Ob Scena, la opera prima de Paloma Orlandini Castro, acaba de ser premiada en el BAFICI como Mejor Cortometraje. Unos meses antes fue defendida en la Licenciatura en Cine Documental del Instituto de Artes Mauricio Kagel de la Universidad Nacional de San Martín, con Débora Kantor como tutora. Como parte del tribunal, junto a Diego Trerotola y Miguel Massenio, tuve el placer anticipado de verla y leerla como guión-tesis.

El corto se lanza a investigar si existe algo así como un “territorio libre de pre-conceptos” y lo hace de una manera totalmente sutil y precisa, atrevida e inteligente. Ese territorio libre parece tener dos acepciones para investigar, desde la ambición de la autora: por un lado, es la infancia. Por otro, la revolución.

Ella visita la tarea de su abuelo sexólogo, Alberto Orlandini, psiquiatra argentino que se instala en Cuba en los años de la flamante revolución, y quien escribe allí un Tratado de Psiquiatría dedicado a ponerle nombres y categorías a las “Disfunciones, Desviaciones y Parafilias Sexuales”. Ella indaga qué implica querer inaugurar un vocabulario y llenarlo de imágenes y en particular se detiene en la voluntad taxonómica de las parafilias. En el relato de Orlandini, la tarea de poner conceptos nuevos al territorio revolucionario liberado parece jugar con la idea que no hay manera de entrar a la selva de la sexualidad desprovisto de conceptos que no hacen más que remitir al peligro de la desviación (revolucionaria). El abuelo sexólogo, interviniendo en clave científica sobre la isla, envuelve entonces la pregunta de qué podría hacer la revolución con la sexualidad o, más aún, qué tendría que ver la revolución política y la revolución sexual.

Por qué elegir esos términos de disfunción, desviación y parafilia justo en la epopeya revolucionaria no es la pregunta principal. Más bien la perspectiva es otra: ¿por qué en el territorio no libre del deseo la revolución tiene una tarea alfabetizadora que intenta hacer a fuerza de gramática y tecnologías de género? La palabra nomenclatura, que la autora utiliza, tiene también ese doble filo: es la tabulación de términos aprobados y la lista estandarizada para nombrar cosas (el manual de sexología hallado) y es también la denominación histórica de una élite revolucionaria que cumple funciones en el partido y en la administración pública del proceso político.

La desviación del archivo es el segundo problema abordado (o el archivo como territorio no libre). Tanto por la literalidad pronunciada y duplicada –desviarse de la investigación sobre pornografía en el género documental que era su objetivo primero a los archivos del abuelo que contienen el capítulo sobre desviaciones definido como documento histórico-, como por la confesión de que la vida y el género de la autora conforman el tiempo mismo que produce el desvío (como lapso temporal entre el género documental pornográfico y el género del cuerpo infantil y adulto, entre el descubrimiento sexual y una intervención médica quirúrgica que la atraviesa). La desviación exhibe además la connotación transgeneracional: es la presencia de otras generaciones la que interviene en el territorio libre de la infancia y la que se acepta como herencia en la adultez, pero de la cual también hay que volver a liberarse.

Esas páginas añejas le sirven sin embargo para auscultar y contrapuntear el género pornográfico que la obsesiona casi científicamente. Ella construye un dispositivo (arma una caja que funciona como una especie de teatro de sombras) para entender cómo aparecen y se superponen las posiciones de los cuerpos en las películas porno hasta conseguir detectar el patrón que se repite, casi como una fórmula de dibujo matemático, que extrae como un juego de figuras recortadas en sus funciones abstractas. Es como un léxico científico visual. Más que la desviación lo que parece interesarle es la repetición.

Los géneros finalmente se superponen: discurso de sexología y representaciones mainstream de las películas porno parecen dejar de ser tan extraños entre sí. O la operación visual sobre el mainstream puede convertirse en tarea científica, descentrando y al mismo tiempo poniendo la lupa sobre ciertas zonas. En ese juego de imágenes que devienen texturas al verse tan de cerca también se revela una gran fascinación por las palabras que hacen de la voz en off y de las citas con las que trabaja Orlandini un nuevo territorio liberado. Como si lo que verdaderamente excitara no fuera la imagen, que puede ser descompuesta científicamente a la geometría pura, sino la palabra que a pesar de vestirse de trajes científicos, es modulación expresiva inapresable.

La exhibición de los materiales que hacen al universo compositivo del corto, desfilan como territorio psíquico, intelectual, visual y afectivo de la autora, y va proveyendo elementos, citas y referencias, que se organizan “en dirección” o “hacia la escena” (así explicado al inicio el significado literal de Ob Scena). Hay una orientación. Hay un trayecto, tan ondulado como el archivo y la infancia. Tan lleno de páginas espiadas en los libros de grandes como de retazos de conversaciones oídas en la mesa familiar.

Entonces la narración es también autobiografía sexual: la puesta en escena, en el propio cuerpo, de una obra de arte que la encandila de chica. La imitación que tiene como objeto sexual al dinero (la gran máquina científica de la representación y abstracción de lo mismo) para erotizar el papel y el metal. Orlandini cuenta el deslumbre que le produce la fotografía de Tracey Emin que encuentra en el libro Mujeres Artistas que saca de la biblioteca de su madre (otro espacio de archivo puramente visual).

La presentación de cada pieza también en la escritura de la tesis subraya qué es lo que ella elige hacer funcionar de cada una, construyendo una constelación imaginaria para su propia obra, un catálogo personal de composición de recursos, un ejercicio específico de montaje. No se trata de explicitar “fuentes” o listar bibliografía y filmografía, sino de la maniobra de desvío producida a partir de las mismas (también del género de cita en las tesis), que incluye incluso relatar copia de procedimientos. Así toma de la mano a Varda para decir: “Partimos de la estructura visual para adentrarnos en los lazos afectivos que se desprenden de ella”. Ni palabras ni imágenes, afectos.

La construcción de otro imaginario para el género pornográfico como pregunta por la pedagogía de imágenes es, sin embargo, central. Los archivos con los que trabaja la autora, lo que pone sobre la mesa, habitan entre la deslocalización y relocalización del cuerpo como territorio liberado y habitado al mismo tiempo. El placer del aprendizaje, la afectividad como collage de impresiones, marcas, imágenes vistas, conversaciones rememoradas, contornean el interrogante por la potencia de la imagen como obra, como archivo, como recuerdo, como ars erótica. Tanto la que escapa a la representación visual del encuentro sexual entre cuerpos (aquella que puede ser abstraída como líneas que se repiten) como a la que puede aventurarse como una pedagogía del descubrimiento hecho como montaje.