La historia de los escritores en el Hollywood de la edad de oro siempre pareció la de un repetido martirologio, el de notables artistas tentados por el vil dinero y masacrados por la maquinaria de producción de los grandes estudios. Allí están para confirmarlo las consabidas frustraciones de Francis Scott Fitzgerald, la dipsomanía creciente de William Faulkner cada vez que pisaba California o la fugaz aventura de Bertolt Brecht, que fue a Hollywood buscando sol y refugio y terminó perseguido por el macartismo, hasta que debió regresar de apuro a Europa. Esos, claro, son los nombres famosos. Pero por debajo de ese Olimpo había también un verdadero ejército de escritores de talento que siempre tenían mucho de qué quejarse. Salvo uno: Daniel Fuchs. Su nombre sería apenas una nota al pie -el Oscar 1955 al mejor guion por Amame o déjame, una película que él mismo no apreciaba demasiado- si no fuera por un libro titulado Historias de Hollywood (Gallo Negro Ediciones) que reúne la totalidad de sus relatos y ensayos vinculados con su experiencia en la ciudad dorada y que son de lo mejor que se ha escrito sobre el tema, que es mucho.

La particularidad de Fuchs (1909-1993) es que allí donde sus colegas veían apenas comercio y vulgaridad, producción en cadena y destrato, él en cambio advertía otra cosa, algo que ni siquiera podía llegar a definir con precisión pero que hacía a un arte colectivo, a una creación que terminaba siendo de muchos y no solamente de uno en particular, como están acostumbrados los escritores. Fuchs era consciente de que, por mucho que le pagaran (y él no era de los mejor pagos), no estaba allí para escribir la obra maestra que lo elevaría al Parnaso sino para contribuir, como un artesano más, a levantar esa obra común que no era solo una determinada película sino el cine en su totalidad, tal como se lo concebía en Hollywood en el período clásico.

“Uno queda absorbido por el proceso de creación de las películas. Es un arte a gran escala, generoso, y uno agradece ser parte de él”, dice en uno de sus últimos textos, pocos años antes de su muerte, en donde queda claro que nunca guardó resentimiento para con Hollywood. “Lo que me impresionaba de la gente de los estudios, al observarla, era la intensidad con la que trabajaban. Eran gente de talento: los camarógrafos, escenógrafos, editores y el resto de las personas cuyos nombres aparecen en los créditos, todos trabajaban con la diligencia y el compromiso de los artistas”. (Fue Bernardo Bertolucci quien alguna vez señaló esa paradoja de la historia del cine: mientras los soviéticos –Eisenstein, Vertov, Pudovkin- creaban películas que llevaban sus nombres propios como emblema, el auténtico colectivismo cinematográfico lo encarnaba Hollywood).

Fuchs había nacido en el sector más pobre del Lower East Side de Manhattan y siendo niño su familia se mudó a Williamsburg, Brooklyn, el barrio que sirvió de inspiración a sus tres primeras novelas, publicadas antes de cumplir los 28 años y que dieron una impresión tan vívida de esa comunidad judía que John Updike lo señaló como el mejor antecesor de Saul Bellow, “un talento natural, un poeta que nunca tuvo que esforzarse, un mago que hizo que la magia pareciera demasiado fácil”.

Esos elogios aparecieron muchas décadas después: en 1937 Fuchs había formado una familia y su trabajo como “maestro sustituto” en una escuela de Brooklyn ya no daba de comer a todos en casa. En un rapto de audacia, dejó el magro sueldo fijo de docente y se dedicó a escribir cuentos a tiempo completo, que lograba vender a The New Yorker y The Saturday Evening Post. Uno de ellos llamó la atención de un cazatalentos de Hollywood y hacia 1937 no tardó en tener un escritorio y un sueldo fijo en la Metro, con alojamiento incluido. Quedó inmediatamente deslumbrado con la luz de California y su principal industria: “Los estudios exudan una emoción, un sentido de la vida, una trascendencia y unas expectativas difíciles de describir”.

Así como sus ensayos sobre Hollywood (que él modestamente llama “cartas”) siempre son optimistas y celebratorios, sus relatos sobre la Meca del Cine sin embargo no son tan luminosos. Algunos tienen ese clásico humor absurdo judío, como “Diario de Hollywood” (1938), que da toda la impresión de haber sido la inspiración para el Barton Fink de los hermanos Coen. Otros, como su nouvelle “Al oeste de las Rocosas”, pueden dar cuenta del derrumbe de una estrella –el modelo parece Judy Garland, aunque el nombre es otro- con una intensidad y un grado de concentración dramática que solo se pueden conseguir con un conocimiento del terreno de primera mano. Escrito en 1971, “West of the Rockies” se adelanta además en un par de años a Crash, la famosa novela de J.G.Ballard, cuando en un pasaje particularmente oscuro describe la muerte de un cantante de poca monta en un accidente automovilístico y el narrador no puede dejar de pensar en la flamante dentadura del occiso, “en las fundas, las coronas de porcelana cocida al vacío, ahora desperdigadas por la calzada de hormigón de la autopista”.

Los cinéfilos sin duda extrañarán referencias en estos textos a algunas de las mejores películas en las que Fuchs participó en el guion, como los noir Criss Cross (1949), de Robert Siodmak con Burt Lancaster, y Pánico en las calles (1950), de Elia Kazan, con Richard Widmark. Pero hay dos extensas menciones a una película olvidada, en la que ni siquiera su nombre figura en los créditos y que es tan buena como las anteriores: El expreso Bagdad-Estambul (Background to Danger, 1943). Allí la Warner puso a trabajar codo a codo a Fuchs, un judío de Brooklyn, con el legendario caballero sureño William Faulkner, para que juntos resolvieran un guion que estaba en crisis, una adaptación de una novela de espionaje del escritor inglés Eric Ambler. Solo en Hollywood podía darse semejante cóctel. Y salir bien. Aunque Fuchs le da todo el crédito al director Raoul Walsh, porque mientras él y Faulkner seguían deliberando, Walsh reescribía por su cuenta mientras seguía filmando a toda velocidad.

Eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y Fuchs es reclutado y asignado al Office of Strategic Services (OSS), el servicio de inteligencia de los Estados Unidos que precedió a la ominosa CIA. En uno de los primeros días de entrenamiento, le proyectan una película de la que debía sacar enseñanzas y trucos de espionaje. Y cuál sería su sorpresa al descubrir que no era otra que aquella en la que él y Faulkner habían trabajado juntos infructuosamente. Como decía Fuchs, en Hollywood “de forma abrupta, milagrosa, todo quedaba en calma. Todo lo que había que hacer estaba hecho. Y lo sorprendente era la película. Estaba completa, coherente, dinámica y repleta de sentido. La fiebre había pasado”.