Luego de que Guy Sorman acusara a Michel Foucault de haber abusado sexualmente de niños de entre 8 y 10 años en la década del 60 mientras vivía en Túnez, las reacciones no se hicieron esperar. El “debate” se organizó en torno a “cancelar o no cancelar” al filosófo. Por un lado, los argumentos ad hominem, quienes desacreditan a Sorman sospechando de las intenciones de su acusación “busca prensa ante la reciente publicación de su último libro” o “¿quién es el que denuncia? busca vender libros a partir de esta acusación”, o vía descalificación del denunciante en tanto que cómplice de lo que denuncia en la medida que “tendría que haberlo hecho cuando ocurrió y no 30 años después y cuando el autor de los hechos se encuentra fallecido”. Estos últimos, razonamientos muy similares a los que nos encontramos cuando una mujer denuncia un abuso sexual. Se sospecha de quien denuncia, no de quien ha sido denunciado. En todos esos casos, la acusación de pedofilia de Foucault cae en saco roto porque “nada en su obra alaba ni justifica la pedofilia”.

Por otro lado, quienes contemplan la posibilidad de que la denuncia sea verdadera, recurrieron a la separación de la obra del autor. El argumento menos feminista de todos. “Lo personal es político”, premisa histórica feminista caida en desuso cuando se trata de un dios (intelectual, deportivo, etc). Por otra parte, en algunas intervenciones donde se nombra a la pedofilia se establece una equivalencia patologizante y criminalizadora entre homosexualidad, sadomasoquismo y pedofilia.

EL TEMA QUE NOS CONVOCA

No se trata de debatir la cultura de la cancelación sino de aprovechar la ocasión para pensar colectivamente el abuso sexual en la infancia como estructurante de nuestra sociedad. Quizás no sea necesario que sea cierta la denuncia para que habilitemos el debate en torno a la pedofilia. ¿Qué haríamos con el impensable cultural? ¿Nuestra sociedad está dispuesta a pensar el abuso sexual en la infancia? ¿A hablar sobre eso? ¿Por qué tan rápidamente se recurrió a la negación de que lo haya hecho? ¿Podemos observar como la discusión en torno a la alternativa infernal de “cancelar o no cancelar” opera como dispositivo de captura para que evitemos pensar el horror? ¿Podemos hacernos cargo de la incomodidad que nos suscita pensar la pedofilia? Si corrieramos el eje de la discusión acerca de qué hacer con la obra de Foucault, si se trata o no de cancelar su pensamiento (¿de hecho sería posible?) podríamos centrarnos en la denuncia como analizador de lo que nos ocurre ante el pronunciamiento de lo innombrable, del horror.

Si tuviésemos presente que 1 de cada 5 niñas y 1 de cada 13 niños son sobrevivientes de abuso sexual en la infancia entonces ya no podríamos pensar con tanta liviandad la pedofilia. Tendríamos que hacernos cargo de los efectos devastadores que esta práctica y el modo banal en que se habla ella tiene sobre personas que conocemos (lo sepamos o no) que forman parte de nuestros ámbitos familiares, laborales, recreativos.

El saldo de la discusión cultural ante el cual nos encontramos es de la preservación del dios. Cruel pedagogía para quienes han sobrevivido abusos sexuales en la infancia: si denuncias tiene que ser mientras el autor del abuso sexual esté vivo, si lo hacés varios años después no vamos a creerte, si es una persona poderosa simbólica, económica, política o socialmente, las chances de que te creamos disminuyen significativamente (por no decir que serán nulas). Mientras se dirime en torno a cancelar o no, observamos cómo la cultura del silencio entorno al abuso sexual en la infancia permanece intacta. Este deseo de que esta ola pase, guardando silencio o desviando el eje posible de la discusión, confirma una vez más, el pacto de complicidad heteronormada en relación al abuso sexual en la infancia en nuestra sociedad.