Es imposible determinar cuál fue su primera obra (sí, en cambio, su primera exposición: una muestra de 17 óleos en el salón Marí, de su Rosario natal, a los quince años de edad). Tampoco se puede cuantificar el volumen de pinturas, dibujos y grabados que acumuló a lo largo de su extensa vida, por la que además fue variando lo mismo de estilos artísticos como de lugares de residencia. Ni siquiera se puede precisar aún el motivo concreto de su muerte, de la que en octubre se cumplirán cuarenta años con dos hipótesis todavía en litigio: ¿fue por culpa de un hueso que lo atragantó mientras cenaba o por mala praxis en la operación final?

Pero, sobre las numerosas incertidumbres biográficas, emerge una certeza que flota entre tantos datos incompletos: recién en los últimos años se pudo saber cuál fue la última de las obras de Antonio Berni. Está fechada en su 1981 final, aunque en un mes no verificable y con varios nombres en pugna. Algunos la llaman “Mujer sobre la playa”; otros, en cambio, “Vuelo de la muerte”. Se trata de un óleo y acrílico sobre tela que mide dos metros de ancho por 1,6 de alto y exhibe una imagen oscura, lúgubre e inconclusa: quien la hizo pública asegura que está totalmente distinta a cómo Berni la había iniciado, aunque pareciera que no llegó a terminarla.

En 2016 fueron exhibidas en el Museo de Arte Metropolitano de Buenos Aires gran parte de las 400 obras encontradas en una carpeta hasta entonces guardada. Allí aparecieron desde paisajes de Santiago del Estero hasta una serie sobre boxeador Carlos Monzón y sus peleas contra el colombiano Rocky Valdez en el cenit de su carrera, una década antes de convertirse en el femicida de su esposa Alicia Muñiz. En el medio, se imponen con estremecimiento unos garabatos en acuarela donde se observa la violencia con la que unos uniformados de traje y casco golpean con palos a gente tirada en el piso. Cercano al Partido Comunista, Berni no fue ajeno en ningún tramo de su carrera a inspiraciones sociales y políticas: la Guerra Civil Española, el Mayo Francés y la Masacra de Tlatelolco aparecen como inspiradores de sus pinceles, tintas, fibras y lápices.

Junto a las obras de aquella carpeta, se hicieron públicas también más de treinta cartas que el artista le había escrito a Graciela Amor, el pseudónimo que el rosario le puso a una mujer 46 años menor que habría conocido sobre el final de su vida en París. Ella misma asegura que, en una de esas esquelas, la señala como la mujer que aparece en este óleo que las muestras presentaron directamente con el cartel: “Sin título, 1981”. Nada más, nada menos.

Pero hay otro dato que le da sentido, contexto y registro al trabajo. En una vieja entrevista, Graciela Amor reconoce que en el óleo original aparecía una mujer recostada sobre la arena en un día soleado. Una imagen de placidez, goce, quizás amor. Pero al poco tiempo Berni le dio un giro de 180 grados a su propia obra, manteniendo a la protagonista pero en un entorno completamente diferente: de repente aparecen nubes, el cielo se oscurece, sobrevuela un avión a una altura no demasiado elevada y el oleaje aparece demasiado cerca de una muchacha desnuda y exageradamente flaca, con las piernas cruzadas. Como señal de que estamos ante un auténtico Berni, la pintura se rubrica con una mirada fría, perdida. Quizás muerte. Un fetiche ineludible del autor hasta en el último de sus trabajos: los ojos.

De repente el cuadro expone la metáfora más dolorosa y cruel de todas las que experimentó el terrorismo de Estado durante la última Dictadura: aquella propiciada por una inyección de pentotal como anestésico para arrojar al vacío cuerpos dermis y sin resistencia. Cuerpos que luego cayeron sobre las aguas del Río de la Plata, pero cuyos movimientos internos fueron desplazando los cadáveres hacia el Mar Argentino. Y luego éste, a través de sus sudestadas, los depositó en las orillas de varias localidades balnearias para el horror de quienes se los encontraron. Y la sorpresa de quienes los arrojaron pensado que jamás serían vistos.

Decenas de cuerpos inertes aparecieron entre San Clemente y Pinamar. La mayoría de ellos, específicamente en Mar de Ajó. Todo esto se comprobó tres décadas después, cuando el Equipo de Antropología Forense los identificó entre tumbas NN de los cementerios de Lavalle, Madariaga y Villa Gesell. ¿Berni supo de estos detalles treinta años antes? Puede que no. O puede que sí: los cadáveres aparecieron en los veranos de 1978 y 1979, cuando el artista aun estaba vivo. Lo que no había aparecido era esta obra, que el rosarino pintó pero nunca mostró. Volvió oscura esa inicial postal de verano y sol, la transformó en una imagen desoladora y angustiante, con más dudas que respuestas. Como lo fue su vida. Y como lo es el arte cuando irrumpe en toda su fuerza poética.