La aplicación de la frase del escritor estadounidense Willam Faulkner es cotidiana porque además de genial es tan cierta que asusta: "El pasado no está muerto ni enterrado, ni siquiera es pasado", escribió el poeta. Pero cada 24 de marzo, como las heridas de guerra que --dicen-- duelen más cuando el tiempo nos juega una mala pasada, se me hace casi imposible volver a la cita y resignificarla a 45 años del comienzo de la dictadura más sangrienta de la Argentina.

No. El pasado no está muerto ni enterrado por varios motivos: las heridas cauterizan, pero no desaparecen y dejan su marca; el dolor va tomando distintas formas y nunca desaparece; estamos lejos de que la justicia haya terminado de condenar a cada resposable de cada uno de los delitos de lesa humanidad que se cometieron contra los 30.000 desaparecidos y hasta hace poco tuvimos en el poder a un gobierno negacionista que se atrevió a discutir la cifra de desaparecidos para licuar la responsabilidad de los militares y a un tiempo instalar un debate canallesco.

Es una gran noticia que el gobierno haya vuelto a manos de dirigentes que repudian la dictadura y la presencia de Alberto Fernández en la exESMA el sábado 20 fue un soplo de aire fresco.

Dicho esto, el pasado no está muerto ni enterrado porque todos los días leemos en PáginaI12 notas de juicios que empiezan tarde, pero empiezan. De cómo podría haber habido enterramientos clandestinos en Campo de Mayo que están siendo investigados gracias al avance tecnológico por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), de cómo la justicia busca pruebas de lo que es un secreto a voces: que hubo vuelos de la muerte en el delta entrerriano. He llegado a leer sobre torturas a bebés y sigo leyendo cómo hay genocidas prófugos en el exterior y otros que violan el beneficio de la prisión domiciliaria y lo reconocen con argumentos del tipo "necesitaba despejarme", como ocurrió en Santa Fe con el represor Roberto "Pocho" Pellegrini.

Al margen de las aberraciones de las que nos seguimos enterando, el pasado no está muerto ni enterrado, en mi humilde opinión, por un motivo que dejé para el final porque le asigno una importancia nodal: el proyecto de país que vinieron a instalar las diversas Juntas Militares a partir del 24 de marzo de 1976 está en pleno funcionamiento en más de un aspecto.

Es el país que con el que quieren terminar Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, que lo saben,  y les cuesta porque la derecha que antes tocaba la puerta de los cuarteles y ahora la va de republicana está siempre al acecho tratando de terminar de hacer lo que los militares empezaron. Cambiaron los métodos para intentar instalarse en el poder, pero los fines son los mismos.

El pasado no está muerto no enterrado, ni siquiera es pasado, cuando uno piensa en M., la niña que generó la preocupación de todo un país porque la había secuestrado un hombre. Con su aparición, la indignación tendría que seguir intacta por las condiciones en las que viven ella y su familia. Marginalidad, pobreza, calle. Si eso no cambia más temprano que tarde, el proyecto que los militares sigue en parte vigente.

Ahí es donde los militares ganaron, siguen ganando. No podemos seguir tolerando vivir en un país con estos niveles de pobreza, en el que hay gente que respira y sobrevive, pero no vive.

Es fácil de decir y difícil de hacer. El poder real (el sistema judicial, los medios hegemónicos de comunicación, los dueños de la la Argentina, las tensiones internas dentro del Frente de Todos) hacen que la tarea sea titánica. Pero titánica también fue la lucha de los 30.000 desaparecidos, que dejaron su vida, literalmente, para que todos podamos vivir de otro modo.

Por eso, para los 45 años de la última dictadura cívico-militar, creo que el mejor homenaje más allá del recuerdo (siempre imprescindible) es recordar por qué fueron asesinados los que murieron  y cuál es el país que querían los 30.000 desaparecidos.

Miremos el que tenemos y que sea el horizonte. Y sepamos que siempre, siempre; la derecha va a estar al acecho y tiene el mismo plan económico que tuvieron los militares. Es lo opuesto al amor, pero le cabe un verso que Jorge Luis Borges escribió en un libro de poemas llamado La cifra a propósito del miedo que le surgía cada vez que se enamoraba. Escribió el gran escritor argentino en El amenazado: "La hermosa máscara ha cambiado, pero siempre es la única".

La derecha cambia las máscaras, pero su plan es único. Para que no vuelvan a campear en el gobierno, para que no vuelvan a ganar una elección, es necesario saberlo. Como es necesario también seguir luchando para construir el país por el que luchaban los 30.000 que recordamos a 45 años de aquel golpe.

Todavía falta mucho. Es difícil, pero es una obligación ética. Nadie dijo que iba a ser fácil y a fin de cuentas, las cosas fáciles las hace cualquiera. Para honrar a los muertos en esta coyuntura, se impone que el Estado use todas las herramientas a su alcance para que los que todo lo tienen se vean forzados, si no les sale del alma (si es que la tienen) a desprenderse de algo de lo que les sobra.  

Ojalá se dieran cuenta de que si lo hacen motu proprio vivirían un poco más tranquilos. Casi con el mismo dinero que no les alcanza la vida de varias generaciones para gastar, pero con la tranquilidad de que una de las miles de personas que no tienen nada que perder porque lo que tienen no se puede llamar vida, los que están "jugados", no tengan la tentación de poner en peligro la vida ajena cuando ya no sepan qué puerta hay que tocar para que les den una mano.