Lo único que tiene para entretenerse es el empapelado maltrecho de una casona alquilada como un papiro que ella tendrá que descifrar. Tan empeñada está en la tarea que la invade como si su cuerpo entero fuera tomado por ella, que se podría imaginar que la mujer lee allí algo histórico, ancestral como el dolor femenino ante esa voluntad de frustración constante que la lógica masculina se empeña en tener atado en la fortaleza de un ático.

En el siglo XIX las mujeres padecían esa angustia que la ciencia definía como patología. Ellas querían tener una vida tan próspera y radiante como cualquier hombre pero debían ser el ángel del hogar. El saber médico les recomendaba abandonar cualquier tarea, especialmente las que implicaban alguna exigencia intelectual, algún estimulo imaginativo. Virginia Woolf supo de esas herramientas para la salud que eran dispositivos carceleros, conoció ese amor conyugal que le prohibía fiestas. Ella pudo escribir aunque no se salvó del suicidio.

La protagonista de El empapelado amarillo también escribe pero lo hace en secreto porque John considera que pensar implica en las mujeres un desgarro que las enloquece. Charlotte Perkins Gilman compuso un cuento que describe de manera precisa el malestar intricado, la confusión y contradicciones de una mujer que identifica la estrategia ofensiva de su esposo para borrarla en su particularidad y posibilidades pero, en el mismo engarce de su pensamiento, ella articula una justificación que intenta calmarla sin éxito. Cómo pelearse con John si todo lo dice con dulzura, si es una especie de padre que la cuida para que no tome frío. Ella entiende que todavía no puede construirse como el sujeto que debilite la posición de John pero no deja de ejercitarse en las palabras como si fueran una sangre nueva.   

Si esa pared manchada es su único interlocutor, si Gilman inaugura el feminismo en la literatura y para eso recurre al género de terror, si elige la soledad y la animación de un ambiente para contar esa depresión que es en realidad una furia contenida, el empapelado deberá tener la entidad de un personaje. Esto es lo que comprende Ariel Vaccaro. Esa pared será una plataforma que Alexia Moyano va a recorrer y trepar para darle a la puesta de Sebastián Kalt variadas opciones en torno a la estructura del monólogo.  

Alexia apela a una tonalidad que recorre cierta estética expresionista, por momentos más estilizada y en otros sumergida en una identificación sensible. Su figura despierta afectividad y comprensión. Ella busca desde lo formal un modo de hacer visible esa oscilación entre una fragilidad que parece entregarse al poder masculino y una ferocidad sustentada en esa escritura que es develamiento y análisis, que le sirve a la protagonista para desentrañar el comportamiento de su esposo y encontrar allí lo que la agobia y enferma. 

Gilman realizó una operación política apabullante al llevar a un texto de ficción una interioridad negada. Esa mujer burguesa, casada con un médico como Madame Bovary, debía ser feliz porque se la educaba para ser simple. La protagonista de El empapelado amarillo se pregunta cuánto podría lograr si tuviera el estímulo suficiente. Le aconsejan que duerma pero ella tiene los ojos clavados en el diseño ambiguo de ese papel arrancado. Allí, desde la lógica del doble, la mujer logrará resolver en un plano fantástico lo que todavía no tenía lugar dentro del realismo y lo hará bajo los códigos del género de terror, como si Gilman hubiera comprendido que un texto realista iba a resultar demasiado subversivo o como si sospechara que  todo aquello que una mujer está obligada a contener se escenifica para el hombre en la imagen del monstruo, la única capaz de vencerlo. 

El empapelado amarillo se presenta los viernes a las 21 y los sábados a las 22 en el Centro Cultural San Martín.