, pero me quedé tranquilo cuando comenzamos a encontrarle el tono del personaje. Y a trabajar su aspecto físico también. Ella es mucho más “arriba” que el personaje en su vida personal, y hubo que bajar varios tonos para encontrar el nivel adecuado de intensidad. También bajar el ritmo de la ciudad y adaptarlo a la vida de pueblo (risas). Creo que la decisión de convocar a Romina fue muy acertada. El resto del reparto es casi en su totalidad inexperto, aunque hay excepciones, porque en Crespo hay mucha gente que participó en películas mías o de Iván o Maxi. Parece gracioso pero ya hay actores disponibles por todo el pueblo que se pueden convocar. Es como si Crespo fuese un gran set de filmación.

-El trabajo de dirección de fotografía de Inés Duacastella es notable y los paisajes, los más naturales y los semi urbanos, adquieren una presencia muy importante en la historia y en la creación de los climas.

-Con Inés teníamos la idea de hacer algo que en las películas previas nunca se había podido por falta de tiempo: narrar el paisaje. Hay algo en Entre Ríos ligado al horizonte que uno tiene muy asimilado, pero que es muy difícil de transmitir en la pantalla. ¿Cómo lograr que esos paisajes transmitan algo más que lo evidente? Hay algo ligado a la sencillez y a la precariedad que hay en los pueblos del interior que deseábamos transmitir, una sencillez que posee cierta belleza. Queríamos que la película fuera pulcra y sincera y no mañosa en cuanto a la puesta de cámara o la luz. La intención fue despojarse de esas mañas y manierismos que se aprender al ir filmando, que la puesta en escena estuviera en sincronía con los personajes y lo que les ocurre. No quiero dejar de destacar la labor imprescindible de la montajista Lorena Moriconi, una gran aliada en la creación de Nosotros nunca moriremos, que también forma parte del grupo de amigos y colaboradores desde hace más de una década (N. de la R: Moriconi fue la editora de, entre muchos otros, títulos como Los labios, Crespo y Breve historia…)

-El título de la película es ambiguo y está abierto a múltiples lecturas. ¿Fue el único que estuvo en danza antes de tomar la decisión final?

-El título Nosotros nunca moriremos existe desde antes de que comenzara a escribirse el guion y siempre fue el definitivo. Creo que fue lo único que quedó en pie del proyecto inicial: todo se modificó excepto el título. Lo siento como un grito de guerra de los que quedan, los sobrevivientes de ese pueblo. Una bandera que levantan los que quedaron vivos, deambulando.